viernes, 17 de julio de 2015

La hija de Ryan (1970)


Las playas, sin edificios que las acosen, solo con la naturaleza costera como testigo de su belleza y abiertas al horizonte marino, con su arena fina, el sonido del viento, el azul y otras tonalidades sobre el caminante, y las olas que borran los pasos dados, susurran nostalgia, sueños, un viaje, quizá su deseo peregrino, de libertad. No sé, ignoro cómo llamar a ese contacto con la naturaleza, instante mágico o romanticismo edulcorado y provocado por la mente humana, pero paseadas en soledad o en íntima compañía, la comunión con esas playas salvajes va mucho más allá del espacio físico que se camina. Esa sensación, que conecta el espacio físico y el mental, la capta David Lean en La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970).



Aparte de un supuesto estudio objetivo, el arte conlleva la subjetividad de quien lo analiza, lo que provoca que algunas obras, aquellas que no encajan dentro de los parámetros establecidos por las modas del momento en el que se valora o por quienes aseguran ser expertos en la materia, se desprecien, se ignoren o no se aprecien en su justa medida; aunque, ¿quien puede precisar, sin errar, la medida justa de los intangibles de cualquier obra artística? Esta situación se ha repetido con frecuencia en todos los medios artísticos, entre ellos el cine, lo que ha deparado “injusticias” que solo posteriores análisis (más complejos y detallados que los apurados por el instante) han discutido, corregido, completado o situado en perspectiva. Partiendo de que no todo cine es arte, ni pretende serlo, y que cualquier crítica es incompleta y se ajusta a la comprensión, reflexión y conocimientos sobre el tema de quien la apunta, dentro del ámbito cinematográfico, películas como La hija de Ryan (Ryan's Daughter, 1970) recibieron las críticas de especialistas cuya supuesta objetividad se basaba en conocimientos, pero también en gustos y en limitaciones cognitivas y sensitivas que, a la postre, determinaron su “desprecio” hacia la que probablemente sea la producción más personal y, aunque dominen los espacios exteriores, la de mayor intimidad visual en la filmografía de David Lean. Una de las causas que quizá explique esta actitud  crítica podría encontrarse en que esperaban la grandilocuencia de sus anteriores superproducciones y se encontraron ante la falta de épica, que asoma en determinados momentos de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) y de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), incluso en la ausencia de la pureza romántica y sublime que existe en Doctor Zhivago (1965); pero considero más plausible que el principal motivo crítico residiese en la incapacidad de aunar como parte de un todo la belleza del paisaje, la creatividad del cineasta, la música de Maurice Jarre, la fotografía de Freddie Young, la realidad que rodea a los personajes, el deseo que reprimen o liberan y los simbolismos que encierran las imágenes que dan forma a este largometraje nacido de la evolución de un cineasta que, desde sus inicios, se decantó por mostrar la interioridad de sus personajes y el deseo que persiguen o les condiciona.



Como había hecho en 
Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), Amigos apasionados (The Passionate Friends, 1949) o Doctor Zhivago (1965), Lean expuso en La hija de Ryan un triángulo amoroso en el que sus vértices se enfrentan a un conflicto interno que, en este caso concreto, se desarrolla dentro de uno externo (la ocupación inglesa de Irlanda en el año 1916). Pero dicha interioridad se encuentra condicionada por la omnipresencia del paisaje físico, ya que la naturaleza (el mar, el viento, las rocas o la arena de la playa) domina la pantalla como si presagiará que la idea romántica de Rosy Ryan (Sylvia Miles) se encuentra a merced de fuerzas ajenas a ella misma, dando lugar a una realidad distinta a la imaginada antes de su matrimonio con el profesor Charles Shaughanessy (Robert Mitchum), su amor platónico desde niña. El paso del mundo infantil al adulto genera en Rosy la frustración que significa descubrir que su sueño o anhelo no puede cumplirse dentro de la cotidianidad que comparte con el maestro interpretado por Mitchum —un papel en las antípodas de los tipos duros que le dieron fama—, ya que Charles no satisface ni las necesidades físicas ni emocionales de una mujer que calma su desesperación en brazos del mayor Doryan (Christopher Jones), alcanzando de ese modo un momento efímero de plenitud que se rompe cuando ambos comprenden que sus heridas internas no pueden curarse dentro de ese entorno marcado tanto por la naturaleza física como por la humana.

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