viernes, 13 de mayo de 2016

La aldea maldita (1930)


El cine español del periodo silente no contaba ni con una infraestructura ni con una distribución adecuada para cimentar una industria que fuese capaz de competir en igualdad de condiciones con las cinematografías alemana, francesa o soviética, ya no digamos con la estadounidense, pero esta escasez de medios no impidió el desarrollo de producciones que, como en otros países, asumía como suyas las novedades técnicas y estéticas de impresionistas, expresionistas o de vanguardias como la soviética. De tal manera, el cine extranjero que llegaba a las pantallas españolas sirvió para ir dando forma a uno nacional, en el que se combinaban influencias externas con características autóctonas, asumidas entre otras de la zarzuela, del sainete o del drama romántico decimonónico. Parte de esta mezcolanza se observa en La aldea maldita,
 realizada por Florián Rey en un periodo de transición entre el cine mudo y el sonoro, por lo que, consciente de este momento de cambio, el cineasta rodó su película con la intención de una posterior sonorización. Así lo hizo poco después en Francia, donde estrenó el film con diálogos y nuevas escenas, aunque la copia se perdió y solo quedó esta excelente versión que nada tiene que envidiar a los mejores melodramas silentes de la época. Cumbre del cine mudo español, La aldea maldita resulta un ejercicio narrativo ejemplar, denso y sangrante, en el que predominan los simbolismos visuales (su primera imagen es tan pétrea como el tiempo que parece no transcurrir o como la figura del abuelo Castilla) y la poética realista que fluye de imágenes como las del éxodo rural que se desarrolla en su primera parte, en la que apenas tiene presencia el tono melodramático que dominará en la segunda, cuando se produce el enfrentamiento entre la inamovible idea de honor y el amor que luchan en el interior de Juan Castilla (Pedro Larrañaga).


Antes de producirse la disyuntiva entre el deber (tradición) y el querer (modernidad), la película muestra una aldea castellana marcada por el temor a una tercera pérdida consecutiva de la cosecha, lo que supondría un nuevo año de carestía y el fin de las esperanzas para sus vecinos y vecinas. Este miedo arraigado forma parte de un entorno rural primitivo, amenazado por las inclemencias climáticas, pero también por las diferencias sociales, solo el cacique del pueblo posee recursos que no dependen de la cosecha, y por la rigidez que se descubre en el hogar de Juan Castilla, donde el abuelo (Víctor Pastor) y Acacia (
Carmen Viance) velan por su hijo mientras él trabaja en el campo. Una fuerte pedrisca confirma los peores temores de las gentes del pueblo, a quienes no les queda más alternativa que abandonar sus hogares y partir en busca de la esperanza que Magdalena (Amelia Muñoz) representa en el medio urbano. Los preparativos del éxodo se intercalan con las dudas que asolan a Acacia, quien, consciente de la imposibilidad de su presente, confiesa al abuelo que también ella abandona la aldea ante la certeza de un futuro inexistente si se queda, más aún después del encarcelamiento de Juan como consecuencia de su agresión al cacique del pueblo. En ese instante, el anciano habla a su nuera del honor y de la sangre como sus tesoros más preciados, para poco después arrebatarle al pequeño. La madre abandona el lugar como una más dentro de la interminable caravana de animales, hombres, mujeres y niños, que desfila por las silenciosas piedras del pueblo mientras Juan es testigo. Desde su celda grita el nombre de su mujer, aunque su voz se pierde entre el ruido de las carretas y de las personas entre quienes se encuentra aquella que no puede escucharlo. La cotidianidad mostrada hasta entonces por Florián Rey desaparece para dar paso al melodrama que se gesta con la separación y la posterior puesta en libertad del preso. De ese modo la historia avanza tres años para mostrar al protagonista ejerciendo de capataz en una finca donde vive con su hijo y con su padre, cuya ceguera física iguala a la idea de honor que Juan ha asumido como suya. Peor fortuna ha corrido Acacia, condenada a alternar en la taberna donde aquel la encuentra por casualidad y de donde la saca con un único propósito, el de calmar los temores de su anciano padre, a quien engaña y a quien dice que su mujer a mantenido la honra familiar intacta. Durante el tiempo que comparten hogar, en el hombre domina el enfrentamiento interno entre el legado del pasado y el amor hacia aquella que repudia (aunque la sombra de su mano la acaricia en un plano asumido del expresionismo), en la mujer la imposibilidad de mantener contacto físico con su hijo, en el anciano la tranquilidad que le confiere creer la mentira y en los trabajadores de la finca el desprecio hacia la presencia de quien consideran indigna. Todo ello va dando forma a un drama intenso en el que se condena a la protagonista femenina a vivir sin poder hacerlo, similar en ciertos aspectos a los personajes que Manuel Mur Oti desarrollaría en toda su plenitud en películas como Cielo negro (1951) o Condenados (1953), sobre todo cuando fallece el abuelo y es arrojada al rechazo y a la soledad que la acompañan en su posterior deambular por un camino donde la locura se apodera de ella.



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