miércoles, 16 de noviembre de 2016

Elegía de Naniwa (1936)


Si el control ejercido por el sistema de estudios hollywoodiense sobre sus trabajadores era rígido, el japonés aún lo era más, lo que suponía que sus realizadores tuviesen las manos atadas a la hora de realizar sus películas, adaptándose al tiempo de rodaje, a los actores y actrices escogidos por las productoras, a los presupuestos y a los argumentos que se les encargaba rodar, lo cual provocaba que más que creadores fuesen asalariados de una fábrica de imágenes en la que alcanzaban mayor o menor grado de libertad según la posición que en ella ocupasen. Esta circunstancia jugaba en contra de aquellos jóvenes directores con intenciones artísticas que, en muchas ocasiones, sentían como su tiempo y su talento se desaprovechaba en producciones que no colmaban sus inquietudes, quizá por ello, un cineasta como Kenji Mizoguchi no alcanzó su madurez creativa hasta la década de 1930, con más de diez años de profesión a sus espaldas y numerosas películas, ahora perdidas, que a pesar de todo le valdrían para ir evolucionando su capacidad cinematográfica. En 1934, Mizoguchi dejó la Nikkatsu (para la cual había rodado la práctica totalidad de sus films) y creó su propia compañía. En la Daiichi pudo dedicarse a temas que eran más acordes con sus intereses y alcanzó mayor libertad para perfeccionar su estilo, peculiar y reconocible, dominado por su gusto por la pintura, por la estática de sus planos-secuencia y por la presencia de heroínas trágicas condenadas por la tradición a la que se deben. No obstante, como consecuencia de la falta de distribución y de la acumulación de deudas, la Daiichi tuvo una vida efímera (1934-1936), lo que precipitó su bancarrota y su desaparición como productora independiente dentro de una cinematografía controlada por los grandes estudios: Daiei, Nikkatsu, Schochiku, Toei y Toho. Sin embargo fue tiempo más que suficiente para filmar cinco títulos que afianzaron sus temáticas y su estilo, que alcanzaría la plenitud artística con Historia de los crisantemos tardíos (Zangiku Monogatari, 1939). La primera de las producciones que rodó para su estudio fue Osen, de las cigüeñas (Orizuru Osen, 1935), a la que siguieron Oyuki, la virgen (Maria no Oyuki, 1935), Las amapolas (Gubijinso, 1935), Elegía de Naniwa (Nanima Hika, 1936) y Las hermanas de Gion (Gion no Shimai, 1936), considerada por la prestigiosa revista Kinema Junpo como la mejor película japonesa del año. Pero Elegía de Naniwa, la primera de las veintitrés que Yoshikata Yoda escribió para "Mizo-san", fue el punto de inflexión en la carrera del maestro japonés y una obra de madurez creativa, así lo atestiguan su carga crítica (la censura prohibió su exhibición hasta 1940), su tono trágico y el protagonismo de la mujer condicionada por la sociedad paternalista y patriarcal a la que pertenece (en este sentido no muy diferente a otras sociedades de la época).


Los hombres en el cine de
Mizoguchi suelen ser fuente de males para la figura femenina, a quien se margina por su condición en un entorno marcado por la tradición (machista y autoritaria) que obliga a sus miembros (sobre todo a la mujer) a acatar la sumisión como parte de su herencia cultural y social. En el caso de Elegía de Naniwa esto se acentúa más si cabe, al ubicar la historia en una época contemporánea y urbana (Osaka, conocida en el pasado como Naniwa) en la que la mujer empieza a tener acceso al mercado laboral, sin embargo, la tradición machista no desaparece, como sí cabría esperar de una sociedad moderna en pleno desarrollo, sino que se confirma en la empresa farmacéutica donde Ayako (Isuzo Yamada) trabaja como telefonista y en su hogar, donde será rechazada por distanciarse de la moral establecida como correcta e inalterable. Acusada de conspiración, repudiada por el hombre a quien ama y por su núcleo familiar, Ayako es una de las primeras heroínas trágicas de Mizoguchi. En esta mujer, trabajadora y contemporánea, se observan características de futuras protagonistas de las mejores películas del cineasta. Se trata de un ser indefenso ante lo establecido, víctima de la sociedad que la empuja hacia la condena existencial que se inicia con el acoso de su jefe en el trabajo y con la deuda paterna que ella asume pagar para evitar el encarcelamiento de su padre (Seiichi Takegawa). Esta circunstancia, que tiene algo de biográfico, la obliga a convertirse en la amante de su jefe, lo cual le impide alcanzar una hipotética felicidad al lado de Nishimura (Kensaku Hara), quien, desinteresado de los problemas de la joven, es responsable indirecto de que esta acepte vivir como mantenida de un hombre casado y tradicional. Como consecuencia de las acciones masculinas, la felicidad pretendida por Ayako se esfuma sin remedio, en primera instancia, por el conflicto con su padre, un hombre mezquino a quien salva de la cárcel entregando su cuerpo a Sonosuke Asai (Benkei Shiganoya), quien también la utiliza hasta que su esposa los descubre en una representación de Bunrako (teatro de marionetas). Su hermano (Shinpachiro Asaka) también la juzga y la condena, hacia el final del film la desprecia sin ser consciente de que fue el sacrificio de su hermana el que proporcionó los doscientos yenes que le permiten continuar sus estudios universitarios. Y finalmente Nishimura, a quien había solicitado ayuda (que le fue negada), reniega de ella cuando, después de que Ayako le confiese que por el bien familiar se ha visto forzada a ser la amante de otros hombres, son detenidos y él reniega de ella y la señala como la única autora del delito que, en un principio, la policía les atribuye a ambos. Todo cuanto se ha visto obligada a hacer la heroína, interpretada de manera magistral por Isuzo Yamada, sirve para salvar a los suyos, pero a ella la condena a la marginalidad y a asumir un destino incierto fuera de la sociedad que la juzga y la repudia por haber osado desafiar la tradición, y la sumisión que esta lleva implícita.

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