jueves, 31 de marzo de 2016

Policía Python 357 (1976)

El policíaco francés encontró en Jean-Pierre Melville a su principal referente. Su narrativa y sus personajes, silenciosos en su estéril enfrentamiento con la fatalidad que rige sus destinos, influenciaron a cineastas como Alain Corneau, quien, en la notable Policía python 357, tomó prestadas características del cine de su compatriota para crear un falso culpable que no desentonaría en las intrigas de Alfred Hitchcock. La sombra de ambos realizadores, diferentes en su concepción cinematográfica, confluyen en el personaje interpretado por Yves Montand, un policía meticuloso y solitario a quien, durante los títulos de crédito, se observa preparando su desayuno al tiempo que fabrica las balas para su 357, como si ello formase parte de su quehacer diario. Su profesionalidad y la ausencia de cualquier interés más allá de su trabajo quedan definidas poco después, cuando en la nocturnidad se enfrenta, sin más apoyo que el de su revólver, a dos ladrones a quienes ha seguido la pista durante más de un año. Por si fuera insuficiente para resaltar su plena dedicación y su falta de vida personal, Marc Ferrot afina su puntería en el campo de tiro, práctica que reafirman su solitaria cotidianidad, su entrega absoluta a la labor policial y la falta de tiempo para interesarse por sus deseos, sus limitaciones o sus necesidades, aunque, como consecuencia de su primer encuentro con Sylvia Leopardi (Stefania Sandrelli) la noche del arresto, en su mente se genera la idea de cambiar su rumbo existencial. Tras la presentación del protagonista se accede a la primera parte del film, en la que se expone su romance con la fotógrafa y cómo esta mantiene otra relación con un hombre de quien el policía solo conoce su existencia. Los lugares visitados por la pareja o las experiencias compartidas, en apariencia triviales, resultan indispensables para dar forma a la intriga que se desarrolla a partir del asesinato de la joven a manos del comisario Ganay (François Périer). Como consecuencia del homicidio, Marc se convierte en sospechoso del crimen, todas las pruebas lo señalan como autor, circunstancia que lo emparenta con los inocentes perseguidos en las películas de Hitchcock, pero de quienes se diferencia en dos aspectos: él mismo se investiga y nadie conoce su identidad como sospechoso. Y, como aquellos, Ferrot asume riesgos para salir indemne del fatalismo existencial que persigue a los protagonistas del polar francés, una imposibilidad que se confirma con la muerte de Sylvia, de quien se había enamorado y con quien había iniciado la relación clandestina que deseaba llevar más allá de sus citas a escondidas. No obstante, el fallecimiento de su amante pone fin a cualquier ilusión e inicia el duelo a contrarreloj que le enfrenta a sí mismo y a Ganay, quien, al igual que su subordinado, manipula la investigación para incriminar al otro amante de la fallecida. El inquietante planteamiento de Alain Corneau aumenta la desorientación de Ferrot como también lo hace con la sensación de acorralamiento e impotencia que lo domina mientras se investiga a sí mismo, metáfora de la búsqueda de su identidad pérdida, que parece alcanzar su máxima expresión cuando se ve obligado a desfigurar su rostro para evitar ser reconocido por un testigo. El desdoblamiento del protagonista se manifiesta en su intención de encontrar al asesino al tiempo que se oculta para no ser descubierto, de tal manera que da largas a sus compañeros, se aferra a su tesis de un segundo amante o investiga en la sombra a la espera de hallar esa pista que le permita descubrir al verdadero culpable, hechos que crean la ambigua y desconcertante atmósfera que comparte con su superior y con Thérèse (Simone Signoret), la mujer, la cómplice y la consejera del comisario.

martes, 29 de marzo de 2016

El vuelo del Fénix (1965)



Las situaciones expuestas por 
Robert Aldrich en sus películas encuentran su razón de ser en la presencia de antihéroes enfrentados a su entorno y a las circunstancias inusuales que provocan sus continuos choques antagónicos, parte fundamental de tramas en apariencia sencillas. Pero, tras su aparente sencillez argumental, en cualquiera de sus films predomina la complejidad de un cineasta reflexivo, de narrativa contundente, y tan escéptico como lo son sus protagonistas, que interpretan su relación con el orden establecido desde el alejamiento y el rechazo, el cual enfatiza sus individualidades dentro de comunidades reducidas como la mostrada en El vuelo del Fénix (The Flight of the Phoenix, 1965). Esta película parte de la idea del accidente aéreo en el desierto para ahondar en la interioridad de los supervivientes, a quienes se observa desde su rechazo inicial, cada uno va a lo suyo, hasta su inevitable aceptación de grupo. Condenados a perder su individualidad dentro del medio hostil donde se encuentran atrapados, los supervivientes del vuelo aúnan esfuerzos y aparcan diferencias para salir de allí con vida, porque solo cuando se produce su unión se sienten más cerca de lograrlo. Esta circunstancia, que asocia iguales, pero también opuestos, ya fue esbozada en Veracruz (Vera Cruz, 1954), en la que dos mercenarios antagónicos colaboran en la consecución de un mismo fin, hecho que, entre otras, volvería a presentarse en Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), cuyos convictos se igualan en su repulsa hacia la autoridad que ellos representan en el mayor Reisman, quien, igual de indisciplinado, los guía en la misión suicida y homicida que el alto mando legitima cuando pretende sacar partido a la violencia que poco antes les habría condenado al patíbulo.


Cada espacio por donde transitan estos y otros antihéroes de Aldrich, o donde se encuentra atrapados, les afecta de maneras distintas, pero siempre sacando a relucir miedos, complejos, traiciones o su eterna confrontación con el orden establecido o con quienes lo representan. Pero la perspectiva asumida por el cineasta ni juzga comportamientos ni emociones, como tampoco juzga a los hombres del Fénix, que actúan condicionados por el medio externo-interno que les supera y provoca que sus diferencias se acentúen durante buena parte de su estancia en ese paraje inhóspito. Aldrich representó esta circunstancia sobre todo en dos personajes: Dorfmann (Hardy Kruger), el ingeniero alemán, que asume un liderazgo que inicialmente no le corresponde, y Towns (James Stewart), el piloto y líder del grupo hasta que el alemán ofrece a sus compañeros la ilusión de regresar a la civilización. Este asegura estar capacitado para construir un transporte aéreo a partir de los restos del avión siniestrado; tal idea choca con el pensamiento escéptico del piloto, que ni cree en las palabras del aeronauta ni acepta de buen grado que su tiempo haya pasado y, por lo tanto, deba apartarse para dejar vía libre a intelectuales como Dorfmann. Este choque cultural y generacional, permite confrontar el mundo teórico representado en el ingeniero y el práctico al que se aferra Towns, a pesar de someterse por el bien de la moral de aquellos con quien comparte espacio mientras cada cual intenta encontrar una salida que, aunque desesperada y puede que inútil, resulta necesaria para alejar la certeza de que todos morirán en esa árida extensión donde su individualismo desaparece para dar paso al colectivo y a un optimismo que, por extraño que parezca, no desentona dentro de la obra del cineasta, y no lo hace porque los personajes solo aceptan su nuevo estado cuando este se impone como única vía de escape, realidad que también se observa en otras películas del director de Apache y que en El vuelo del Fénix alcanza una de sus máximas expresiones, ya que, tras esa necesidad común, que se antepone a su naturaleza, se esconde la certeza de que solo así su individualidad podría sobrevivir más allá del espacio opresivo donde se desarrolla su desventura.

lunes, 28 de marzo de 2016

La sombra del caudillo (1960)


A principios del siglo XX, México vivía un periodo de miseria y desigualdad social extrema. A la falta de un sistema educativo que ayudase a paliar la situación, habría que sumarle las humillaciones sufridas por el campesinado a manos de los caciques, que poseían la práctica totalidad de las tierras cultivables, y las injusticias sociales consentidas y potenciadas por el gobierno de Porfirio Díaz. Con este panorama era cuestión de tiempo que las ideas revolucionarias estallasen en un conflicto armado, solo hacía falta que alguien prendiese la mecha. El cinco de octubre de 1910 Francisco Ignacio Madero lo hizo, al renegar de la autoridad de Díaz y asumir la presidencia provisional, a la espera de que el pueblo pudiera elegir a sus representantes en elecciones libres y democráticas. Este paso inició el levantamiento popular que derrocó a Porfirio Díaz, aunque la estabilidad política no se consolidaría hasta 1930. Durante aquellos años se produjeron sucesiones en la presidencia, asesinatos y nuevas revueltas. En 1913, poco después de ser elegido en las urnas, Madero y su vicepresidente José María Pino fueron asesinados por orden de Victoriano Huerta y Félix Díaz, y una vez más las armas cobraron protagonismo en suelo mexicano, en una lucha civil en la que también tomó parte Martín Luis Guzmán. El escritor combatió a las ordenes de Francisco Villa, aunque, un año después, las circunstancias lo obligaron a exiliarse en España para hacerlo poco después en los Estados Unidos. En su ausencia, la inestabilidad continuó y los enfrentamientos se cobraron nuevas víctimas, entre ellos el popular líder agrarista Emiliano Zapata, asesinado en 1919 durante una emboscada perpetrada por hombres del presidente Carranza (a su vez asesinado en 1920). Por aquel entonces, Guzmán regresó a su país y continuó siendo testigo de la evolución (o involución) de las ideas revolucionarias, pero no tardó en volver a asumir protagonismo al ser elegido diputado, cargo que ocupó hasta diciembre de 1923. Pero, una vez más, la situación política, Adolfo de la Huerta se había rebelado contra el presidente Álvaro Obregón, precipitó su segundo exilio en España (1925-1936), donde no perdió contacto con su tierra natal ni con los hechos que en ella se vivían.


Fue durante esta etapa cuando escribió su libro autobiográfico El águila y la serpiente (1928), en él narró parte de sus experiencias revolucionarias, y la novela La sombra del caudillo (1929), que ahonda en los entresijos de la política mexicana y en la lucha por el poder que se desata durante la sucesión del caudillo al que alude el título. El líder ficticio apenas asoma por las páginas del libro, aunque su sombra se encuentra presente en los hechos que se narran, como también lo está en la adaptación a la gran pantalla realizada por Julio Bracho en 1960. Pero, al igual que sucedió con la novela en su momento, La sombra del caudillo cinematográfica fue prohibida en México, lo que provocó que su estreno oficial no se produjese hasta treinta años después del rodaje
. A pesar de su tardía proyección, la película de Bracho sobrevivió a su condena sin perder vigencia ni atractivo (como tampoco lo ha hecho la recomendable novela que la inspiró). La trama, desarrollada entre 1920 y 1930, muestra los intereses enfrentados dentro de un entorno en apariencia democrático, dominado por las ambiciones de unos, las traiciones de otros o la corrupción de aquellos que también atentan contra el general Aguirre (Tito Junco), a quien se ataca desde la difamación y la violencia, consentidas por aquel cuya sombra se extiende para imponer sus dictados y a su sucesor. Esta circunstancia genera la trágica lucha entre el bando hilarista y el aguirrista, que se olvidan de cualquier aspecto que no sea el alcanzar el poder que el general no desea, porque, a pesar de ser ministro de la Guerra, ni le interesa la política ni es un idealista.


Al 
inicio del film, se observa a Aguirre despreocupado, coqueteando desde su automóvil con Rosario (Bárbara Gil), a quien sí desea y con quien se muestra seguro, como si el mundo le sonriera, ajeno a la tormenta atmosférica que se desata en ese instante y que presagia otra más peligrosa. Las siguientes imágenes lo muestran en su oficina, recibiendo la visita de diferentes políticos y militares que le prometen su apoyo incondicional si se presenta a la presidencia. El oficial no contempla tal idea, pero, cuantos asoman por la pantalla y por las páginas de la novela, se empañan en empujarle hacia la aceptación del nombramiento. Todos, salvo el propio Ignacio Aguirre y su amigo el diputado Axkaná González (Tomás Perrín), dan por hecho su candidatura, causa que desata la tormenta política que lo pone entre la espada y la pared, a pesar de sus continúas negativas a convertirse en el sustituto de aquel para quien ha trabajado y a quien, en su pensamiento iluso, le une un lazo de amistad inexistente, como demuestran las consecuencias que acarrean los intereses ajenos que lo obligan a asumir su enfrentamiento con en el caudillo (Miguel Ángel Ferriz) y con su candidato el general Hilario Jiménez (Ignacio López Tarso). Apoyado por el líder de país, Jiménez emplea métodos represivos para frenar a su homólogo y rival, de tal manera que se sella el destino de Aguirre, de Axkaná y de los amigos que lo apoyan, ya que a partir de ese instante se desatan los atropellos que se suceden a lo largo de una película comprometida y censurada sin explicación, aunque esta podría encontrarse en la demoledora crítica que Bracho heredó de la novela de Guzmán, la cual profundiza desde su narrativa fluida, pero implacable, en la inestable política que Olivier, líder del partido radical, asegura <<no conjuga más que un verbo: madrugar>>, porque, vistos los acontecimientos acaecidos a lo largo de los años, es consciente de quien madruga a la hora de asestar el primer golpe, tiene vía libre para alcanzar el poder.

domingo, 27 de marzo de 2016

Esa pareja feliz (1951)



Como cualquier otro medio de expresión de ideas, el cine no es ajeno a la realidad de su momento y, aunque quisiera, no podría serlo, porque quienes lo realizan son hombres y mujeres que viven durante ese periodo que marca su comprensión de cuanto observan e interpretan en las imágenes que dan forma a sus comedias, a sus dramas o a sus fantasías.
 Esa pareja feliz (1951) es un ejemplo de ello, pero, además, presenta el interés añadido de ser el debut en la dirección de dos figuras claves de la cinematografía española. En la década de 1950 algunos cineastas, entre ellos Juan Antonio BardemLuis García Berlanga, tenían claro que el cine español necesitaba modernizarse y, para fijar el rumbo a seguir, en 1955 se reunieron con otros realizadores en Salamanca. Pero hasta entonces pocas habían sido las producciones que mostraron la realidad social como parte fundamental de las tramas, quizá la más conocida del periodo anterior a las conversaciones salmantinas sea Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951). A raíz del éxito internacional de Muerte de un ciclista (1955) se produjo un incremento en el realismo cinematográfico español, pero la dictadura no apoyaba este tipo de películas, por lo que no llegó a existir una intención de representar la realidad o de capturarla como el neorrealismo desarrollado en Italia a partir de 1945, o, ya en la década siguiente, el free cinema en Inglaterra. A pesar de la falta de apoyo institucional, sí hubo intentos de mostrar la cotidianidad, sobre todo en comedias que la empleaban como telón de fondo, pero con la intención de evidenciar las circunstancias sociales que afectan a las vidas de sus protagonistas. Pioneras en este tipo de películas son El último caballo (Edgar Neville, 1950) y el primer largometraje de Bardem y Berlanga, por aquel entonces dos jóvenes con intenciones comunes, aunque con visiones y pensamientos diferentes, como quedaría reflejado en sus carreras en solitario. Pero en Esa pareja feliz unieron sus talentos y sus inquietudes para apostar por la ruptura con la inercia predominante, un soplo de aire fresco que cobró forma en esta farsa desenfadada en la que 
Bardem se encargó de la dirección de actores y Berlanga de la parte técnica. La mezcla de realismo social, cercano al primer Bardem, y la sátira, siempre presente en las películas de Berlanga, combina humor y amargura para enfrentar la decepción presente del matrimonio protagonista con la ilusión de su pasado, que se muestra en varias analepsis, cuando, en su inocencia, la pareja imaginaba la felicidad como algo posible y eterno.


La sátira que se muestra condena a sus protagonistas a compartir una existencia que confirma que sus sueños de felicidad no se han cumplido, de modo que esta realidad genera la frustración de Juan (Fernando Fernán Gómez) y sus continúas discusiones con Carmen (Elvira Quintillá), confiada en que la suerte que se les niega acabará por llamar a su puerta, sin embargo, como se observa en los flashbacks, el único que llama es el cobrador de la academia en la que el protagonista cursa estudios. La mezcla de realismo social, cercano al primer Bardem, y de sátira, siempre presente en las películas de Berlanga, combina humor y amargura para exponer la cotidianidad del matrimonio protagonista, que, a la pérdida del trabajo de Juan y a su condición de realquilados, tema que Marco Ferreri y Rafael Azcona expondrían con gran acierto en El pisito (1958), habría que sumarle la presencia de personajes que se aprovechan de sus ilusiones y de su ingenuidad. En esta mezcolanza de intereses autorales reside el acierto de una comedia que apostó por el realismo cómico para preguntar ¿qué es la felicidad? ¿Cuánto puede durar? ¿Y si esta tiene cabida en un entorno que cambia las ilusiones por la desilusión que lo define? Para el matrimonio, la felicidad es un estado ilusorio representado en el pasado que choca con su presente, que les obliga a superar diferencias y limitaciones, algo que logran gracias al cariño y a la certeza de que al menos ellos se tienen el uno al otro, y este sería el principio de su fortuna, aunque sea tan efímera e ilusoria como el premio al que alude el título de la película.

jueves, 17 de marzo de 2016

Armas al hombro (1918)


Sin su sombrero hongo y sin su bastón, pero con casco de acero y fusil, ver a
Charles Chaplin en las trincheras es sinónimo de risa, sí, pero también una forma distinta de adentrarse en la dura cotidianidad del frente donde, como cualquier otro soldado de a pie, su personaje sufre las precarias condiciones que descubre después de recibir su instrucción en un campo de entrenamiento en el que, aparte de no dar una, se tumba a descansar. Desde ese espacio de adiestramiento y sueño el soldado chaplinesco accede a primera línea y a las zanjas que, durante la siguiente media hora de metraje, sirven de escenario para que el responsable de Armas al hombro (Shoulder Arms, 1918) convierta a su antihéroe solitario, ingenuo y soñador, en héroe victorioso, circunstancia excepcional e inusual dentro de su cine, pero necesaria para alcanzar el fin perseguido por el genio de Luces de ciudad (City Lights; 1931). En ese espacio de destrucción se suceden escenas cómicas inolvidables, como aquella en la que se las ingenia para dormir bajo el agua que inunda su topera o aquella otra que expone su incursión arbórea tras las líneas enemigas, dos muestras del sobrado talento de un humanista que filmó la monotonía del frente desde la comicidad pacifista que da forma a su película.


Rodada meses antes de la conclusión de la Primera Guerra Mundial, y estrenada siete después de que 
David Wark Griffith hiciese lo propio con su melodrama propagandístico Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), Chaplin ideó este magistral mediometraje como medio para ofrecer al espectador el discurso pacifista que caricaturiza la sinrazón y las precarias condiciones de vida en las trincheras. Allí se descubre a su álter ego cinematográfico recibiendo de su hogar un queso maloliente, que no tarda en arrojar sobre el rostro del enemigo, afinando su puntería, mientras soporta el sinsentido cotidiano que ya no le afecta, o simplemente descorchando una botella de licor (con ayuda de una bala alemana) a la espera de la orden de salir a esa tierra de nadie y de todos que le separa de sus oponentes, aunque también iguales. Entre tanto gag bélico, se desarrolla la historia de amor entre el pequeño soldado y la joven francesa interpretada por Edna Purviance, la única inquilina de la vivienda destrozada por los morteros donde Chaplin vuelve a conciliar el sueño, una vez más dentro de una película realizada por un soñador. Este romance se gesta mediante la mímica, que no entiende de idiomas, y se confirma con la certeza de que ambos son víctimas de las circunstancias de un presente devastador. Pero el idilio imposible no puede ir más allá de las primeras sonrisas, porque ambos son sorprendidos por una patrulla alemana que arresta a la joven. En esta tesitura, el ingenuo idealista se lanza al rescate y de una sola tacada salva a la chica, a su compañero y captura al Kaiser (Sydney Chaplin), a quien propina una patada en sus posaderas como quien dice "¡Guille, basta ya de tanta tontería y de tanta guerra!", un modo muy chaplinesco de poner punto y final a la contienda e insertar su deseo de <<paz en la tierra, buena voluntad a toda la humanidad>>, anhelo y sueño similar al que, veintidós años después, pronunciaría en El gran dictador (The Great Dictator; 1940).

lunes, 14 de marzo de 2016

Si no amaneciera (1941)


Ni fue la primera ni sería la última vez que un realizador o una de las estrellas del reparto cambiasen aspectos del guion para servir a sus intereses artísticos o personales, como tampoco sería una sorpresa que un productor o un guionista intervinieran en las decisiones del director y alterasen parte de lo que este había rodado. Pero a
Billy Wilder los cambios realizados por Mitchell Leisen en Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941) no le agradaron, más aún, le molestaron hasta el extremo de “obligarle” a presionar a los directivos del estudio para que le permitieran dirigir sus guiones, objetivo que alcanzaría al año siguiente en El mayor y la menor (The Major and the Minor; 1942). Pero, a pesar de los reproches de Wilder hacia las decisiones asumidas durante el rodaje de la película, no se puede negar el talento de Leisen a la hora de poner en escena comedias tan logradas como aquellas que lo auparon a su privilegiada posición dentro de la Paramount o dramas como este, que se inicia en esos mismos estudios, cuando un desconocido irrumpe en uno de los platós para vender su historia al realizador interpretado por el propio Leisen, a quien, durante un descanso del rodaje de Vuelo de águilas (I Wanted Wings; 1941), expone los hechos que lo han conducido hasta allí.


Como consecuencia del encuentro entre Leisen y el personaje, las imágenes de
Si no amaneciera se desarrollan a lo largo del flashback que ocupa la práctica totalidad de su metraje. Durante este retroceso temporal se descubre a Georges Iscovescu (Charles Boyer) en la frontera mexicana, a la espera del visado que posibilite su entrada en los Estados Unidos. Sin embargo, las autoridades le informan de que el cupo de inmigrantes rumanos está cubierto, así que "solo" tendrá que aguardar ocho años para acceder al país y a un nuevo comienzo. Durante los primeros compases de su narración se muestra el letrero del <<Hotel Esperanza>>, pero, cuando la cámara se centra en la asistenta del establecimiento abriendo la puerta de una de las habitaciones, el cuerpo de un cliente que cuelga de una soga indica que se trata de un lugar de desesperación y de interminable espera, similar a la que Iscovescu experimenta durante los siguientes cinco meses, los cuales omite para avanzar su relato. Se sobreentiende que, para él y para los hombres, mujeres y niños que allí se alojan, la situación resulta una condena, sin lugar a donde ir y sin un futuro al que aferrarse, porque se les niega un presente que les aparte de la decepción y de la frustración de saber que no cuentan para nadie. Sin embargo, este hombre, supuesto bailarín de profesión, se reencuentra con Anita Dixon (Paulette Goddard), quien le proporciona la idea que se convierte en el eje motor de su pensamiento: entrar en los Estados Unidos por vía matrimonial.


Casarse con una ciudadana estadounidense es su prioridad y sabe cómo conseguirlo, embaucando a una mujer, no en vano había vivido de ellas hasta que, obligado por la Segunda Guerra Mundial, abandonó Francia. Desde ese instante, el vividor busca alguna inocente a quien engañar, y la encuentra en Emmy Brown (
Olivia de Havilland), una maestra que se deja engatusar por la idea de un matrimonio feliz al lado de alguien que la aleje de su solitaria monotonía, sin plantearse que para Georges solo es el medio que le permite alcanzar su meta. La situación expuesta por Leisen desvela el cómo, ante la desesperación, Iscovescu asume saltarse el proceso administrativo de un país levantado por inmigrantes, aunque en el presente de Si no amaneciera ha restringido la entrada y construido un muro físico que simboliza el distanciamiento entre la comodidad que se vive dentro de sus fronteras y la miseria en la que se encuentran los parias del Hotel (des)Esperanza. Sin embargo, mientras el resto de clientes esperan resignados, el conquistador rumano, en su anhelo, asume una decisión que no contempla más sentimientos y necesidades que las suyas, por eso en ningún momento duda a la hora de utilizar a esa mujer que anhela sentirse querida y especial. Ambos deseos, a primera vista distantes, nacen del egoísmo y de la necesidad, aunque en Emmy fluye de modo inconsciente, fruto de su inocencia y de su fantasía, mientras que en su pareja se comprende consciente y forzada por la realidad que vive. Aunque, durante su huida del inspector Hammock (Walter Abel), agente de inmigración, las intenciones y el afecto del buscavidas se transforman para dar pie a una historia de amor que se convierte en el centro de un sólido drama que expone con crudeza un tema siempre actual y siempre presente en el cine.

sábado, 12 de marzo de 2016

Fraude (1973)


Gracias a la continua reposición de sus películas, a las entrevistas y a los numerosos estudios sobre su obra, en la actualidad resulta más sencillo acercarse a la filmografía de Orson Welles, a quien hoy se alaba, pero a quien durante años se juzgó desde una perspectiva a menudo errónea, como consecuencia de la polémica que generaba su ego, su talento y su afán por ir a contracorriente. Pero, ¿no son parte de aquello que define a cualquier creador en busca de la honestidad y de su identidad artística? La valía y la importancia de su cine se encuentra fuera de toda duda, no solo por ser el autor de Ciudadano Kane, sino por su capacidad creativa e intención innovadora. Esta constante de ir un paso más allá, se materializó en su famoso debut, pero también en su despedida cinematográfica y en producciones como Mister Arkadin o Campanadas a medianoche. En Fraude (F for Fake) el cineasta tomó como punto de partida el documental emitido por la BBC Elmyr, The True Picture?, del cual empleó imágenes para dar forma a su reflexión fílmica sobre la realidad y el arte. Pero la película resultó un desastre en la taquilla como consecuencia de esa misma intención renovadora, de compleja ejecución y difícil comprensión para quienes no supieron captar la propuesta de quien se presentaba en la pantalla confesando ser <<un charlatán...>>, su manera de introducir al ilusionista que emplea las palabras, las imágenes, el montaje o la actuación, como parte de los trucos que desvían o dirigen la atención y dan forma a realidades que no dejan de ser ilusorias.


Su ensayo fílmico sobre realidad y ficción, conceptos en apariencia distantes y distintos, aunque menos de lo que sus definiciones pretenden, plantea cuestiones como ¿qué es real y qué ilusorio? ¿Qué versa y qué mentira? ¿Y cuántas mentiras se dan por verdades o estas por falsedades? ¿O la realidad crea las imágenes o son estas las que generan las realidades que el artista desea mostrar? Para ofrecer su perspectiva, Fraude asume la apariencia de un documento verídico, aunque falso, o falso, aunque verídico, que posibilita el acceso a la verdad-mentira que encierra el arte en general y el suyo en particular. La excusa de realizar un falso documental, cuando estos aún no existían como subgénero, sobre el falsificador húngaro Elmir de Hory y su biógrafo Clifford Irving, le permitió profundizar sobre la originalidad, sobre el propio autor y sobre qué es ser un creador por encima de aquello que se da por sentado. Para ello, el responsable de La dama de Shanghai expuso parte de su yo más allá de la confesión <<empecé en la cima, he ido cuesta abajo desde entonces>>, porque como creador-mentiroso fue incomprendido, aunque también admirado y envidiado, pero sin encontrar el lugar donde su osadía y su control creativo encajasen como parte del discurso de un artista consciente de que su arte, como cualquier otro, encontraba su origen en la confrontación de dualidades que se confunden y, en ocasiones, se igualan, como sería el caso de la originalidad y la imitación o la mentira y la verdad, porque lo uno sin lo otro no existiría, y viceversa. Producida en Europa, donde su nombre era más respetado por la crítica, Welles, como aficionado a la magia, se decantó por mostrar en la pantalla una realidad mientras su contenido deja entrever otra distinta, algo similar al truco de magia que protagoniza en los primeros compases de Fraude, porque, ante todo, él era un manipulador de imágenes que son alteradas y dispuestas según qué pretendía contar, de modo que los personajes reales que asoman por su ensayo, entre ellos el pintor Pablo Piccaso o el magnate Howard Hughes, son adulterados por un cineasta que se vale de ellos para ahondar en su idea sobre iguales que se confunde según la interpretaciones de quienes, condicionados por aquello que se da por sentado, juzgan el arte desde supuestos categóricos como la originalidad o la esencia que le atribuyen, quizá sin pensar que la magia del verdadero artista reside en hacer creer a quien contempla o escucha su arte que cuanto expresa es una realidad en sí misma. <<Sí, creo que estoy siendo totalmente sincero… Yo nunca digo la verdad.>> (1)


(1) Orson Welles: Mis almuerzos con Orson Welles. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles (traducción de Amado Diéguez Rodríguez). Anagrama, 2015.

martes, 8 de marzo de 2016

Bwana (1996)


La temática migratoria apenas se ha desarrollado con seriedad dentro de la cinematografía de un país como España, que ha vivido movimientos migratorios constantes, aunque estos, individuales o colectivos, no son exclusividad de ninguna nación, porque, desde los orígenes de la humanidad, forman parte de la especie. "Solo" habría que retroceder unos dos millones de años para comprobar que, por aquel entonces, el Homo erectus se aventuraba fuera de África para extenderse por Europa y Asia. Aquellos primeros pasos, en busca de lugares que proporcionasen recursos y protección, fueron imitados por nuestro antepasado el Homo sapiens durante las continuas variaciones climáticas que se produjeron en el Pleistoceno, hasta que, finalmente, la estabilidad atmosférica permitió su asentamiento "definitivo" en lugares donde desarrollaría las ilusiones de comodidad, control y seguridad. Pero estas ideas, creadas por la mente humana en su afán de etiquetar lo existente e inexistente, escapan al control aludido y, en ocasiones, se ven alteradas como consecuencia de imprevistos, o previstos que han sido ignorados hasta ese instante, que precipitan la necesidad de dejar atrás las distintas circunstancias que marcan presentes sin futuro, en espacios donde muchos sobreviven o malviven condicionados por hambrunas, guerras, represalias, promesas incumplidas o ausencias de oportunidades y libertades. Obligados o por decisión propia, hombres y mujeres emprenden el duro viaje hacia el lugar idealizado donde sueños y necesidades sean posibles y, aunque estos emigrantes sufren múltiples realidades, su finalidad sería similar a la que Ombasi (Emilio Duale) pretendía cuando partió de su tierra natal hacia ese espacio vital en el que proyectó el bienestar negado hasta entonces. Pero, en la playa española donde Jessy (Andrea Granero) lo descubre, al lado del cadáver de su amigo, el viajero solo encuentra a una familia de clase media a quien exclama <<¡Viva España!>> e <<¡Indurain!>>, muestra de su buena voluntad, pero también de su escaso dominio del idioma de una tierra que lo recibe desde el rechazo y el miedo, porque Antonio (Andrés Pajares), Dori (María Barranco) y sus dos hijos representan la ignorancia y la falta de compromiso, como demuestra el comportamiento paterno, incapaz de enfrentarse a sus miserias, rehuyendo los problemas que se le presentan, mintiendo y mintiéndose, para continuar manteniendo viva la mentira de confort que les permite, a él y a los suyos, sentirse seguros. A pesar de las buenas intenciones de Imanol Uribe a la hora de abordar una situación pasada, presente y futura, el tono caricaturesco que imprimió en Bwana juega en contra de la puesta en escena y de los personajes, lo cual resta veracidad a una película que, por su temática, fue premiada con la Concha de Oro en la 44 edición del Festival de Cine de San Sebastián. Sin embargo, y a pesar de su buena acogida, el empeño de Uribe apenas propició que otros cineastas recogiesen el testigo, que a su vez este había recogido de Las carlas de Alou (Montxo Armendáriz, 1990), y continuasen profundizando en una realidad humana como esa que Antonio y Dori observan a través del retrovisor de su taxi, mientras se justifican diciendo que nada pueden hacer por quien poco antes les había ayudado, convenciéndose a sí mismos y anteponiendo una vez más su comodidad al compromiso que ni quieren ni pueden adquirir, porque los problemas de quienes arriban a las costas españolas implicaría el paso al frente que no están dispuestos a dar. De tal manera su ejemplo se perpetuará en sus hijos, como también lo harán las diferencias y las injusticias sociales que en Bwana se muestran desde el artificio, exagerado, a menudo torpe, y desde los tópicos, innecesarios, con los que se pretende resaltar la ignorancia, los prejuicios y las carencias que se simbolizan en el matrimonio protagonista, pero que, de manera consciente o inconsciente, relegan a un plano secundario los miedos, las necesidades o la desorientación de Ombasi, desdibujado durante esa jornada en la que pierde algo más que su inocencia en el país de sus sueños, el mismo paraíso que le da la espalda, a él y a la realidad que se resumen en los veinte segundos de imágenes en informativos que no profundizan ni en las causas ni en las consecuencias, y que a fuerza de repetirse ya no afectan a la comprensión de un matrimonio que elige el fútbol, los culebrones y vivir en la ignorancia para aumentar la distancia entre ellos y aquellos.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Fulano y Mengano (1957)


Opuesta en intenciones a las comedias de "teléfono blanco", a las épicas históricas y al resto películas realizadas en Italia durante el periodo fascista, el suspiro neorrealista se impuso en la inmediata posguerra para dar cuenta de las distintas realidades del momento, del cual era testigo y protagonista. Su efecto fue de tal magnitud que no tardó en traspasar las fronteras transalpinas e influenciar en las cinematografías de distintos países y formar parte de las “nuevos cines” que proliferarían en diversos puntos del globo hacia finales de la década de 1950 e inicios de la siguiente. En algunos, como sería el caso de España, dichas influencias neorrealistas no llegaron a desarrollarse en plenitud, ni con la libertad de acción de la que sí gozaron los cineastas italianos durante los primeros años neorrealistas. Aunque no llegó a desarrollarse un neorrealismo español propiamente dicho, sí hubo intentos de llevar a la pantalla realidades sociales poco favorecedoras, realidades como la expuesta en Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), en Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga, 1951) o mismamente por Joaquín Romero Marchent en esta desventura de dos víctimas de la desolación y la marginalidad. Los desheredados de Fulano y Mengano (1957) ni encajan fuera ni dentro del correccional donde se conocen tras ser condenados por un sistema penal perfecto en su imperfección, tan imperfecto que los despoja de su inocencia, de su dignidad, de su libertad y los encierra entre convictos que los rechazan porque salta a la vista que no son como ellos, ya que no han delinquido y dudan de su capacidad para hacerlo.


Durante los primeros compases de la película, la inocencia, el temor y la incomprensión cobran forma en el rostro de José Isbert, cuyo personaje se descubre desvalido, engañado y, finalmente, arrestado por el error que inicia esta amarga comedia que no esconde las miserias de un espacio deshumanizado, todo lo contrario, las potencia, al conceder protagonismo a la pareja de "don nadie" a quienes se les roba toda opción de hallar su lugar, al menos uno que no los denigre de continúo. La realidad que viven depara que Carlos (Juanjo Menéndez) asuma la justicia que se les niega y, para lograr algo de justicia social, decide convertirse en un verdadero criminal. En su mente, es la única opción válida que le queda, la única que le permitiría defenderse de futuras agresiones. Pero su naturaleza no contempla delinquir, de ahí que sus peripecias en libertad solo deparen más hambre y miseria, así como el aumento de su amargura, que nace de su decepción ante el medio que los condena, a él y a su inseparable compañero, aunque su postura no impide descubrir la ingenuidad que comparte con Eudosio (José Isbert). Como consecuencia de no encontrar su lugar, los infelices no dan una al derecho, quizá por ello resultan simpáticos, aunque también patéticos como ese espacio de carestía del que pretenden renegar sin poder hacerlo, ya que su rechazo nace de una imposición social, no de la honestidad que los define y que sale a relucir tras la irrupción de Esperanza (Julia Martínez), la hija de Damián, el hombre que les ha ofrecido un hogar en ruinas que vendría a ser el reflejo del estado de ánimo de los protagonistas y de la situación en la que se encuentran, como confirma que su casero no tenga acceso a las medicinas que podrían evitar su muerte.


La comida brilla por su ausencia, la falta de trabajo o la mendicidad que Eudosio asume para no tener que robar, son otros aspectos que la cámara de Romero Marchent va mostrando desde la comicidad no exenta de crítica hacia la realidad expuesta. De tal manera, más allá de la comedia, se descubren en Fulano y Mengano circunstancias que no generan sonrisas ni risas, sino sonrojo y la certeza de que algo no funciona dentro de una sociedad que margina a inocentes y les obliga a transitar por la desolación que se convierte en parte de ellos. Pero el tono dramático, que alcanza su máxima cota con el fallecimiento de Damián, se minimiza en la parte final y cede el protagonismo al desenfado que aleja la película del trasfondo crítico dominante hasta entonces, dando rienda suelta al triunfo de los dos ingenuos que encuentran su esperanza en Esperanza, evidencia de que el nombre escogido para el personaje femenino no fue casual, pues su presencia ofrece al dúo una luminosidad, hasta entonces, ausente de la pantalla.