martes, 25 de octubre de 2016

Brigada 21 (1951)



En La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street; Henry Hathaway, 1945), en 
La brigada suicida (T-Men, Anthony Mann, 1947) o en La calle sin nombre (The Street with No Name; William Keighley, 1948), el protagonismo recae en agentes sin tacha a quienes se observaba en su lucha diaria enfrentados a espías, criminales o delincuentes varios que amenazan la armonía de los ciudadanos y de la nación. Sin embargo, en títulos sucesivos de los policíacos "realistas" de posguerra, aquellos héroes planos fueron dejando paso a individuos de mayor calado psicológico, complejidad que los humanizaba y les restaba heroicidad, en tramas más pesimistas y negras. En películas como Relato criminal (The Undercover ManJoseph H.Lewis, 1949) ya se muestra a un agente del tesoro superado por la cotidianidad en la que se encuentra atrapado, y en ocasiones superado, desamparado por la ambigüedad de un sistema que protege los derechos del delincuente que persigue y que a él le ata las manos. En un caso similar se encuentra Jim McLeod (Kirk Douglas), aunque este asume la intolerancia como rasgo definitorio de su personalidad. El protagonista de este intenso drama policial realizado por William Wyler, quien por segunda vez adaptaba una pieza teatral de su amigo Sydney Kingsley, la primera habían sido Calle sin salida (Dead End, 1937), bien pudiera ser el reflejo de la caza de brujas que se había iniciado en 1947, pero, más allá de esta similitud (forzada o accidental), el detective de Brigada 21 (Detective Story) denota una violencia verbal y física que lo distingue de sus predecesores cinematográficos, y confirmaba un nuevo tipo de policía cinematográfico. Dicha característica, unida a su individualidad dentro del sistema, lo aproxima a los agentes del policíaco estadounidense de finales de los años sesenta y parte de la década siguiente. McLeod se aferra a su visión dual del ser humano (para él solo hay criminales y buenos ciudadanos), aunque, a diferencia de los futuros protagonistas de The French Connection (William Friedkin, 1971) o Harry el sucio (Dirty Harry; Don Siegel, 1971), no lo hace como consecuencia del entorno de corrupción y crimen que potencia el desencanto, la soledad y el individualismo de aquellos, características que los posiciona al límite de la justicia que asumen defender. El personaje de Douglas no actúa movido por su presente, lo hace condicionado por un recuerdo de su infancia que sale a relucir en determinados momentos de la jornada durante la cual se produce su caída en la imposibilidad absoluta.


En los primeros minutos de Brigada 21 se muestra la cotidianidad laboral de los policías, como si fuese otro día más dentro de la jefatura del distrito 21. Allí se observa la rutina de sus trabajadores y la armonía reinante, así como la relación que mantienen con los sospechosos y con los delincuentes a quienes han arrestado. Durante los instantes iniciales domina el ambiente de camaradería, pero la jornada no ha hecho más que empezar y aún no ha perdido la inocencia que también se observa en la muchacha (
Lee Grant) a quien han detenido por el robo de un bolso valorado en seis dólares. Dicha tranquilidad se rompe con la aparición del abogado de un tal Karl Schneider, que exige ver al teniente Monaghan (Horace McMahon). Su presencia echa por tierra la posibilidad de que se trate de un día como otro cualquiera, con sus denuncias, sus quejas y sus detenidos por hurto y otros delitos menores. El letrado muestra al jefe de la brigada dos fotos de su cliente desnudo, y advierte que no presenta un solo rasguño, para segundos después amenazar con emprender acciones judiciales si le ponen la mano encima. Poco después, ante la puerta de la jefatura, hace su irrupción en pantalla el matrimonio McLeod. Parecen enamorados, aunque algo les preocupa, no pueden tener hijos. Jim se despide de Mary (Eleanor Parker) y entra en el edificio escoltando a Arthur (Craig Hill), un joven héroe de guerra que ha robado a su jefe en un momento de inestabilidad emocional (generada por su idea de no poder igualar el estatus económico de su novia). Aparte de introducir su propia historia, la presencia del muchacho permite comprender que McLeod es un hombre que juzga el mundo desde el blanco y el negro en el que divide los comportamientos humanos. A medida que pasan los minutos, su intransigencia se agudiza y provoca que las simpatías iniciales que el detective despertaba en el público desaparezcan por completo, ya que sus palabras y su comportamiento delatan su amargura y su obsesiva interpretación de los valores que ha asumido como inflexibles. Su intolerancia viene acompañada de la crueldad que provoca la pérdida de humanidad que sí se observa en el detective Lou Brody (William Bendix) o en Mary McLeod, dos personajes que interpretan el mundo desde perspectivas opuestas a la de Jim. La postura del detective, nacida en su infancia y asentada en su pensamiento presente, solo contempla la noción del bien y del mal, lo cual le genera el infierno en el que ha vivido toda su vida, un desequilibrio que empieza a entrever a partir del instante en el que descubre a su mujer en el despacho del teniente, donde Mary acaba de responder a varias preguntas relacionadas con el doctor Schneider (George Macready), el sospechoso de prácticas abortistas a quien su marido ha golpeado en un furgón policial. El encuentro con su esposa en la comisaria acentúa su intolerancia al tiempo que rompe su frágil equilibrio emocional. De nuevo se erige en juez y no duda en despreciar a Mary, a quien llama golfa porque acaba de descubrir que, antes de conocerle, había mantenido relaciones con otro hombre y, como consecuencia, se vio obligada a abortar (palabra que la censura prohibió emplear en la película). En ese instante, para el policía, su mujer pasa de la blancura virginal que le había atribuido al ser grotesco que repudia, aunque minutos después, por miedo a perderla, intenta recuperla sin éxito, ya que el veneno acumulado con el paso de los años domina su pensamiento, le impide apartarse de su intransigente perspectiva vital y le confirma que solo existe esa intolerancia de la que desea desprenderse en la parte final de esta destacada propuesta dramática de Wyler.

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