viernes, 13 de enero de 2017

Amanecer en Puerta Oscura (1957)



Tanto en el silente español como en el cine de la Segunda República se realizaron diversos acercamientos al bandolerismo en títulos como Sierra de Ronda (Florián Rey, 1933) o Diego Corrientes (Ignacio F.Iquino, 1935), basada en el personaje real que ya había sido llevado a la pantalla en 1914 por Alberto Marro y en 1924 por José Busch (y volvería a serlo en 1959 por Antonio Isasi Isasmendi), pero las películas de bandoleros alcanzarían sus máximos exponentes en la década de 1950, en Carne de horca (Ladislao Vajda, 1953) y Amanecer en puerta oscura (1957). Además de su temática común, aunque planteada desde perspectivas distantes, ambas producciones presentan la búsqueda de redención del forajido, que evoluciona desde el individualismo y culpabilidad iniciales hacia su perdón por el pasado que atormenta su presente. Si el personaje central del film de Vajda es un terrateniente acomodado que, debido a una deuda de juego, a su engaño fallido y a su deseo de venganza, se oculta en la sierra en compañía de una banda de asaltadores que él mismo se encargará de desarticular, Juan Cuenca (Francisco Rabal), el bandido de Amanecer en puerta oscura, mató a su mujer y se esconde en la soledad de un espacio (externo e interno) que lo aísla del resto de los humanos, salvo de
l padre Francisco (José María Davó), a quien esporádicamente visita en su iglesia serrana para encontrar el calor humano inexistente en su pesimista deriva existencial. Antes de que Cuenca haga su aparición en la pantalla, para salvar a quienes se convierten en sus compañeros de destierro y viaje, el film de José María Forqué arranca en una mina andaluza donde los capataces extranjeros maltratan a los trabajadores locales, lo cual provoca que Andrés Ruiz (Luis Peña) se revele y acabe con uno de ellos. Esta reacción a la explotación sufrida por los mineros acarrea el reencuentro con su viejo amigo Pedro Guzmán (Alberto Farnesse) y el posterior homicidio que este comete para salvarle la vida. Pero aquello que se inicia como una crítica a la explotación laboral, y que podría llevar a la película hacia otros derroteros, pierde el protagonismo en beneficio de la intimidad, la imposibilidad y la amistad entre los personajes principales. Sin más opciones, Andrés y Pedro huyen a la montaña abandonando su presente y cualquier oportunidad futura. Poco después de que Rosario (Isabel de Pomés), la mujer de Ruiz, se una a ellos, los tres son salvados de la Guardia Civil por ese bandolero que, tras su intervención en la reyerta, les roba sus pertenencias y se desentiende de ellos, aunque no tardará en compartir sus pesares y su trágico destino. Antes de que esto suceda se descubre que los tres tienen en común delitos de sangre, aunque solo Cuenca ha perdido cualquier atisbo de esperanza y fe en lo divino y lo humano, por ello, tras su fachada de bandido, se esconde un hombre atormentado, incapaz de olvidar, de perdonar y de perdonarse. Pero esta incapacidad va dejando paso a un individuo generoso que se entrega a Pedro, Andrés y la familia de este, como demuestra en dos momentos puntuales: cuando decide bajar al pueblo y posteriormente al abandonar la seguridad de la Sierra al lado de aquellos a quienes guía hasta el mar. Mientras se descubre la personalidad del forajido se tiene acceso a la de sus dos compañeros, que en realidad son tres más: la mujer de Andrés, su bebé y María (Luisella Boni), en quien Pedro había depositado las pocas ilusiones de recuperar su vida acomodada, ya que ella es la hija de un juez que en la mente del perseguido podría librarles de la condena que les aguarda. La relación entre los personajes semeja la de una familia, incluso Juan asume su pertenencia al grupo, aún consciente del riesgo que significa guiarles hasta la costa donde pretenden embarcar rumbo a la nueva vida que esperan encontrar en América. Sin embargo, debido a varios contratiempos, son capturados a orillas del mar poco antes de alcanzar su objetivo, lo que depara su encierro y el angustioso final en el que, debido a la Real Orden promulgada por el rey Carlos III, uno de ellos será perdonado y liberado.

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