sábado, 29 de octubre de 2016

Deliciosamente tontos (1943)



Durante los primeros años de posguerra la distribuidora y productora valenciana
CIFESA se convirtió en la más importante de España. Sus buenas relaciones con el régimen franquista, su visión comercial (priorizaba cine popular) y su intención de imitar al sistema de estudios hollywoodiense, fueron algunas de las causas que permitieron su auge y su asentamiento durante los años que siguieron al conflicto civil español. En su seno se rodaron comedias amables, vacías de contenido y de cualquier intención que no fuera la de entretener sin alejarse de la moral dominante, similares a las "comedias de teléfono blanco" rodadas en Italia durante el periodo fascista, y cine bélico de propaganda, muy típico por aquel entonces. Años después, hacia finales de la década de 1940, llegaría el boom del cine "histórico" de cartón piedra y, ya en los sesenta, la desaparición de la empresa. A diferencia de otras compañías cinematográficas españolas, la valenciana pretendía ser una especie de "major nacional" y para ello contó con una nómina estable tanto de técnicos como de cineastas, entre estos últimos se contaban Juan de Orduña, Rafael Gil, quizá los dos realizadores más sobresalientes del estudio, Ignacio F. Iquino, Gonzalo DelgrásLuis Marquina, y también se contrató a actores y a actrices en un intento de crear un star system autóctono. En un primer momento, destacaron Alfredo Mayo y Amparo Rivelles, y quizá no sea exagerado decir que se convirtieron en los rostros cinematográficos más populares de la época. Ambos coincidieron en varias producciones CIFESA, entre ellas Deliciosamente tontos (1943), una comedia de enredo igual de vacía de crítica que sus contemporáneas rodadas en la España de entonces; y como aquellas rehuye la realidad del momento para adentrarse en un mundo irreal que, salvando las distancias, recuerda a los elegantes ambientes de la screwball comedy, aunque desde una perspectiva ingenua que borra o minimiza posibles lecturas maliciosas. Esta circunstancia provoca que el film de Juan de Orduña solo sea una comedia de equívocos que fluye ágil desde las notas de humor que aportan sus personajes secundarios y desde la confusión generada por la decisión de su protagonista masculino, que se hace pasar por otro para conquistar a su mujer, una joven con quien se ha casado por poderes y a quien solo ha visto en una fotografía.


La historia de
Deliciosamente tontos se inicia en Cuba cien años antes, cuando se produce el fallecimiento de un familiar y el notario interpretado por Paco Martínez Soria (en un registro cómico que ya anuncia aquel que le haría famoso en la década de 1960) reúne a una Espinosa y a un Acebedo para proceder a la lectura del testamento del finado. Ambos escuchan de voz del notario que si contraen matrimonio la herencia de veinte millones de reales de plata será suya, en caso contrario, permanecerá en un banco durante una centuria a la espera de que sus descendientes sí lo hagan, concluido el plazo el dinero se destinará a obras de caridad. Tras renegar de la fortuna por romanticismo, la trama se traslada al presente, a la mansión de los Espinosa, donde, a parte de comprender que su situación económica es desesperante, se escucha al tío José (Alberto Romea) apurar a su sobrina (Amparo Rivelles) para que se case con alguno de los descendientes Acebedo, aunque María no está por la labor, ya que ninguno de los rostros de los posibles candidatos le resultan atractivos. Así, pues, se aferra al único que todavía no le ha enviado su retrato, porque le agrada la idea de que sea campeón de natación, ya que, en la mente de la joven, el ser deportista resulta una buena señal y un aliciente para aceptar el compromiso. Mientras tanto, en Madrid, Ernesto Acebedo (Alfredo Mayo) disfruta de la lectura de Romeo y Julieta, a cuya conclusión le comenta a Dimas (Fernando Freyre de Andrade), su ayuda de cámara, que los enamorados de Verona eran <<deliciosamente tontos>>. Con esta expresión y con dicha lectura se pretende confirmar que se trata de un romántico empedernido, lo cual lo opone a María, cuyos sentimientos amorosos quedan relegados a un segundo plano ante las reiteradas peticiones de su tío y ante los millones de la herencia que se encuentra a punto de caducar. A partir de este planteamiento la comedia de Orduña pretende desenfado y comicidad —sin la ironía satírica que llegaría en la década siguiente con el dúo Bardem-BerlangaEsa pareja feliz (1951)— y hay momentos en los que consigue ambos, al crear la situación en la que el matrimonio coincide en el barco que traslada a María a España. En el lujoso transatlántico se enamora de Ernesto, aunque cree que se trata de un tal Dimas González, lo cual, de confirmarse el romance en alta mar, habría creado una situación bochornosa para la moralidad de la época. Sin embargo, a pesar de sus sentimientos, María rechaza al galán y se mantiene en sus trece de que será fiel a un marido a quien ni conoce ni ha quien quiere, lo que depara la decisión de Acebedo de eliminar a su rival mediante un telegrama en el que se anuncia su fallecimiento. Este óbito aumenta el enredo, ya que no tardan en caer las sospechas sobre su implicación en un accidente que el capitán del navío (Faustino Bretaño) interpreta como el asesinato ordenado por Dimas-Ernesto para hacerse con la fortuna recién heredada por la joven.

viernes, 28 de octubre de 2016

¿Pena de muerte? (1962)

El interrogante escogido por Josep Maria Forn para dar título a su propuesta cuestionaba la pena capital y, por lo tanto, también al sistema que la legitimaba, aunque, para poder realizar su película tal y como la había ideado, el director catalán necesitaba la aprobación oficial y esta no se produjo. Sus protestas de poco le sirvieron, de modo que se vio obligado a cambiar el inicio previsto como consecuencia de la intervención de la censura. El comienzo pretendido por Forn mostraba la ejecución de un inocente, circunstancia inaceptable para un régimen que presumía de infalible, así que, eliminada la conflictiva introducción, la justicia no fallaba y la perspectiva oficial no era puesta en entredicho. <<En suma, el film pierde mucha fuerza al cambiar la muerte de un inocente por una errónea sentencia. Es un alegato contra la pena de muerte desvirtuado>>. (entrevista a Josep Maria Forn; Dirigido por... número 399, abril 2010) Pero lo que las autoridades no borraron de las imágenes de ¿Pena de muerte? fue la negativa generalizada a la presunción de inocencia (para la sociedad y para el sistema el sospechoso es culpable), como delatan los titulares de los periódicos o la situación por la que atraviesan los padres del acusado, a quienes se condena a la soledad y a las murmuraciones, porque las pruebas circunstanciales y los testimonios, que podrían ser puestos en duda, señalan a su hijo como el autor del homicidio de un vecino de la localidad barcelonesa de Monistrol. A pesar de perder su intención primigenia, también parte de su interés y de su crítica directa, por otra parte imposible en su época, ¿Pena de muerte? desarrolla una intriga que resulta atractiva, ya que la película no carece de personajes ambiguos y de giros argumentales que mantienen al espectador conectado a la investigación llevada a cabo por Pablo Hinojosa (Fernando León). En un primer momento, este joven abogado y escritor no tiene la finalidad de demostrar la inocencia de aquel a quien considera culpable, porque también él asume como válido el veredicto de la sociedad, de la prensa y de las autoridades encargadas del caso. Pero, a medida que va descubriendo aspectos de la vida de Carlos Castillo (Marcos Martí), su pensamiento madura hasta convencerse de la inocencia de aquel, lo que contradice las primeras imágenes del film, aquellas que muestran los artículos de un periódico donde se pueden leer líneas relacionadas con el asesinato de un hombre en un cercano pueblo de Barcelona: el sospechoso no tiene coartada, además encontraron en su poder una letra de pago que había robado del despacho de la víctima y, lo que es peor, varios testigos lo vieron salir de la casa del fallecido a la hora del asesinato. Con lo expuesto en el jornal y con las imágenes que se muestran, mientras una voz en off procede a la lectura de los artículos, al sospechoso le aguarda la muerte en el patíbulo, a no ser que alguien asuma su defensa y demuestre la inocencia a la que se aferra. Tras las secuencias relacionadas con el caso, el interés de Forn abandona al reo para acceder a la casa del prestigioso abogado Hinojosa (Jacques Dumesnil), donde también se descubre a su hijo Pablo, a quien encarga que lea la carta en la que el presunto homicida le pide ayuda, porque es el único letrado que conoce y, como consecuencia, su última esperanza. El abogado no puede hacerse cargo del caso debido a su precaria salud, padece del corazón y cualquier esfuerzo podría resultar letal, sin embargo, asume como cierta la infalibilidad del sistema y asegura a su hijo que la ley nunca falla, y que si el joven es inocente los jueces sabrán llegar hasta la verdad. Algo similar dice el preso después de enterarse de que nadie va a ayudarle, quizá para tranquilizar a Ana (María del Sol Arce), su novia, o porque él mismo confía en que el cielo y la justicia le ayudarán, aunque estos no siempre resultan efectivos ni suficientes, como se descubre a lo largo de la película, que, entre líneas, deja claro que los fallos judiciales existen, y ni la justicia divina ni la humana moverán un dedo para salvar al inocente. Así, pues, es la curiosidad del escritor la que puede salvarlo, porque esta le conduce a Monistrol para indagar en los hechos que pretende novelar y también en los vecinos, algunos de los cuales podrían ser culpables del homicidio.

jueves, 27 de octubre de 2016

Cómicos (1954)



<<Parábamos en las ciudades muy pocos días —seis, siete—, y en seguida, abandonábamos la pensión estrechuja, sucia y con alguna chinche que otra, abandonábamos el camerino con olor a retrete y paredes llenas de garabatos y firmas: "Aquí trabajó Pepe Salvatierra el 20 de febrero de 1913", y de nuevo a la estación, a beber el tazón de café aguado y a esperar a que el representante de la empresa nos dijese:

—Ése es nuestro tren.

Y nos alejábamos de la ciudad gris y vulgar, que tendría, claro, su catedral y su paseo de las siete, para meternos en el departamento de segunda, dejar pasar fugazmente la vida, los paisajes y huir hacia otra nueva ciudad en la que sabe Dios lo que nos podría suceder>>. (Fernando Fernán Gómez: El tiempo de los trenes)


La vida itinerante de las cómicas y cómicos españoles avanzaba sobre los raíles de las vías que los llevaba de localidad en localidad. En ellas se apeaban durante un suspiro, aunque suficientemente largo para poder representar sus obras y sus papeles en teatros y locales donde alegraban, entretenían o entristecían al respetable. Sin embargo, su público, que les aplaudía, abucheaba o permanecía indiferente a su arte escénico, no era consciente de las circunstancias ni de los sentimientos que existían de puertas adentro, pues, en la mayoría de los casos, su oficio ni proporcionaba comodidades ni fama, ni lo que esta podría acarrear. Aún así, los actores y las actrices continuaban su labor función tras función, porque los escenarios y la actuación formaban parte de ellos, ya eran parte indisociable de su vida. El medio escénico y sus profesionales también formaban parte de la vida de Juan Antonio Bardem, hijo de los actores Rafael BardemMatilde Muñoz Sampedro, y por ello, en su primera película en solitario se decantó por desarrollar una historia personal que, influenciada por Eva al desnudo (All about Eve; Joseph L.Mankiewicz, 1950), homenajeaba y reflexionaba sobre el oficio de sus padres sin perder de vista los intereses, las ilusiones, las frustraciones y los egos siempre presentes entre bastidores.


Como la mayoría de las compañías de la época, la de don Antonio (
Mariano Asquerino) emplea el tren como medio de transporte barato hacia su nuevo destino. Y nada mejor para presentar a los personajes que hacerlo en el interior del vagón donde Ana Ruiz (Christian Galvé) habla en silencio para introducirnos en su mundo y acercarnos a sus compañeros de elenco, en el que ella asume papeles sin importancia por un sueldo igual de insignificante. Ana interpreta el rol de dama joven, un papel que no colma sus expectativas, porque ella desea algo más, desea triunfar a toda costa en el medio teatral, aunque para ello deba sacrificar su amor por Miguel (Fernando Rey), que no tarda en abandonar un oficio que no siente, o asumir que su única posibilidad se encuentra en ser la <<querida>> de un empresario (Carlos Casaravilla) a quien el jefe de la compañía define como un coleccionista de primeras actrices.


La historia de Cómicos muestra el mundo del espectáculo desde la intimidad de su protagonista y desde la cotidianidad en la que no tienen cabida el glamour, los lujos o los sueldos decentes, de ahí que, con frecuencia, Ana acuda a su jefe para pedirle un adelanto, pero tampoco hay demasiadas oportunidades para evolucionar dentro del oficio, al menos no para ella. Las relaciones humanas, ya sea la de amistad que une a Ana a Marga (
Emma Penella), una segunda actriz desencantada con su pasado, o la paternal que asume don Antonio, también cobran importancia en el día a día. No obstante, resultan insuficientes para la intérprete con aspiraciones, desbordada por la frustración y el desengaño que se apodera de ella cuando, convencida que su momento ha llegado, descubre que en la nueva obra su papel continúa siendo irrelevante, lo cual también desata su furia y su sinceridad. De tal manera, decide abandonar la compañía, no sin antes acudir al camerino de la primera actriz y decirle que es demasiado vieja para interpretar un papel más acorde con su edad, porque la edad del personaje es la suya, aunque esto no impide que doña Carmen (Rosario García Ortega), consciente y triste de la realidad del paso del tiempo, asuma para sí un rol que la joven intérprete ha estado esperando desde hace años.


miércoles, 26 de octubre de 2016

¡Vivan los novios! (1969)



El esperpento que venía caracterizando los trabajos de Luis García Berlanga rozó lo grotesco en ¡Viva los novios! En ella un "primo" similar al protagonista de El verdugo (1963) se deja arrastrar por las demandas de su prometida y de su futuro cuñado. De tal manera, como se descubre en el personaje interpretado por Nino Manfredi en relación a su mujer y a su suegro, el periplo de Leonardo (José Luis López Vázquez) confirma su imposibilidad a la hora de asumir sentimientos y necesidades propias. Pero, a pesar de la lucidez que se esconde tras esta propuesta, la película resultó un fracaso comercial y fue el blanco de los varapalos de la crítica del momento; en algunos casos se llegó a decir que el cineasta había perdido la inspiración, que había caído en la vulgaridad y que se copiaba a sí mismo. Nada más lejos de la realidad. Aunque presenta irregularidades que no se descubren en los mejores títulos del realizador valenciano, Plácido (1961) y 
El verdugo (1963), y a primera vista resulta parecida a lo mostrado con anterioridad, no sería justo afirmar que ¡Vivan los novios! carece de personalidad y de aciertos. Se trata de una continuación lógica de las constantes del cine berlanguiano: coral, esperpéntico, crítico y, desde sus colaboraciones con Rafael Azcona, negro en su humor. Quizá una postura más objetiva a la hora de valorar el film sería aquella que contemplase su contexto histórico-social, como también habría que hacer con La escopeta nacional (1977) y su sátira de la transición a la democracia española, puesto que, a diferencia de comedias sin transcendencia cuya temática gira en torno al ligue y al turismo en las costas andaluzas o levantinas, en ¡Vivan los novios! Berlanga empleó esta circunstancia para contraponer, desde su mordacidad, las dos Españas que ocupan un mismo espacio-tiempo, la del boom turístico, símbolo de la modernidad recién adquirida, con la reprimida que se representa en Leonardo, dando prioridad a la parodia, pero también a su corrosiva mirada a la sociedad y al individuo de su época, enfrentando vida (una pintora que simboliza el anhelo del personaje principal) y muerte (una boda que romperá definitivamente las ilusiones del novio, un velatorio y un entierro), la España tradicional con el país que anhela modernizarse, aunque en su intento resulte tan patético como el protagonista de la historia.


En este entorno marítimo-estival, dominado por la presencia de turistas liberados, el apetito sexual de Leonardo despierta de su letargo el víspera de su boda con Loli (
Laly Soldevila). Dicha circunstancia, la de contraer matrimonio a la mañana siguiente, lo empuja en su última noche de soltería a liberarse de sus cadenas (moralidad intransigente) y de las costumbres inculcadas que lo han condicionado y continúan haciéndolo por más que desee desprenderse de ellas. Sin embargo este individuo, definido por su mediocridad y por la aceptación de la misma, solo consigue perder sus zapatos nuevos y alarmarse cuando descubre que la mujer con quien flirtea en un yate, a altas horas de la noche, es un hombre travestido. Al amanecer, resignado a su suerte, regresa a la pensión de su novia y allí, en el interior de una piscina de plástico donde la había dejado disfrutando horas antes, haya el cuerpo sin vida de su madre (Teresa Gisbert). Pero su duelo y el entierro quedan postergados por las decisiones de Loli y de su hermano Pepito (José María Prada), que insisten en proseguir con la ceremonia nupcial, con el banquete y, para mayor sorpresa del sometido, hasta hablan de realizar el viaje de novios. La idea de ambos hermanos contempla el conservar el cadáver en una bañera que llenan de hielo, para que no desprenda olor, y así conducir al protagonista hacia aquello que no quiere, mientras este solo puede llorar, no por su madre, sino porque es consciente de su incapacidad de apartarse del sendero marcado, anteriormente por las ideas maternas y ahora por las de su ya flamante esposa, lo cual le confirma su condena a vivir una vida que no puede cambiar. Para colmo de males, el miedo a que la policía sospeche que doña Trini ha sido asesinada provoca la decisión de hundir el cadáver en el fondo del mar, aunque con la buena o mala fortuna de que alguien lo pesca. A partir de ese instante, el humor grueso da paso a la negrura cómica que domina el resto del metraje de la primera película en color de Berlanga. El temor a las posibles represalias por parte de los organismos oficiales, el control antes asumido por su madre y ahora por su mujer, la presencia del cuerpo en el velatorio en oposición a la fiesta que allí se desata (y que Leonardo aprovecha para intentar materializar su sueño de conquistar a la pintora irlandesa (Patricia Fellner) que había llamado su atención la noche anterior) y el entierro final, donde la multitud guarda las apariencias hasta perder su forma y adquirir la de una araña (devoradora del conjunto y del individuo) son algunas de las situaciones que confirman que, aunque imperfecto, ¡Vivan los novios! fue un paso coherente en el discurso fílmico de Berlanga.

martes, 25 de octubre de 2016

Brigada 21 (1951)



En La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street; Henry Hathaway, 1945), en 
La brigada suicida (T-Men, Anthony Mann, 1947) o en La calle sin nombre (The Street with No Name; William Keighley, 1948), el protagonismo recae en agentes sin tacha a quienes se observaba en su lucha diaria enfrentados a espías, criminales o delincuentes varios que amenazan la armonía de los ciudadanos y de la nación. Sin embargo, en títulos sucesivos de los policíacos "realistas" de posguerra, aquellos héroes planos fueron dejando paso a individuos de mayor calado psicológico, complejidad que los humanizaba y les restaba heroicidad, en tramas más pesimistas y negras. En películas como Relato criminal (The Undercover ManJoseph H.Lewis, 1949) ya se muestra a un agente del tesoro superado por la cotidianidad en la que se encuentra atrapado, y en ocasiones superado, desamparado por la ambigüedad de un sistema que protege los derechos del delincuente que persigue y que a él le ata las manos. En un caso similar se encuentra Jim McLeod (Kirk Douglas), aunque este asume la intolerancia como rasgo definitorio de su personalidad. El protagonista de este intenso drama policial realizado por William Wyler, quien por segunda vez adaptaba una pieza teatral de su amigo Sydney Kingsley, la primera habían sido Calle sin salida (Dead End, 1937), bien pudiera ser el reflejo de la caza de brujas que se había iniciado en 1947, pero, más allá de esta similitud (forzada o accidental), el detective de Brigada 21 (Detective Story) denota una violencia verbal y física que lo distingue de sus predecesores cinematográficos, y confirmaba un nuevo tipo de policía cinematográfico. Dicha característica, unida a su individualidad dentro del sistema, lo aproxima a los agentes del policíaco estadounidense de finales de los años sesenta y parte de la década siguiente. McLeod se aferra a su visión dual del ser humano (para él solo hay criminales y buenos ciudadanos), aunque, a diferencia de los futuros protagonistas de The French Connection (William Friedkin, 1971) o Harry el sucio (Dirty Harry; Don Siegel, 1971), no lo hace como consecuencia del entorno de corrupción y crimen que potencia el desencanto, la soledad y el individualismo de aquellos, características que los posiciona al límite de la justicia que asumen defender. El personaje de Douglas no actúa movido por su presente, lo hace condicionado por un recuerdo de su infancia que sale a relucir en determinados momentos de la jornada durante la cual se produce su caída en la imposibilidad absoluta.


En los primeros minutos de Brigada 21 se muestra la cotidianidad laboral de los policías, como si fuese otro día más dentro de la jefatura del distrito 21. Allí se observa la rutina de sus trabajadores y la armonía reinante, así como la relación que mantienen con los sospechosos y con los delincuentes a quienes han arrestado. Durante los instantes iniciales domina el ambiente de camaradería, pero la jornada no ha hecho más que empezar y aún no ha perdido la inocencia que también se observa en la muchacha (
Lee Grant) a quien han detenido por el robo de un bolso valorado en seis dólares. Dicha tranquilidad se rompe con la aparición del abogado de un tal Karl Schneider, que exige ver al teniente Monaghan (Horace McMahon). Su presencia echa por tierra la posibilidad de que se trate de un día como otro cualquiera, con sus denuncias, sus quejas y sus detenidos por hurto y otros delitos menores. El letrado muestra al jefe de la brigada dos fotos de su cliente desnudo, y advierte que no presenta un solo rasguño, para segundos después amenazar con emprender acciones judiciales si le ponen la mano encima. Poco después, ante la puerta de la jefatura, hace su irrupción en pantalla el matrimonio McLeod. Parecen enamorados, aunque algo les preocupa, no pueden tener hijos. Jim se despide de Mary (Eleanor Parker) y entra en el edificio escoltando a Arthur (Craig Hill), un joven héroe de guerra que ha robado a su jefe en un momento de inestabilidad emocional (generada por su idea de no poder igualar el estatus económico de su novia). Aparte de introducir su propia historia, la presencia del muchacho permite comprender que McLeod es un hombre que juzga el mundo desde el blanco y el negro en el que divide los comportamientos humanos. A medida que pasan los minutos, su intransigencia se agudiza y provoca que las simpatías iniciales que el detective despertaba en el público desaparezcan por completo, ya que sus palabras y su comportamiento delatan su amargura y su obsesiva interpretación de los valores que ha asumido como inflexibles. Su intolerancia viene acompañada de la crueldad que provoca la pérdida de humanidad que sí se observa en el detective Lou Brody (William Bendix) o en Mary McLeod, dos personajes que interpretan el mundo desde perspectivas opuestas a la de Jim. La postura del detective, nacida en su infancia y asentada en su pensamiento presente, solo contempla la noción del bien y del mal, lo cual le genera el infierno en el que ha vivido toda su vida, un desequilibrio que empieza a entrever a partir del instante en el que descubre a su mujer en el despacho del teniente, donde Mary acaba de responder a varias preguntas relacionadas con el doctor Schneider (George Macready), el sospechoso de prácticas abortistas a quien su marido ha golpeado en un furgón policial. El encuentro con su esposa en la comisaria acentúa su intolerancia al tiempo que rompe su frágil equilibrio emocional. De nuevo se erige en juez y no duda en despreciar a Mary, a quien llama golfa porque acaba de descubrir que, antes de conocerle, había mantenido relaciones con otro hombre y, como consecuencia, se vio obligada a abortar (palabra que la censura prohibió emplear en la película). En ese instante, para el policía, su mujer pasa de la blancura virginal que le había atribuido al ser grotesco que repudia, aunque minutos después, por miedo a perderla, intenta recuperla sin éxito, ya que el veneno acumulado con el paso de los años domina su pensamiento, le impide apartarse de su intransigente perspectiva vital y le confirma que solo existe esa intolerancia de la que desea desprenderse en la parte final de esta destacada propuesta dramática de Wyler.

viernes, 21 de octubre de 2016

Tangos. El exilio de Gardel (1985)




<<El destierro es redondo

un círculo, un anillo:
le dan vueltas tus pies, cruzas la tierra,
no es tu tierra,
te despierta la luz, y no es tu luz,
la noche llega: faltan tus estrellas,
hallas hermanos: pero no es tu sangre.>>

(Fragmento de Exilio, de Pablo Neruda)


Debido al control de la censura militar, el cine argentino vivió durante la segunda mitad de la década de 1970 el peor periodo creativo de su historia, y no sería hasta la entrada de la siguiente cuando empezaron a producirse brotes de títulos más comprometidos y de mayor calidad, como serían el drama Tiempo de revancha (1981) y el thriller Últimos días de una víctima (1981), ambas realizadas por Adolfo Aristarain. La tímida aparición de películas críticas con el régimen militar formaba parte del imparable y deseado proceso de democratización que culminó con las elecciones celebradas el 30 de octubre de 1983. La nueva situación política trajo consigo una nueva realidad socio-cultural que afectó a todos los ámbitos del país y, como consecuencia, al medio cinematográfico. La censura fue sustituida por una comisión asesora, lo cual propició el florecimiento de un cine que renacía con fuerza y con la responsabilidad asumida por veteranos y jóvenes realizadores que, desde su mirada retrospectiva y liberal, pretendían reflexionar y dejar constancia de los errores del pasado inmediato. Varias fueron las temáticas que los cineastas abordaron en sus películas, entre ellas el exilio, tratado entre otros por David Lipszyc en Volver (1982) y por 
Fernando Ezequiel "Pino" Solanas en su novedosa e inclasificable ficción musical Tangos. El exilio de Gardel (1985) y en Sur (1988). Pero hubo muchas más producciones que posibilitaron que la cinematografía argentina recobrase el interés y la vitalidad perdida durante la dictadura. Películas complejas, críticas y reflexivas como la exitosa La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) y esta producción de Solanas posicionaron al cine argentino a nivel internacional. La primera se alzaba con el Oscar a la mejor producción de habla no inglesa en 1986 mientras que El exilio de Gardel (Tangostriunfaba en todos los festivales internacionales donde se proyectaba. Pero estos reconocimientos no tienen mayor relevancia que aquella que le puede otorgar en su carrera comercial y en el prestigio de sus autores, lo significativo de estas dos producciones, y de otras como el documental La República perdida (Miguel Pérez, 1983), No habrá más penas ni olvidos (Héctor Oliveira, 1983), Los chicos de la guerra (Bebe Kamin, 1984), Contar hasta las diez (Óscar Barney Finn, 1984) o La noche de los lápices (Héctor Oliveira, 1986), se encuentra en sus temáticas y en cómo fueron expuestas por sus responsables.


El film de Solanas habla de la búsqueda de la identidad perdida en el exilio, que él mismo experimentó d
urante los años que vivió en París, donde solo pudo realizar un único proyecto, el documental La mirada de los otros (Le regard des autres, 1980). De tal manera, Solanas asumió su propia experiencia lejos de su tierra para exponer la intimidad de aquellos que, como él, se vieron divididos en dos partes separadas por un océano y una dictadura. Esas dos mitades se descubren en la capital francesa, en el día a día de los desterrados argentinos, en su desorientación producida por el no saber cuál es su lugar en el mundo, o el saberlo sin poder acceder a él, en sus recuerdos del hogar al que desean regresar y en las personas que anhelan volver a ver. El exilio les ha partido el alma sin que esta pueda unirse en ese espacio ajeno, donde realidad y recuerdos conviven separados, conscientes de la pérdida, del anhelo y del desarraigo que se exponen desde la gestación de la "tanguedia" que los protagonistas del film pretenden llevar a cabo. <<Pero ¿qué es la tanguedia?>>, pregunta una mujer francesa antes de que alguien le explique que es tango, tragedia y comedia. Estos son los tres vértices del espectáculo musical que el grupo de exiliados emplea para exteriorizar sus sentimientos, sus anhelos y su nacionalidad. Mientras se desarrolla un proyecto sin final, se combinan la música, el baile y la intimidad de personajes como Mariana (Marie Laforêt), Juan Dos (Miguel Ángel Solá), Gerardo (Lautaro Murúa) o María (Gabriela Toscado), que narra y canta el exilio que ha vivido desde niña, aunque ella lo concentra en 1979, durante la gestación de la obra musical que sirve de excusa para profundizar en la situación de aquellos que sin patria física se aferran a la que llevan dentro, mientras suspiran por volver a sentirse completos, aunque, como consecuencia de su condición de niña del exilio, la búsqueda de María, la de su lugar y la de su identidad, la diferencia de sus mayores.

jueves, 20 de octubre de 2016

El odio (1995)


<<El hombre está dotado de inteligencia y de fuerza creadora para multiplicar lo que le ha sido dado, pero hasta ahora, en vez de crear, ha destruido>> afirma Astrov en El tío Vania —cuando habla de la devastación de los bosques y de la naturaleza—. Pero su afirmación también sería aplicable a la destrucción del propio individuo y de las sociedades que forma en conjunto, porque una de las constantes del ser humano individual y colectivo sería la de repetir los mismos errores una y otra vez, lo cual, si asumimos como ciertas la <<inteligencia>> y la <<fuerza creadora>> a las que alude el personaje de Chéjov en su famosa obra teatral, resulta contradictorio que, poseyendo la capacidad de mejorar, a lo largo de la Historia, los humanos, entre los cuales me incluyo, hayamos sido los principales responsables de nuestras desgracias. Esta autodestrucción se perpetúa en El odio (La haine
Mathieu Kassovitz, 1995), por ello, se trata de una película vigente en sus temas, no porque en su parte final se escuche que es la historia de una sociedad que se hunde, y mientras cae se repite que todo va bien; lo es porque su historia se transmite de generación en generación sin que el conjunto y los miembros que lo forman recapaciten sobre sí mismos, sobre sus actos y sobre su responsabilidad e implicación en esos errores que, cambiando de nombre o de apariencia, se perpetúan en el tiempo. El miedo a perder lo poco que se posee, sin pensar en lo que se podría conseguir; el temor a lo desconocido, cuando únicamente encarando lo desconocido se puede evolucionar; el buscar culpables y no soluciones; sistemas educativos a la baja, que apenas estimulan la formación de mentes complejas, críticas, inquietas, creativas, exigentes, generosas; temer el fracaso dentro del sistema numérico que no atiende las necesidades individuales, a pesar de hablar de diversidad y de que todos tienen cabida (quizá se omita un “si no se sale de la norma”); la ignorancia disfrazada de conocimiento y que solo es fuente de prejuicios que deparan abusos, violencia, represión, racismo o intolerancia; la ausencia de crítica y autocrítica; las acentuadas diferencias socioeconómicas y sus compañeras el desempleo, la migración y la marginalidad, la hipocresía social o la ausencia de oportunidades y de diálogo… forman parte de nuestro pasado y de nuestro presente y, como consecuencia, también del hoy de Vinz (Vincent Cassel), Hubert (Hubert Koundé) y Saïd (Saïd Taghmaoui), los tres adolescentes sin futuro que protagonizan El odio.


Las imágenes iniciales muestran los disturbios callejeros entre un grupo de jóvenes y los antidisturbios de la policía, un enfrentamiento que tendría su origen mucho antes de producirse la agresión policial que acapara las noticias televisivas y que ha reunido a manifestantes sedientos de sangre, porque ese choque formaría parte del legado que unos y otros han recibido y han hecho suyo sin pensar en que su actitud no conduce a parte alguna más allá de
l odio, del rechazo y de los eternos fallos que provocan la caída que Hubert entrevé en dos momentos puntuales del día durante el cual Mathieu Kassovitz desarrolló su historia de seres marginados por un sistema que, en su afán de perpetuarse sin corregir sus carencias, genera diferencias extremas y rencores, así como provoca la desorientación diaria de una sociedad que, consciente de que no todo va bien, mira hacia otro lado sin plantearse qué hacer para evitar estrellarse contra el suelo. El barrio de los tres adolescentes ya los condena a ser como son, las drogas, la violencia o los hogares rotos han sido su ámbito educativo. Por ello no extraña que quien, como Hubert, comprenda su realidad desee escapar de un entorno que imposibilita un futuro al cual aferrarse y con el que soñar. Menos conscientes se muestran sus dos amigos, siendo Vinz quien aparenta mayor desorientación. Fanfarronea con restablecer el orden y el equilibrio por la fuerza de las armas, como descubren sus compañeros cuando les enseña el revólver perdido por un agente durante la refriega de la noche anterior y les dice que, si su amigo agredido muere, matará a un policía. Esta circunstancia está presente a lo largo del metraje, como también lo está la violencia asumida por el trío protagonista y por sus conocidos, pero también por la policía en la escena en la que detienen a Saïd y a Hubert y en la parte final de una película cuya intención sería la de hacer hincapié en ese descenso sin red al que se ve avocada la sociedad de ayer, de hoy y puede que de mañana, aunque por ahora todo va bien y aún hay tiempo para echar a volar y evitar la colisión, porque todavía seguimos cayendo.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Los cuervos (1961)



Cuando Julio Coll dirigió Los cuervos (1961) faltaban seis años para que el cirujano Christiaan Barnard practicase en Ciudad del Cabo el primer trasplante de corazón humano, realizado con éxito el 3 de diciembre de 1967, aunque el paciente falleció de una neumonía dieciocho días después. Aquella intervención, que cambiaba la ciencia médica para siempre, dio paso a las sucesivas y, así, se convirtieron en parte de nuestra cotidianidad, pero, a pesar de los avances y de los estudios, en el momento del rodaje de Los cuervos dichas operaciones eran más cercanas a la ciencia-ficción que a la realidad; de ahí que, en momentos puntuales, la película adquiera un tono fantástico que no llega a concretarse porque forma parte del engaño que tiene como víctima a don Carlos (Jorge Rigaud), cuya primera aparición en la pantalla lo muestra en la consulta de un cardiólogo que le confirma el diagnóstico de los once especialistas a quienes visitó con anterioridad. A este hombre no le quedan más de tres meses de vida y, ante esta certeza, César (Arturo Fernández), su secretario personal, le insiste en que visite a un reputado cirujano que, aunque ya no ejerce debido a su oscuro pasado, se ha dedicado durante los últimos años a la investigación cardiovascular y, por lo tanto, podría encontrar una solución a su mal. 
Esta circunstancia da pie a uno de los ejes narrativos de la película, más simbólico, el otro, más material y tangible, sería la corrupción en el ámbito empresarial que se expone sin tapujos poco después. Don Carlos ha levantado su imperio desde la ilegalidad y desde su falta de escrúpulos, de las cuales se tiene noticia en la sala del consejo donde se deja entrever que, entre otras cuestiones, su empresa y sus directivos han estado especulando y falseando las cuentas. Ante las puertas de la muerte, su negocio ha entrado en crisis y decide arriesgarlo todo en una jugada que, aunque puede destruir su creación, le permitiría deshacerse de sus consejeros y de sus accionistas, a quienes califica de cuervos a la espera de recoger sus restos, así como de doña Berta (Ana María Noé), su rival en la sombra. Para ello necesita dinero, pero ni sus posibles socios ni las entidades bancarias le conceden un préstamo, ya que los rumores de su enfermedad provocan que, quienes antes no dudaban en negociar con él, le den la espalda.


Sin policías y sin criminales perseguidos por la justicia,
Los cuervos es un drama negro que expone un retrato nada favorecedor del ámbito empresarial y financiero al tiempo que plantea una disyuntiva ética que, en sus personajes principales, semeja no existir. <<El dinero lo puede todo, César>>, dice el empresario a su secretario cuando este se ofrece a conseguirle un voluntario para la operación que lo salvaría de la muerte. <<¡Mi vida no tiene precio!>>, exclama tras entregarle el cheque en blanco con el que pretende conseguir su objetivo de seguir viviendo a costa de otra vida humana, porque solo con el corazón de alguien vivo la intervención podría tener éxito. Esta circunstancia delata la actitud de un hombre sin escrúpulos que se aferra a su creencia de que, al contrario que la suya, la existencia de otros sí tienen un precio y él puede pagarlo. A pesar de mostrarse diferente a su jefe, César asume un papel ambiguo. Dicha ambigüedad nace de su intención de salvar la empresa y a sus trabajadores, aunque, para alcanzar su objetivo, contradice sus valores y su definición de impulsivo, idealista y sentimental. De esta manera asume un comportamiento cercano a aquel que detesta, una actitud que inicialmente ni la relación con su jefe ni la que mantiene con Laura (Rosenda Monteros), la consentida hija de aquel, pueden explicar. Este desconocimiento de sus intenciones y de sus pensamientos juega en beneficio de la intriga, ya que el papel interpretado por el secretario tampoco delata la puesta en marcha de la mascarada que, pasados los minutos, se deja entrever, como también se deja entrever que solo la mentira le permitiría limpiar el negocio de corruptos y de tiburones financieros como don Carlos, quien, descubierto el engaño del que ha sido víctima, comprende que el corazón que necesita es aquel que perdió años atrás, cuando asumió el papel de <<alacrán>> al que alude durante su encuentro con doña Berta, que, en su deseo de vengarse, acaba arruinada como tantas otras presas del implacable depredador.

martes, 18 de octubre de 2016

Trágica información (1952)


Su trabajo de periodista proporcionó a
Samuel Fuller un buen número de experiencias y un conocimiento de primera mano del ámbito profesional que años después expuso tanto en su libro The Dark Page, como en su película Park Row (1952). Su cuarta novela, también una de sus preferidas, despertó el interés de Howard Hawks, que adquirió los derechos para una adaptación cinematográfica que no se llevó a cabo, entre otras cuestiones, porque John Farrow desarrolló una intriga similar en El reloj asesino (The Big Clock, 1948). Años después, Phil Karlson, un realizador de menor renombre, pero de gran valía y con destacadas producciones en su haber, filmó una versión de la novela que no contentó a Fuller, más radical e independiente en su discurso fílmico, aunque su enfado tendría que ver con los cambios introducidos en la adaptación y no con los resultados cinematográficos. Trágica información (Scandal Sheet, 1952) es una más que correcta muestra de cine negro, intensa, tensa y bien narrada, aunque en ella la crítica del libro hacia la prensa amarilla se diluye en beneficio de la intriga criminal.


La película arranca con el plano general de la rotativa de un periódico, el ficticio New York Express, que será relevada por la primera página de un diario donde se inserta el título original. Estas dos imágenes y las sucesivas, en las que se muestra el resto de los créditos, advierten al espectador que la acción estará protagonizada por periodistas, cuestión que se confirma poco después, cuando la cámara ofrece un plano medio de un joven que pregunta y de una mujer histérica que responde. Ella cree (y el espectador lo duda) que habla con un policía, por ese motivo le informa sobre el asesinato que se acaba de cometer en su vivienda. Momentos después, un fotógrafo sale del interior de la casa y toma una instantánea de la testigo y, entre comentarios jocosos, se marcha en compañía del joven a quien el teniente de policía, que se acaba de personificar en la escena del crimen, recrimina por presentarse en los escenarios sin tener en cuenta que entorpece la labor policial. Se trata de Steve MacClury (John Derek), el protegido de Mark Chapman (Broderick Crawford), a quien también se presenta de manera ejemplar en una secuencia que lo enfrenta al consejo de accionistas del jornal que lo contrató para aumentar las ventas. En ese instante se muestra despectivo y justifica su visión periodística con los gráficos en los que se observa el espectacular incremento de lectores desde que asumió las riendas del diario, así que, sin temer por su empleo, les dice que son sus titulares llamativos y las noticias que él mismo crea las que llenan sus bolsillos.


Las presentaciones resultan tan contundentes como rápidas, de manera que ya se comprende que se trata de una película que no esconde su postura crítica hacia un periodismo abusivo y carente de ética, como demuestra que sus dos personajes masculinos principales no muestren el menor escrúpulo a la hora de realizar su cometido, pero esta perspectiva, la que habría contentado a Fuller, pierde fuerza en beneficio de la investigación que no tarda en cobrar el protagonismo absoluto de la historia. Tanto Steve como Mark priorizan las exclusivas sin plantearse límites éticos, tampoco muestran la menor emoción ante los sucesos que observan, y comparten una visión periodística que tiene como única finalidad aumentar la tirada. Pero por un capricho del destino sus carreras van a depender de una de esas primicias que siempre persiguen, una que se produce como consecuencia del baile de <<corazones rotos>> organizado por Mark para llamar la atención de los lectores. En esa reunión de solitarias y solitarios se encuentra con su mujer (Rosemary DeCamp), a quien abandonó años atrás, y la acompaña a su apartamento, donde, ante las amenazas de desvelar su pasado, la golpea hasta matarla. Nadie los ha visto hablar, nadie ha sido testigo de su arrebato de violencia, nadie puede relacionarlo con ella, de modo que, con evidente frialdad, borra sus huellas y prepara el escenario para que parezca un accidente. Así lo dictamina el teniente Davis (James Millican), sin embargo Steve, que, como alumno aplicado, siempre anda detrás de la noticia, encuentra una pista en la habitación de la víctima, aunque, en lugar de informar, adultera la investigación guardándola para sí. De nuevo su ambición de ver su nombre firmando una primera página y de nuevo la posibilidad de sorprender a su mentor, aunque no de la manera que piensa. La situación que se desarrolla a partir de ese instante muestra tres perspectivas, la de aquel que pretende mantener la calma y borrar posibles huellas cuando escucha la exclusiva, la del joven periodista, entrenado para crearlas o encontrarlas, y la de Julie Allison (Donna Reed), cuyo idealismo no encuentra cabida dentro del periódico. Ella es la única que muestra conciencia más allá de las letras, rechaza los métodos de su jefe y se preocupa por las personas como Charlie Barnes (Henry O'Neill), antiguo periodista y actual alcohólico, mientras que Steve se muestra engreído en su creencia de ser un gran reportero, pero también se muestra absorbido por la personalidad de aquel a quien siempre mantiene informado de sus avances, circunstancia que provoca que su admirado jefe vaya un paso por delante, lo cual le posibilita acabar con Charlie, quien, queriendo recuperar su esplendoroso pasado periodístico, descubre la verdad y esta le lleva a su encuentro nocturno con su asesino.



lunes, 17 de octubre de 2016

Blast of Silence (1961)



Asistente de Barry Mahon en Cuban Rebel Girls (1959), un subproducto escrito y protagonizado por Errol Flynn, y que a la postre sería la última interpretación del actor, y en Violent Women (1960), otro título de dudoso interés, Allen Baron debutó en la dirección de largometrajes con un film más complejo y acertado que aquellos en los que tuvo sus primeros contactos con el medio cinematográfico. Coescrita junto a Waldo Salt, Baron dirigió 
Blaste of Silence (1961) asumiendo que se trataba de una producción independiente, de escaso presupuesto, lo cual le permitió cierta libertad experimental y formal, más cercana a la Nouvelle Vague que al clasicismo del cine negro estadounidense, en imágenes siempre acompañadas por música jazz y por la frialdad de la voz de un narrador (Lionel Stander) que no se dirige al espectador, sino al protagonista de la historia. Esta voz en off no es gratuita, aunque en ocasiones sea abusiva, ya que resulta fundamental a la hora de comprender el estado de ánimo y las carencias de aquel a quien se dirige sin juzgarlo, solo apuntando parte de los pensamientos que anidan en su mente, pensamientos que el protagonista es incapaz de exteriorizar más allá de la violencia que implica su trabajo. El plano que abre Blast of Silence muestra la oscuridad absoluta de un túnel, el narrador la compara con el útero materno, de donde Frankie Bono (Allen Baron) es arrojado al mundo de la luz, donde expresa su soledad, su odio y su dolor desde su labor de asesino a sueldo. Este personaje llega a la estación de tren de Nueva York con una única compañía, la voz que se expresa por él. Desde este narrador-conciencia se define al asesino y se accede a recuerdos que lo convirtieron en alguien aislado de su entorno, alguien incapaz de sentir más emociones que su dolor y su rabia. Su viaje a la ciudad vertical tiene una finalidad que se concreta sobre la cubierta del barco donde se produce su encuentro con el representante de quienes lo han contratado. Allí, el desconocido le señala el objetivo, a quien Frankie seguirá durante días para estudiar sus hábitos y sus puntos vulnerables. Este recorrido nos descubre la minuciosidad que el asesino a la hora de abordar cualquier encargo: se procura un arma nueva para no dejar pistas, comprueba los lugares donde su víctima se encuentra desprotegida o cambia de coche cada día, con el fin de que Troiano (Peter H.Clune), el gángster a quien debe eliminar, no descubra que le sigue los pasos. Durante su periplo neoyorquino la conciencia continúa hablando, le recuerda su soledad, su odio a la Navidad, a la compañía de extraños y a quienes debe matar. Bono es un hombre enfermo de soledad, viviendo en un mundo de rostros y multitudes con quienes no podrá establecer lazos, cuerpos que caminan sin plantearse hacia dónde, seres que evitan conflictos propios y extraños. Esa misma voz deja entrever que el asesino a sueldo es y existe en constante sufrimiento, condenado a vagar entre las tinieblas de un vida que le ha generado su constante rechazo a establecer vínculos emocionales dentro de un ambiente donde estos son imposibles para él. Sin embargo, su reencuentro con una mujer del pasado (Molly McCarthy) provoca que renazca la esperanza de apartar la soledad, aunque esto no es más que un espejismo que se difumina ante la imposibilidad que lo define desde que fue expulsado de la oscuridad para vivir en el dolor que no desaparecerá hasta su regreso al vacío.

domingo, 16 de octubre de 2016

La casa de la calle 92 (1945)

En 1945, con la conclusión de la guerra, se iniciaba una época de cambios socio-políticos a nivel mundial. Dichos cambios también produjeron un aumento del realismo cinematográfico, no solo en Italia, donde el neorrealismo se confirmaba con Roma, ciudad abierta (Roma citta' apperta; Roberto Rossellini, 1945), sino en otros puntos del globo como Japón o Estados Unidos. Pero, mientras en Italia y en Japón se intentaba mostrar el devastador presente de posguerra, en Hollywood el tono documental se empleó en producciones propagandísticas protagonizadas por infalibles agentes de la ley. Esta corriente, surgida dentro del cine negro, asumía características del noticiario cinematográfico, de las crónicas de sucesos y, en menor medida, del propio neorrealismo para relatar investigaciones policiales desde la mezcla de imágenes de archivo y de ficción, inicialmente protagonizadas por personajes planos que, a medida que avanzaba el ciclo, irían cobrando mayor profundidad dramática, de ahí que La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street), título fundacional de este subgénero policíaco, carezca del dramatismo que sí se descubre en El beso de la muerte (Kiss of the Death, 1947), también realizada por Henry Hathaway, o en Relato criminal (The Undercover ManJoseph H.Lewis, 1949). Como sería característico en las producciones que la siguieron, al inicio de La casa de la calle 92 se informa de que, en la medida de lo posible, se rodó en los espacios donde se desarrollaron los hechos reales en los que se basa su argumento, así como se insiste en la impecable labor llevada a cabo por los agentes protagonistas, en este caso, encargados de vigilar a los espías alemanes en suelo estadounidense en los instantes previos a la Segunda Guerra Mundial. Hacia final de la introducción, que da paso al desarrollo del relato, se conoce a los personajes que tienen la misión de desarticular la red de espionaje nazi, impedir sabotajes, evitar la sustracción de información vital para el devenir de la contienda o echar por tierra la posible creación de una quinta columna. Como sería habitual a lo largo de los títulos adscritos a este tipo de crónica policial y propagandística, la voz en off informa de la entrega del personal humano y de los modernos recursos materiales con los que cuenta la agencia. Esa misma voz continuará sonando a lo largo del metraje para guiar al espectador y remarcar la infalibilidad del personal encargado del caso. Esta circunstancia sería otra de las características de este tipo de producciones, cuyas temáticas varían desde el espionaje que da forma a este y al posterior film de Henry Hathaway, 13 Rue Madelaine (1946), que se inicia con las mismas imágenes de archivo que cierran La casa de la calle 92, hasta la investigación del periodista interpretado por James Stewart en Yo creo en ti (Call Northside 777; Henry Hathaway, 1947), pasando por el fiscal de El justiciero (Boomerang!; Elia Kazan, 1947). Bajo la producción de Louis de Rochemont, hasta entonces productor de documentales, La casa de la calle 92 y 13 Rue Madeleine iniciaban este subgénero expositivo y meticuloso que seguía la evolución de las labores policiales a lo largo de escenarios reales, lo cual permitía abaratar costes, a pie de calle, en ocasiones con cámara oculta, al tiempo que intentaba dirigir la simpatía del público hacia las agencias encargadas de velar por la seguridad del Estado. Esta perspectiva nace de su momento histórico, poco faltaba para el inicio de la caza de brujas y para la guerra fría que marcaría la segunda mitad del siglo XX, de modo que asume una postura parcial y conservadora. La acción desarrollada por Hathaway en La casa de la calle 92 muestra una realidad ya pasada en el momento de su rodaje, aunque cercana en el tiempo, lo que permitió el acceso a los archivos del FBI y, por lo tanto, a los pasos que siguieron sus representantes a la hora de desarticular la red de espionaje nazi en Estados Unidos. Para ello se concede el protagonismo al inspector Briggs (Lloyd Nolan), a su equipo, y a Bill Dietrich (William Eythe), un joven universitario de origen alemán que, tras recibir la visita de agentes nazis, se convertirá en agente doble para ayudar a los federales a atrapar a los espías enemigos que, entre otras cuestiones, pretenden hacerse con el secreto de la bomba atómica, un secreto que al final del film se afirma que continúa a salvo, sin que nadie más lo tenga, lo cual supone un mensaje para la población, a la que se pretende tranquilizar, y para posibles rivales exteriores, a quienes se pretende amedrentar, conscientes de la capacidad destructiva del artefacto que el mundo conoció el 6 de agosto de 1945.