jueves, 17 de noviembre de 2016

Las águilas azules (1966)


El desfile de estrellas de El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974) la convirtió en la película más afamada de John Guillermin, sin embargo resulta más simple y peor estructurada que Las águilas azules (The Blue Max, 1966), cuyo ritmo narrativo no presenta los altibajos de aquella. Su inicio deja entrever aspectos que confirman que, como mínimo, se va a disfrutar de una propuesta interesante, pero, a medida que transcurren los minutos, esta idea evoluciona hasta generar la sensación de estar visionando un espléndido drama bélico ambientado en la Gran Guerra (1914-1918). Dicha sensación no tiene su origen en las soberbias escenas aéreas ni en la lograda ambientación, sino en la lucha silenciosa, siempre presente, que enfrenta a la aristocracia, representada en los oficiales y pilotos prusianos, con la clase social simbolizada en el teniente Bruno Stachel (George Peppard), el protagonista del film, a quien se observa por primera vez en el frente occidental en 1916. En ese instante inicial, el humo, el estallido de los obuses y los silbidos de las balas se funden con la mugre, con el barro y con la desolación que domina el terreno por donde el cabo Stachel corre en busca de refugio. Segundos después encuentra protección en una fosa que comparte con varios cuerpos sin vida a quienes no presta atención, porque su mirada no es para los muertos, es para los dos aviones que en ese instante sobrevuelan su campo de visión. La cámara toma un primer plano del rostro del soldado, su mirada delata su pensamiento y su deseo de volar (para así alcanzar aquello que se le niega por su condición humilde), antes de seguir a los aeroplanos por el horizonte azul que releva al barro y a la tierra que desaparecen de la pantalla. Durante el vuelo se suceden los títulos de crédito, amenizados por la partitura de Jerry Godsmith, para trasladar la historia a 1918 y mostrar como uno de esos aparatos (o quizá uno similar) se estrella en el fondo del encuadre que también contiene al vehículo donde viaja aquel cabo, ahora ascendido a teniente de las fuerzas aéreas imperiales alemanas. Esta introducción, aparte de ser una destacada elipsis, contrapone los dos mundos antagónicos que no tardarán en compartir el mismo espacio, aquel al que pertenece el protagonista, de condición humilde y como tal ha luchado en las trincheras, y aquel al que accede poco después de entregar su botella de whisky a uno de los soldados que, desfallecido y mugriento, yace sobre el arcén de la carretera que conduce al personaje de George Peppard (una de sus mejores interpretaciones) a su nuevo destino. En ese momento el teniente abandona su medio natural (también el de cuantos luchan sobre la superficie) para introducirse en el espacio elitista donde solo encuentra rechazo, pues, en el campo de aviación, Stachel es una isla rodeada de pilotos que no han padecido su sino, ya que se trata de oficiales que provienen de la aristocracia prusiana, dominante en el imperio alemán que se desmorona. La imagen del teniente resulta para ellos una ofensa que callan, pero que no ocultan en su comportamiento altivo, que no deja de formar parte de la hipocresía y de su falsa superioridad, nacida de la idea de honor y caballerosidad en la que el capitán Otto Heidemann (Karl Michael Vogler) cree a ciegas.


Como consecuencia del antagonismo dominante, más que un film bélico, Las águilas azules es un drama de opuestos que se enfrentan sin opción a entenderse, de modo que los Heidemann o los von Klugerman (y su mundo condenado a extinguirse) se oponen a la ambición (necesidad) de Stachel por ocupar un lugar que hasta entonces era inaccesible para los de su condición. Quizá por ello siempre intenta demostrar que para él no hay límites más allá de la valía a la que se aferra en su obsesiva idea de conseguir el "Max Azul", la medalla que para él tiene el valor simbólico de que puede igualar y superar a los pilotos de alta cuna que se individualizan en Willi von Klugerman (Jeremy Kemp) o en Heidemann, quien desde el primer instante muestra su rechazo hacia el recién llegado, a quien califica de ambicioso y carente de honor (tal como él lo entiende), aunque este brille por su ausencia en un entorno marcado por los intereses de oficiales como el general von Klugerman (James Mason). Gran parte del metraje se centra en el duelo de antagonistas: Willi y Bruno, ambos son grandes aviadores, pero mientras el primero bebe champagne, símbolo de su estatus, el otro bebe de la mugrienta botella que reposa sobre la mesa de su habitación. La competición entre ambos se produce por la misma mujer, por el mismo reto (derribar más aviones enemigos) o por saber quién es mejor piloto, circunstancia que les lleva directamente a la escena en la que se olvidan de la guerra y se limitan a retarse en el aire, cual lucha de titanes en la que el primero intenta imponer su origen de clase acomodada y el segundo su intención de alcanzar lo más alto por méritos propios. Durante esta primera parte del film, Guillermin posiciona sus piezas y sugiere la importancia en el devenir de los hechos del conde von Klugerman y de su mujer (Ursulla Andress), quienes encuentran en el joven teniente a alguien a quien utilizar; el oficial para dar al pueblo el héroe que les contente y acalle las protestas que amenazan con la revolución y Kaeti von Klugerman el amante que sustituya a Willi, porque en Stachel siente la atracción de lo desconocido y lo prohibido para las mujeres de su condición social. Bruno se aprovecha de cuanto le va sucediendo, sin mostrar arrepentimiento ni humildad, porque para él solo existe el "Max Azul" y volar. <<El cielo es mi elemento>>, afirma, porque en ese espacio sin barreras siente que su valía individual es suficiente para borrar las diferencias de clase a las que se alude constantemente, aunque en el film queda claro que esa valía poco puede contra las maquiavélicas maquinaciones del general von Klugerman, capaz de cualquier acto con tal de que la imagen del ejército al que sirve (y venera porque simboliza su origen y su estatus) perviva.

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