martes, 31 de enero de 2017

Sombras de los antepasados olvidados (1964)

Nacido en Tbilisi de padres armenios, discípulo de Aleksandr DovzhenkoSergei Paradjanov fue, junto a su amigo Andrei Tarkovski, uno de los grandes renovadores del cine soviético de los años sesenta. Pero, al igual que el surgido en la antigua Checoslovaquia o en Polonia, el nuevo cine de la URSS chocaba con la censura y con los intereses del partido, lo que provocó que películas como Andrei Rublev (Strasti po Andreju; Andrei Tarkovski, 1966) o Sombras de los antepasados olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964) tardasen en ser estrenadas y, cuando pudieron hacerlo, apenas tuvieran distribución comercial en su país de origen, donde resultaban más desconocidas que en el extranjero. Algunas, como fue el caso de Sombras de los antepasados olvidados, también conocida por el título Los corceles de fuego, fueron proyectadas en diversos festivales internacionales, posibilitando su descubrimiento y el de sus responsables. La película, singular, compleja, mística y rupturista, presenta una intención experimental que la desliga de los trabajos anteriores de su realizador, del realismo socialista y de ser una mera transcripción cinematográfica de la novela homónima del escritor ucraniano Mijail Kotsiubinski, a quien se dedicó la película en el centenario de su nacimiento. Sin apenas diálogos, poético y visual, el film se desarrolla en los Cárpatos orientales en el siglo XIX, en una tierra que se descubre fría, inhóspita y con la muerte al acecho. Esta circunstancia se observa durante los primeros compases, con el fallecimiento del hermano de Ivanko (Ivan Mykolaichuk) en el monte nevado donde yace bajo el tronco de un árbol y, poco después, con el asesinato de su padre a manos de un vecino, también en el recuento de hijos fallecidos que su madre realiza cuando Ivan abandona el hogar. Pero aquello que podría ser una narración al uso de un romance truncado por la tragedia, en manos de Paradjanov, se convierte en la experimentación de imágenes que deambulan entre el folclore, el lirismo, el dolor inherente al medio inhóspito y el estudio etnográfico hutsul (grupo étnico ucraniano asentado en la zona Cárpatos) que se expone desde las tradiciones, la religión o las supersticiones que van a la par de la relación que, a pesar del rencor entre sus familias, Ivan y Marichka (Larisa Kadochnikova) comparten desde niños. Ambos se convierten en inseparables mientras crecen como también lo hace su amor, sin embargo, en una tierra olvidada, la tragedia forma parte de la vida, y esta se recrudece cuando Marichka muere ahogada. A partir de este instante la existencia de Ivan carece de sentido y se condena a la soledad que se representa en el blanco y negro de la fotografía, que no recupera su colorido hasta poco antes de la aparición de Palagna (Tatyana Bestayeva), la mujer con quien se casa (momento que el autor aprovecha para mostrar el rito), pero en quien no encuentra sosiego ni olvido. La experimentación formal, narrativa (el hilo conductor pierde presencia en favor de los objetos, el folclore y los paisajes) y sonoro (las canciones populares prevalecen sobre los diálogos) que dominan el film de principio a fin, unida al carácter onírico-pictórico (su gusto por la pintura prima en la concepción cinematográfica de Paradjanov), no fue bien recibida en su país, donde la ruptura pretendida por el cineasta fue incomprendida, llegándose a eliminar parte de su metraje original para su muy limitado estreno. Igual de incomprendido fue el propio realizador, condenado al ostracismo por parte de las autoridades soviéticas, lo que implicó varias detenciones y una carrera artística marcada por su innegociable personalidad creativa y por la persecución en la que se convirtió su vida.

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