jueves, 26 de mayo de 2016

El arpa birmana (1956)


El 2 de septiembre de 1945, el general Umezu firmaba sobre la cubierta del "Missouri" la rendición incondicional de Japón, iniciándose de manera oficial la paz y la ocupación estadounidense del archipiélago japonés (1945-1952). Durante este periodo, las instituciones nacionales, entre ellas los medios de comunicación y la censura cinematográfica, pasaron a manos de la potencia extranjera, lo que propició el cambio político, social y cultural de un país destruido que iniciaba su reconstrucción. Aquel presente, marcado por la inmediatez de la guerra, fue expuesto en películas que tuvieron su raíz en la necesidad de mostrar la realidad provocada por la devastación bélica, pero también en la decisión de la nueva censura de prohibir las producciones de época, para evitar cualquier exaltación de la ideología vencida. La prohibición de jidaijeki, entre los que se cuentan los films de
 samuráis, los dramas históricos o las epopeyas mitológicas, limitaba las opciones de guionistas y realizadores que cambiaban las imposiciones oficiales de la etapa militarista previa por la filmación de historias contemporáneas (gendaijeki) que, desde las cámaras de los Akira Kurosawa, Keisuke KinoshitaKon Ichikawa, retrataban la cotidianidad de un país desolado en vías de su occidentalización. Pero, a pesar de las restricciones administrativas, de las comedias o de las películas de intriga sin mayor interés, gracias a las aportaciones de los citados y de veteranos como Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse o Yasujiro Ozu, el cine nipón experimentó una notable mejora respecto a su pasado inmediato, aunque su esplendor internacional se inició con Rashomon (Akira Kurosawa1950) y con la devolución de la soberanía nacional al pueblo japonés en abril de 1952. A partir de entonces, aunque la presencia estadounidense continuó, la libertad temática y el talento creativo de sus cineastas fueron fundamentales en el auge de una industria cinematográfica que se dio a conocer a nivel internacional en certámenes donde la obra maestra de Kurosawa (una de tantas), Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna, Kenji Mizoguchi, 1952), La puerta del infierno (Jigokumon; Teinosuke Kinugasa, 1953) o Samurái (Miyamoto Musashi; Hiroshi Inagaki, 1954) fueron premiadas. A este grupo de galardonadas habría que añadir El arpa birmana (Biruma no tategoto, 1956), en la que Kon Ichikawa, adaptando la novela homónima de Michio Takeyama, volvía su mirada hacia el sinsentido bélico, pero sin olvidar su presente, en el que las secuelas de la guerra mundial, la cercanía de la guerra de Corea (1950-1953) y las pruebas atómicas en el Pacífico, preocupaban a una sociedad que no deseaba volver a experimentar los horrores vividos apenas una década atrás.


Como consecuencia de estas circunstancias, dentro del ámbito cinematográfico, surgió la corriente antimilitarista y pacifista a la que pertenece este poético alegato que Ichikawa
 abrió con un plano aéreo y con la voz en off del capitán Inoyue (Rentarô Mikuni) recordando <<de color rojo sangre son la tierra y las montañas de Birmania. Aunque lo cierto es que ya ha pasado mucho tiempo desde el final de aquella terrible guerra, los tristes recuerdos de aquellos días perduran en nuestros corazones>>. Estos corazones cobran forma en los soldados japoneses que marchan por un bosque en junio de 1945, cuando <<la situación militar para Japón iba de mal en peor>>. En ese espacio se descubre que el grupo se encuentra unido por la música que sale de sus voces y del arpa que Mizushima (Shôji Yasui) toca con maestría, como si el instrumento fuera su arma, una que crea y no destruye. Ese instante de presentación muestra la camaradería y la humanidad de quienes, concluida la guerra, se rinden a los británicos. Para el pelotón de Inouye lo importante es mantenerse unidos a la espera de regresar a sus hogares, donde les aguardan sus seres queridos y la reconstrucción física de su país y la espiritual de sí mismos. Sin embargo no todos sus compatriotas en suelo birmano muestran el talante de esta especie de coral que sustituye la marcialidad castrense por la música. Así, pues, ante la resistencia que sabe inútil, el capitán no duda en ofrecer a los ingleses un emisario que convenza a los soldados de la "colina del triángulo" para que depongan las armas. Mizushima es el elegido y parte hacia la colina con la misma ilusión con la que toca su arpa, símbolo de su sensibilidad y del rechazo al fanatismo que no tarda en observar en quienes deciden continuar aferrados a una falsa idea de honor que solo provoca su destrucción.


Estas muertes inician el proceso de transformación del soldado, así como su concienciación, aunque esta se confirma en su solitario deambular a lo largo de los caminos por donde descubre los cuerpos sin vida de cientos, puede que miles, de jóvenes japoneses que no podrán regresar a sus casas. La imágenes de los cadáveres se anteponen a su deseo de reunirse con los suyos, porque en su interior asume la responsabilidad de enterrar a los caídos, una responsabilidad que le aparta del grupo que continúa retenido en el campo de prisioneros a la espera de su repatriación. Sus compañeros no son conscientes de los horrores que han marcado el pensamiento de Mizushima, de quien ignoran si ha muerto o sobrevivido al ataque de la colina, aunque creen verlo en un monje u oírle en los acordes del arpa que suena en la distancia. Por ello se aferran a la necesidad de que regrese con ellos, pero el soldado no puede hacerlo y les envía la carta
 que Inouye lee mientras navegan hacia su hogar. Las palabras de Mizushima, el compañero que se ha quedado atrás, exponen su decisión y su necesidad de enterrar los cuerpos insepultos de los compatriotas que yacen en suelo birmano, una necesidad que simboliza otra, la de enterrar la guerra y la violencia que ha descubierto durante el desolador recorrido existencial que les explica de la siguiente manera: <<...he superado montañas y ríos, vi como la guerra los había devorado con su rugido. He visto pastos quemados y campos secos. ¿Por qué tanta destrucción sobre la Tierra? Con el paso de los días llegué a entenderlo, y me di cuenta de que ningún pensamiento humano puede dar respuesta a una pregunta inhumana. ¿Cómo puedo llevar compasión donde solo ha existido crueldad? Si todos tuviéramos compasión no importaría el sufrimiento, la guerra, la destrucción y el terror. Ojalá consiga que nazca una lágrima de caridad humana en vosotros...>> y ese vosotros se extiende más allá de sus amigos y más allá del mar que separa dos tierras marcadas por esa guerra que desea enterrar.

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