sábado, 28 de enero de 2017

Un día de furia (1993)


El título original
Falling Down (cayendo) también podría aplicarse a la irregular carrera como realizador de Joel Schumacher, porque, vistas las películas que componen su filmografía, no resultaría exagerado decir que en este film alcanzó su máximo profesional. A partir de Un día de furia (Falling Down, 1993), el descenso fue vertiginoso en sus entregas de Batman, más atenuado en sus dos adaptaciones de John Grisham y ligeramente remontó el vuelo en Tigerland (2000) y en Última llamada (Phone Booth, 2002) para volver a precipitarse con la fallida El fantasma de la ópera (Andrew Lloyd Webber's: The Phantom of the Opera, 2004). Pero tampoco resultan mucho más destacadas sus películas de entre medias ni las posteriores, tampoco las anteriores, aunque parte del público que vivió su adolescencia durante la segunda mitad de la década de 1980 considere Jóvenes ocultos (The Lost Boys, 1987) como un título de culto. Lo mejor del cine de Schumacher se encuentra en el recorrido de D-Fens (Michael Douglas) por la ciudad de Los Ángeles, a lo largo de un camino sin retorno hacia el caos que sale a su encuentro cuando abandona el automóvil en la retención donde el calor, la mosca que lo atosiga, el vocerío de los conductores y los cláxones se distorsionan en su cerebro para liberar demonios que provocan el estallido de violencia que delata su desequilibrio, pero también el de una sociedad a la deriva, dominada por el paro, la miseria urbana, las bandas callejeras, el racismo o el no ser económicamente viable.


Todo ello y mucho más detona definitivamente una mente que a lo largo de la jornada a pie hacia Beth (Barbara Hershey), su ex-mujer, y su hija Adele (Joey Hope Singer), en quienes representa un hogar ya inexistente, muestra la agonía existencial de un hombre que ha traspasado el umbral de la cordura, pero también de alguien enfadado con un sistema que ha incumplido las promesas en las que él, y otros como él, habían creído hasta que se produjo su despertar y posteriormente su vacío. Como consecuencia sus reacciones son fruto de su desengaño, que sale a relucir durante las diferentes etapas que lo empujan hacia el límite que sobrepasa en su encuentro con el vendedor (Frederic Forrest) homófobo y racista a quien da muerte. En el camino inverso de D-Fens se posiciona el sargento Prendergast (Robert Duvall), que asume su desencanto vital desde la digna resignación con la que encara tanto su situación familiar como la profesional que se descubren a lo largo de su última jornada laboral. Desde la mesa de su despacho se comprende que Prendergast es diferente al resto de quienes asoman en pantalla, también difiere de los policías de los thrillers estadounidenses de los años setenta, de los que Un día de furia recoge influencias como la descomposición urbana que sale a relucir durante su metraje. La diferencia del detective reside en la ausencia de violencia como recurso y en no buscar culpables a quienes acusar de males propios y ajenos, solo vive con ellos desde la aceptación de la realidad que lo convierte en el personaje "positivo" de un film que representa su crítica social en el hombre anónimo de clase media, con camisa y corbata, que a cada paso por la jungla de asfalto aumenta el arsenal (un bate de baseball, una navaja, una bolsa repleta de armas automáticas y un lanzacohetes) que emplea para exteriorizar que ya está harto de mentiras y de abusos. Esta incapacidad para solucionar sus males y su desilusión desde una perspectiva no violenta, provoca que Un día de furia asuma su apariencia de thriller, pero sin dejar de lado el drama que deja entrever la violencia psicológica sufrida por Beth a manos de D-Fens, e incluso la intermitente comicidad de un personaje que en su caída al vacío presenta momentos de lucidez que lo contraponen con el desequilibrio exterior, aquel que contempla desde el primer momento, cuando en su coche se difumina la última línea entre la cordura y la locura que lo precipita en el abismo donde la imposibilidad de recuperar las ilusiones perdidas se confirman como su única y definitiva realidad.

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