lunes, 21 de noviembre de 2016

Los ojos dejan huella (1952)


En la década de 1950 se produjo una amalgama de cineastas españoles de diversas edades, ideologías e intereses, lo cual deparó una curiosa variedad de estilos y perspectivas dentro del limitado y mal cuidado cine español. A los realizadores que habían iniciado su carrera cinematográfica antes de la Guerra Civil, caso de Florián ReyEdgar Neville o José Luis Sáenz de Heredia, se unieron durante la contienda Rafael Gil o Antonio del Amo, ya en la posguerra directores como José Antonio Nieves Conde, Carlos Serrano de Osma, Francisco Rovira BeletaManuel Mur Oti y más adelante, en los primeros años cincuenta, BerlangaBardem o Fernando Fernán Gómez. Cualquiera de los citados presenta en su filmografía películas que mantuvieron a flote un cine ahogado por la censura de la dictadura y por los intereses económicos de los responsables de las distribuidoras y productoras, más preocupados en obtener los derechos de exhibición de películas hollywoodienses que en cuidar y potenciar el producto autóctono, y así poner los cimientos de una industria cinematográfica que pudiese competir con los estrenos que, en su mayoría, llegaban del otro lado del Atlántico, los cuales, por norma general, se proyectaban en mejores salas comerciales, en fechas más idóneas y se mantenían mayor tiempo en cartelera (algo que en la actualidad no ha variado demasiado). Por diferentes motivos algunos de aquellos cineastas han caído en el olvido o, en el mejor de los casos, se recuerdan por títulos puntuales que solo son una pequeña muestra de sus interesantes obras fílmicas. El ejemplo de Sáenz de Heredia resulta más injusto si cabe, ya que la valoración de su obra estuvo (y puede que aún lo esté) condicionada por los prejuicios generados por su buena relación con el régimen franquista, que le encargó el rodaje de Raza (1941), maniquea y propagandística hasta el ridículo, y el "documental" nada verista y panfletario Franco: ese hombre (1964), y, en menor medida, por las comedias que dirigió hacia el final de su carrera, cuando, tras el breve periodo de lucidez vivido por el cine español con los Saura, Picazo o Regueiro, este tipo de film era el único que parecía no tener problemas a la hora de encontrar financiación y distribución. Tampoco su parentesco con José Antonio Primo de Rivera le benefició a la hora de eludir juicios (ajenos a cuestiones cinematográficas) que no contemplaban ni la calidad de muchas de sus películas ni la innegable capacidad narrativa que demostró en ellas, aunque, más allá de las etiquetas y de los films propagandísticos, resulta obvio que el responsable de Historias de la radio (1955) es uno de los nombres propios de la historia del cine español. Durante la posguerra cosechó éxitos como el drama El escándalo (1943) o la fantasía cómica El destino se disculpa (1944), con la que demostraba su buen pulso en la dirección, como también haría en el drama de aventuras carlistas Diez fusiles esperan (1958) o la alocada El grano de mostaza (1962). Entremedias rodó otro de sus grandes films, Los ojos dejan huella (1952), un excelente ejercicio de suspense y melodrama negro que no desmerece de los clásicos del género, que adaptaba un guion de Carlos Blanco, quizá el mejor guionista español de la época y el responsable del libreto de la no menos espléndida Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955). Los ojos dejan huella fue una coproducción hispano-italiana, de ahí su reparto internacional encabezado por Raf Vallone y Elena Varzi (matrimonio en la vida real), secundados por Luis PeñaEmma Penella, Félix Dafauce y Fernando Fernán Gómez, en un rol que aporta las notas de comicidad al macabro juego que enfrenta a Berta (Virzi) y a Jordán (Vallone). Pero, antes de que el rechazo-atracción antagónico cobre el protagonismo de la trama, se observa a Martín Jordán sentado en una de las mesas del restaurante donde habitualmente come. Allí se descubre su personalidad. Se trata de un individuo que odia su vida de vendedor de perfumes baratos, culpando a los demás de su fracaso existencial. El rasgo que mejor lo define es su victimismo, el cual le genera el resentimiento que vuelca sobre Roberto Ayala (Luis Peña) cuando este interrumpe su almuerzo para recordarle que fueron compañeros en la facultad de Derecho. A partir del encuentro fortuito con el personaje de Peña, triunfador en contraposición del derrotismo asumido por Jordán, la animadversión del comercial fija su blanco, aunque no será hasta que descubra a Berta, la esposa del mujeriego ex-compañero de clase, cuando en su mente el odio hacia la hipocresía social (que simboliza en Ayala) se ve igualado por la imperante necesidad de poseer a la mujer de aquel que, en silencio, lo desprecia porque lo considera inferior a él.


La trama, cuya puesta en escena resulta ejemplar, podría dividirse en dos partes: el antes y el después del suicidio (homicidio) de Roberto. La primera presenta a los personajes, sus personalidades, sus relaciones y las miserias que dominan sus vidas mientras que la segunda se centra en la atracción-rechazo que se produce entre el vendedor y la joven viuda. Durante la primera mitad el personaje de
Vallone se muestra arisco, aunque deseoso de ver a la mujer de su excompañero, por ello acepta la invitación de Ayala, sin ser consciente de estar siendo utilizado por este para encubrir una de sus aventuras de faldas. Durante el tiempo que dura su relación, el desprecio mutuo es evidente y alcanza su punto crítico cuando, tras creer haber matado a un hombre durante una disputa, Roberto acude de madrugada a la casa de Martín para pedir su ayuda. Esta circunstancia la aprovecha el comerciante para deshacerse de quien se interpone entre él y su objeto de deseo, de modo que cambia su rol de víctima por el de verdugo y acude a enterarse de qué ha sucedido en realidad. Nadie ha muerto, pero en su mente se va gestando el plan que cuida hasta el último detalle: acorralar a Roberto, hacerle escribir una nota de suicidio y simular su muerte en público, y para ello le entrega una pistola con balas de verdad, en lugar de las de fogueo que le había mostrado momentos antes. Ante doce testigos el engañado se quita la vida sin ser consciente de ello, lo que corrobora que Martín ha cometido el crimen perfecto, de ahí que la policía investigue sin poder demostrar su implicación. Consciente de su éxito, y de que no existen cabos sueltos, reta a los agentes encargados del caso a que demuestren, si pueden, que el suicidio ha sido en realidad un asesinato. La seguridad de Martín es innegable, sabe que nada ni nadie puede demostrar su implicación, sin embargo, Berta no piensa detenerse hasta destapar la verdad y para ello acepta la propuesta del hombre a quien odia, una propuesta que implica compartir tiempo con él, pero que le podría proporcionar la pista que busca mientras Martín intenta enamorarla. Durante este amor-odio se tiene acceso a los hechos desde dos tiempos, el presente y el pasado que introduce el personaje de Fernán Gómez, encargado de seguir a la pareja y enviar sus informes, grabaciones, a su superior, de modo que parte de la acción llega al espectador en tiempo pretérito, empleando un recurso narrativo similar al escogido por Billy Wilder para relatar la magistral Perdición (Double Indemnity, 1944).

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