viernes, 24 de abril de 2015

Ana Bolena (1920)


El personaje de Enrique VIII ha sido trasladado a la pantalla en numerosas ocasiones, siendo las caracterizaciones más recordadas las de Charles Laughton en La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIIIAlexander Korda, 1933), Robert Shaw en Un hombre para la eternidad (A Man for All SeasonsFred Zinnemann, 1966), Richard Burton en Ana de los mil días (Anne of the Thousand DaysCharles Jarrott, 1969) o, más recientemente, Jonathan Rhys-Myers en la serie Los Tudor, la cual, como el 99,9% de las series televisivas, no he visto. Pero, desde un punto de vista histórico, la figura real de Enrique VIII de Inglaterra resulta más compleja que la ficticia, sobre todo si se la compara con la encarnada por Emil Jannings en Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920), melodrama silente en el que el actor alemán dio vida a un monarca mujeriego, obsesionado con tener descendencia masculina. La estrella, que cuatro años más tarde inmortalizaría a El último (Der Letzte Mann, Friedrich Wilhelm Murnau, 1924), da vida a un monarca visceral, dispuesto a romper con la Iglesia porque Roma se niega a aceptar su petición de divorcio.


Por aquellos años del siglo XVI, la realidad del rey británico inicialmente estaba marcada por sus buenas relaciones con el papado y con la poderosa Corona de Castilla y Aragón, con la que pretendió una alianza política mediante su matrimonio con Catalina, la hija de Fernando II de Aragón y tía de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero dicha alianza entre las dos coronas no resultó como esperaba el monarca inglés, ya que sus intenciones y aspiraciones personales no llegaron a materializarse y, para asentar en el poder a su dinastía y ampliar su poder, se desligó de la influencia de la corte de Carlos I y del Papa Clemente VIII, lo que provocó un enfrentamiento de intereses políticos que, entre otras cuestiones, derivó en la ruptura de la iglesia inglesa con la romana. Estos y otros hechos que provocaron el cisma se minimizan en la propuesta de Ernst Lubitsch, que se decantó por un enfoque menos realista para mostrar a un Enrique cansado de Catalina de Aragón (Hedwig Pauly-Winterstein), a quien pretende sustituir por la joven Ana Bolena (Henny Porten), por quien exige a Roma su divorcio de la noble aragonesa. Pero, ante la negativa papal y dominado por un impulso visceral, el rey asume su ruptura con el pontificio y se declara cabeza visible de la iglesia anglicana. Desde este instante, la historia que narra Ana Bolena no hace más que dramatizarse a la espera de un desenlace conocido, que se fragua desde la traición perpetrada por el poeta Mark Smeaton (Ferdinand von Allen) cuando acusa a la nueva reina de mantener relaciones con Enrique Norris (Paul Hartmann) y con él mismo. Sin embargo, nada de lo dicho por el poeta es verdad, salvo el amor no consumado entre Norris y Ana, porque ella ha escogido ser reina en lugar de una vida en común con aquel a quien desea, de modo que asume su nueva posición al lado del monarca sin saber que sus días y su destino están marcados por la intervención de los celos de Smeaton y por la volátil apetencia de su regio esposo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario