lunes, 7 de noviembre de 2016

Jezabel (1938)


Un año antes de que David O. Selznick, Victor Fleming y compañía arrasaran las taquillas de medio mundo con Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind; Victor Fleming, 1939), William Wyler adaptó para la Warner la obra teatral de Owen Davis Jezebel, estrenada sin pena ni gloria en Broadway en 1934 y ambientada en un espacio y en una época similares a los escogidos por Margaret Mitchell para desarrollar su novela. Fiel a su estilo, y a riesgo de ser despedido por el retraso del rodaje, Wyler priorizó por encima de la espectacularidad —que Selznick sí perseguiría en su superproducción— la puesta en escena, en la que nada parece faltar ni sobrar, las relaciones y las reacciones de sus personajes, principio y fin de una película que en apariencia se aprovechaba de la expectativa generada por el anunció de la adaptación del éxito de ventas de Mitchell. Pero, al contrario que Lo que el viento se llevó, que es un film hecho a la medida de su productor David O. SelznickJezabel (Jezebel, 1938) lo es de su director y de su estrella protagonista. Como tal, mantiene las constantes de un realizador fiel a su narrativa cinematográfica, bien estructurada, sin apenas fisuras y que no delata la presencia de Wyler detrás de las cámaras.


Ambas producciones solo presentan el parecido externo de ubicarse en un marco espacio-temporal similar y el de conceder su protagonismo a una joven sureña, caprichosa, consentida y egoísta dentro de un ambiente de lujo y de convencionalismos sociales que se desmorona sin remedio. La heroína y villana del film de
Wyler resulta menos forzada que la de Fleming (más interesado en el personaje encarnado por su amigo Clark Gable), ya que Julie Marsden posee una sinceridad que en Scarlett O'Hara se fuerza, y quizá con George Cukor en la dirección, el personaje de una entregada Vivian Leigh habría alcanzado mayor espontaneidad. La Julie de Bette Davis fluye del talento interpretativo de la actriz, pero también de la perfección exigida por un director capaz de corregir tics y defectos para dotar de naturalidad a una estrella que hasta entonces no había dado lo mejor de sí misma, prueba de ello fueron el reconocimiento de la intérprete y sus tres inolvidables recreaciones a las órdenes del responsable de Jezabel (Jezebel, 1938), La carta (The Letter, 1940) y La loba (The Little Foxes, 1941). De tal manera, la importancia concedida por el director al personaje principal rehuye el forzar la personalidad de Julie, esta se exterioriza desde su desdén hacia lo establecido, de su manipulación del medio y de los hombres que la admiran, de sus emociones y de su constante de imponerse. La rebeldía de su carácter la convierte en una mujer ajena a su tiempo, marcado por las tradiciones (la mayoría caducas y sexistas), las fiestas de la alta sociedad y la hipocresía reinante en el salón de baile a donde acude con su vestido rojo, en lugar del blanco virginal que, como manda el protocolo no escrito, lucen las jóvenes solteras. Esta escena resulta fundamental en la exposición de Wyler, ya que, durante la misma, se produce la ruptura de la protagonista con su medio social (todos la miran y la juzgan por su falta de decoro) y con su prometido, quien, para darle una lección de humildad, la humilla en público antes de despedirse y partir hacia el norte.


La historia de Jezabel avanza un año, situando la acción en 1853, cuando Preston Dillard (Henry Fonda) regresa a Nueva Orleans, en ese momento amenazada por el brote de fiebre amarilla que de manera simbólica amenaza con poner fin al sur tradicional. En Dillard, personaje de menor complejidad que su antagonista femenina, se une la tradición, el honor y el progreso, el cual sale a relucir en determinadas escenas del film, remarcando la situación por la que atraviesa la sociedad sureña que todavía rechaza los cambios que él sabe necesarios e inevitables. La noticia de su llegada resulta un momento esperanzador para Julie. En su mente sueña con recuperar el amor perdido, de modo que no duda en asumir una postura contraria a la que provocó la ruptura, pero no lo hace porque haya cambiado, sino por estar convencida de que así conseguirá aquello que se le escapó un año atrás. Por ello aparenta sumisión, se viste de blanco y aguarda a que Preston vea su transformación, sin embargo, es ella quien se lleva la sorpresa al descubrir que el hombre de quien continúa enamorada (o encaprichada) se ha casado con una norteña en quien ve una rival, sin ser consciente de que Amy (Margaret Lindsay) posee su fuerza, pero también algo de lo que ella carece: humildad y comprensión. El desplante de Preston, desvela el verdadero yo de Julie, su egoísmo y su capacidad manipuladora, la cual le empuja a utilizar a Buck Cantrell (George Brent) como marioneta para vengarse, desencadenando el principio del fin de un presente cambiante y amenazador, que se cobra como víctima a Cantrell, pero también a Dillard, aquejado de fiebre amarilla. Ese instante produce el cambio definitivo en la heroína-villana de Wyler, el cual se confirma en el final impuesto por la Warner, cuando ella asume sus errores, su pérdida y la necesidad de redimirse, que le permitiría congraciarse consigo misma y con el hombre que se debate entre la vida y la muerte. Pero, más allá de contentar a los productores, si tenemos en cuenta lo visto hasta entonces, el final resulta ambiguo, pues existe la duda razonable de si el sacrificio de la protagonista nace del amor desinteresado con el que convence a Amy para ocupar su lugar o es una treta que le posibilita seguir soñando con recuperar a quien considera suyo.


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