jueves, 7 de enero de 2016

Campanadas a medianoche (1964)



Desde su infancia hasta su muerte en 1985, Orson Welles siempre tuvo presente a William Shakepeare, ya fuese en sus montajes escolares, en los profesionales, en las adaptaciones radiofónicas o en sus proyectos cinematográficos, algunos de los cuales nunca pudo llevar a cabo, como sería el caso de El rey Lear que tenía en mente cuando falleció. Pero de los que sí filmó, Campanadas a medianoche se descubre como la más libre y personal de sus aproximaciones al dramaturgo inglés, no solo porque en ella mezcló varias de las obras de Shakespeare de un modo similar al montaje teatral que había estrenado cuatro años antes de convertirlo en película, sino porque su Falstaff, el protagonista de la historia, refleja parte de su sentir sin perder de vista la esencia del autor de Hamlet. En este personaje Welles expuso la evolución de una relación de amistad, que se inicia desde la comicidad, en la que se describe a Falstaff como un juerguista borrachín con tendencias al robo y a la exageración, pero vitalista y de gran corazón, mientras comparte sus tiempo y sus cuentos con el príncipe Hal (Keith Baxter), el heredero a la corona de Inglaterra. Con este joven vive aventuras y la ilusión de un sentimiento que será traicionado por el futuro monarca en el momento que suba al trono, una traición que conlleva la transformación y la desilusión del bonachón, al comprender que el lazo que creía irrompible se hace añicos. La complejidad de Campanadas a medianoche va más allá de su puesta en escena y de la acertada mezcla de los textos del poeta inglés que dan forma a la película, porque dicha complejidad nace de la experiencia vital de un cineasta que expuso parte de su sentir en el personaje que interpretó en la pantalla, un bufón sin malas intenciones, exagerado, mujeriego y un tanto tramposo, pero siempre libre e inocente respecto a cuanto le rodea, ya sea la lucha por el poder que se desata a su alrededor, en una batalla que enfrenta a los soldados leales a la corona y a los amotinados que siguen a Henry Percy (Norman Rodway), o en el rechazo de su joven amigo, capaz de renegar su amistad porque con su negativa reniega de un tiempo pasado que no tiene cabida ni en su presente ni en su futuro de poder y gloria. Pero, antes de que esto ocurra, estar en compañía de Falstaff proporciona al joven príncipe la libertad que no encuentra al lado de su padre (John Gielgud), quien lo obliga a asumir su condición social, la misma de la que se desentiende cuando comparte su tiempo con su compañero de juergas, un hombre desinteresado incapaz de pensar que su pupilo lo utilice como vía de escape para una realidad que inicialmente se niega asumir, pero, cuando lo hace, significa el final de un periodo que se despide con la triste mirada de quien ha perdido la inocencia que le daba vida y lo convertía en un ser distinto a cuantos asoman por la pantalla de la que sería la última adaptación shakespeariana filmada por Welles.

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