lunes, 13 de febrero de 2017

Perros de paja (1971)


Cansado de ver como sus películas sufrían las intervenciones de quienes ponían el dinero, Sam Peckinpah pensó que en Inglaterra encontraría la libertad necesaria para que sus films no sufriesen alteraciones indeseadas -el montaje de Mayor Dundee (Major Dundee, 1965) o la inmediata retirada de las salas de la ninguneada La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970)-, de ese modo, en su búsqueda de la independencia creativa dentro de un ámbito artístico e industrial donde la creatividad suele supeditarse a los beneficios monetarios, el responsable de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969) se embarcó en su aventura británica guardando en su interior la decepción que para él sería la alteración de sus obras, algo que volvería a suceder en Perros de paja (Straw Dogs). Con el contrato firmado, Peckinpah tuvo que aceptar parte de los cambios en el guión en el que había trabajado durante meses, aunque pudo evitar el final feliz pretendido. Tampoco resultó un rodaje sencillo, a sus problemas con la bebida, se unió su falta de conexión con parte del elenco y las exigencias que vivió durante el rodaje. Todo ello provocó que no sintiera especial simpatía por una película que fue un éxito comercial y que generó disparidad de opiniones entre el público y la crítica.


Más allá de la controversia generada por las distintas interpretaciones, algunas más acertadas y otras menos, Perros de paja contiene una descarnada reflexión sobre la condición humana. La racionalidad y la naturaleza animal de sus personajes encuentra su imagen visual en los dos estilos empleados por el realizador. El primero, más contenido, abarca la primera mitad del film y el segundo, explosivo y nervioso, es el fiel reflejo de la violencia que aflora a partir de la doble violación de Amy (Susan George) en un entorno rural que no desentonaría en cualquier western de Peckinpah —cabe señalar que esta fue la primera película ajena al género que le dio fama—, aunque esto no implica que dicha violencia no se encuentre latente en todo momento, en Tom Hedden, el personaje interpretado por Peter Vaughn, en las miradas furtivas de los obreros que trabajan en la casa del matrimonio Sumner, en sus gestos y en los comentarios que se silencian (en presencia de la pareja) mientras se va enrareciendo una atmósfera amenazante y opresiva que rompe el aparente paréntesis de paz que descubre la insatisfacción marital de David (Dustin Hoffman) y Amy Sumner. Aunque ella es oriunda del lugar, la pareja acaba de instalarse en un entorno rural que choca con la interioridad de David, introvertido, intelectual, en apariencia cobarde y contrario a un ámbito donde nunca parece encontrarse a gusto, quizá porque juzga su intelecto superior al del resto, ya sea en los momentos previos a la agresión sufrida por su media naranja o cuando asume proteger a Henry Niles (David Warner), cuya discapacidad intelectual es rechazada en un entorno desequilibrado, enfermizo y, avanzado el tiempo, peligroso. De hecho, en su primitivismo, Tom Hedden y aquellos que violan a Amy juzgan necesario ser los verdugos de Henry durante la parte final en la que David da rienda suelta a su instinto de supervivencia y al salvajismo que ha vivido sometido hasta entonces. En ese instante asume una postura que contradice su anterior comportamiento, aquel que le habría alejado de Amy (atrapada entre dos mundos masculinos antagónicos) y que ella le recrimina en determinadas ocasiones, algunas bromeando, otras poniendo en duda su virilidad o incitándole a dejar de ser el sujeto pasivo que todos ven en él, porque, en realidad, el protagonista ha vivido en una constante negación, sin encontrar el equilibrio entre su yo civilizado y su yo visceral, el cual se libera desatando no solo la lucha por defender su territorio, sino por satisfacer los instintos que hasta entonces han estado atrapados entre los condicionantes intelectuales y morales que han generado la desorientación que reconoce mientras conduce su automóvil en compañía de Niles.

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