martes, 24 de noviembre de 2015

El precio de la gloria (1926)


Como en todas las guerras, en la Primera Guerra Mundial hubo
 heridos, muertos, víctimas civiles, desertores e incluso hubo quien tuvo la fortuna de salir ileso, pero esta fue una contienda distinta a las anteriores. El campo de batalla se extendía por la práctica totalidad del continente europeo, incluyendo ciudades y pueblos, y el número de víctimas se contó por millones, y tanto los soldados como los civiles experimentaron la miseria de un conflicto armado que cambió su concepto de la guerra, de la vida y de la muerte. Sin entrar en detalles, y realizando una analogía infantil, durante los primeros compases del enfrentamiento los mandatarios de ambos bandos sacaron pecho como si estuvieran en el patio de un colegio, que si la pelota es mía y el partido va a concluir con una victoria rápida. En definitiva, los responsables de esta sangrienta partida bélica no tenían ni idea de las reglas del complejo y sangriento juego que habían organizado. Ni en sus peores predicciones contemplaron que el conflicto se prolongaría durante años y, menos aún, que este se estancaría en frentes inamovibles donde los soldados aguardaban entre el frío invernal y el calor estival, el hambre y el miedo diario, la orden de un sacrificio que sabían inútil, porque, al contrario que quienes dirigían la contienda desde una cómoda distancia, los soldados de ambos bandos vivían en las zanjas que lindaban con la tierra de nadie donde amigos, compañeros y desconocidos, aliados o rivales (pero iguales en la lucha y en su pérdida de inocencia), hallaban desesperación y muerte. Entre aquellos jóvenes combatientes que sufrieron en las trincheras se encontraban Robert Graves, Erich Maria RemarqueJarolasv HasekLouis-Ferdinand CélineJ.R.R.Tolkien o Laurence Stallings, escritores y futuros escritores que, al igual que el resto de movilizados o voluntarios, fueron protagonistas y testigos de las penalidades de la batalla, de la inutilidad de las tácticas obsoletas empleadas por sus superiores, los adelantos tecnológicos (cañones de mayor calibre y alcance, gases tóxicos o los primeros tanques y aviones de combate), de la destrucción indiscriminada de construcciones civiles, de la hambruna, de la fiebre de las trincheras y de otras cuestiones que Graves recordó en en las páginas de Adiós a todo eso (Goodbye to All That; 1929), Remarque novelizó en las de Sin novedad en el frente (Im westen nitchs neues, 1929) Hasek satirizó en las de El buen soldado Svejk (Osudy dobreho vojáka Svejka za svetové valky, 1921) o Stallings describió en Plumes (1925), una novela de tintes autobiográficos que dio pie al guión de El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925). Stallings también fue el responsable del drama antibelicista What Price Glory, escrito en colaboración del dramaturgo Maxwell Anderson y estrenado en Nueva York en 1924. Alabado por la critica y respaldado por el público, su éxito fue tal, que el productor William Fox desembolsó una cantidad desorbitada para adquirir los derechos de su adaptación cinematográfica que sería realizada por Raoul Walsh, que acababa de firmar un contrato que le unía por siete años a la Fox. <<Recuerdo que aquel proyecto me sorprendió mucho puesto que yo no tenía ninguna experiencia en la dirección de productos teatrales>>, escribió el director en sus memorias El cine en su manos (Each Man in His Time; 1974), pero, a pesar de su inexperiencia en adaptaciones teatrales, Walsh hizo lo que mejor sabía hacer, narrar con fluidez y desde una perspectiva puramente cinematográfica, combinando imágenes realistas del campo de batalla y otras más intimistas, que muestran las emociones de los personajes, sus reacciones ante el conflicto y la rivalidad que mantienen los dos sargentos protagonistas desde el inicio del film. 


En una breve sucesión de escenas se observa a Flagg (Victor McLaglen) en clara desventaja respecto a Quirt (Edmund Love), más refinado y apuesto, dos características que este emplea para arrebatar a su compañero de armas sus conquistas femeninas. Esta constante continúa cuando estalla la Gran Guerra y ambos vuelven a coincidir en un pueblo próximo al frente francés. Allí, los dos desean a Charmain (Dolores del Río), una joven que traba amistad con Flagg, en ese instante ascendido a capitán, pero que se enamora de Quirt cuando este es destinado a la compañía de su rival. Como consecuencia resurge el conflicto entre ellos, paralelo al global, sin embargo, y a pesar de la tensión que se palpa en el ambiente, ambos se admiran y se reconocen como iguales. Pero lo más interesante del film no se encuentra en la atracción-rechazo que domina en el triángulo amoroso, sino en las vivencias de los soldados que componen la compañía del capitán, en ellos recae el humor, la tragedia y el sentir de los autores hacia el conflicto. Por ello, aparte de la rivalidad tras la que se esconde la amistad entre los suboficiales, El precio de la gloria plantea una pregunta que remite a su título: ¿cuál es el sentido de la guerra y el alto precio a pagar por esos jóvenes que dejan en el campo de batalla sus ilusiones y su inocencia? Y su respuesta provoca el tono desmitificador que vertebra una historia que pone de manifiesto el sinsentido de una contienda también rechazada en otros clásicos de la época como Yo acuso (J'acusse!; Abel Gance, 1919), la ya citada El gran desfile (The Big Parade; King Vidor, 1925) o las sonoras Cuatro de infantería (Westfront 1918: Vier von der infanterieG.W.Pabst, 1930) y Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front; Lewis Milestone, 1930). Veintiocho años después de su estreno en Nueva York, otro de los grandes cineastas de Hollywood, John Ford, realizaría su propia adaptación de What Price Glory, mientras que Raoul Walsh retomaría los personajes de los sargentos en El mundo al revés (The Cock-Eyed World, 1929) y ¡Vaya mujeres! (Woman of All Nations, 1931), dos películas carentes de la fuerza narrativa y del antibelicismo de este largometraje.

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