miércoles, 29 de marzo de 2017

A diez segundos del infierno (1959)


Su despido del rodaje de Bestias de la ciudad (The Garment Jungle, 1957) provocó que el nombre de Robert Aldrich desapareciese de los títulos de crédito de la película en beneficio de Vincent Sherman, el realizador que lo sustituyó tras sus diferencias con Harry Cohn, el mandamás de Columbia Pictures. El enfrentamiento de intereses, habitual en Hollywood, nada tendría de especial de no ser porque dejó al cineasta sin proyectos que filmar. <<Me pagaron y me quedé en casa con los brazos cruzados. No conseguía trabajo. Pasó un año y seguía sin conseguir trabajo. Esto está relacionado con lo de seguir en la partida. Cualquiera que se quede fuera, voluntaria o involuntariamente, se arriesga a no volver nunca. Pero entonces alguien me trajo The Phoenix (Ten Second to Hell). Pensé que lo mejor sería que me largara de allí, de modo que lo reescribí, con gran perjuicio para la película, y me fui a Alemania>> (R.Aldrich a Alain Silver; entrevista recogida en Film Comment, vol. VIII, 1, primavera 1972). Su situación laboral dentro del sistema -que castigaba a quienes como Aldrich se rebelaban contra él- propició el paro forzoso del responsable de El beso de la muerte (Kiss Me Deadly, 1955). En estas circunstancias desfavorables, Michael Carreras, dueño de la Hammer Films, le propuso trasladarse a Europa y hacerse cargo del rodaje de una película con la que contó por tercera y última vez con el actor Jack Palance en un papel protagonista. Aldrich aceptó su aventura europea sin pensarlo dos veces, pero ni A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1958) ni Tración en Atenas (The Angry Hills, 1959) resultaron como esperaba, aunque la primera presentes aspectos más interesantes que la segunda. A diez segundos del infierno sufrió la intervención de Carreras, que por lo visto cortó unos cuarenta minutos del metraje original, pero, como el propio realizador reconoció en su entrevista con Alain Silver, uno de los mayores lastres residió en su guión. Como consecuencia, la película presenta una narrativa irregular, aún así, cuenta con un planteamiento atractivo, cuya trama se desarrolla en Alemania, en la inmediata posguerra. Las imágenes muestran un país destruido por la guerra y por las bombas, algunas de las cuales todavía amenazan entre los escombros. Se trata de un tiempo de reconstrucción, amargo y crudo, dominado por la destrucción y la carestía, similar al que Roberto Rossellini expuso con gran maestría en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947). Pero el film de Aldrich no busca ser testigo del sufrimiento humano representado en el niño protagonista de la película del imprescindible realizador italiano, a quien admiraba a pesar de presentar dos maneras distintas de entender tanto el cine como la vida. Aldrich se decantó por emplear el tiempo de reconstrucción y el espacio sin hacer hincapié en el hambre, el mercado negro o la situación de las familias, sino como el escenario para desarrollar el duelo antagónico entre dos personajes y dos pensamientos muy distintos. Al inicio de la película una voz en off presentan a los seis hombres que aceptan el cometido de desactivar las bombas que no detonaron en su impacto contra el suelo. Son profesionales, no en vano fueron artificieros durante la guerra, aunque, al igual que entonces, lo hacen porque es la única alternativa para poder continuar con sus vidas, e igualmente son conscientes de que estas se encuentran amenazadas por el oficio que desempeñan. Como consecuencia de esta realidad, destinan la mitad de su sueldo en una apuesta que ganarán aquellos que sobrevivan tres meses. La escusa de la apuesta introduce una de las constantes aldrichianas: el enfrentamiento entre las dos posturas que representan Eric (Jack Palance), un romántico que no ha perdido su capacidad de implicarse, y Karl (Jeff Chandler), que solo piensa en divertirse y ganar el premio en el que se expone la certeza de que tarde o temprano la muerte llamará a sus puertas. Aunque imperfecta, A diez segundos del infierno resulta ejemplar en su exposición de la competición entre contrarios (al menos en apariencia) tan arraigada en el cine del realizador de Veracruz (Vera Cruz, 1954), individualidades que inevitablemente chocan dentro de un espacio que remarca aquello que anida en su interior: esperanza y supervivencia en el caso de los antagonistas del film. Como consecuencia ni Eric ni Karl actúan en términos de bueno o malo -esto sería impensable en una película de Aldrich-, lo hacen condicionados por su comprensión del espacio presente (y aquel que han dejado atrás), un espacio donde Eric pretende reconstruir y reconstruirse tras la experiencia bélica, mientras que Karl se aferra a su cinismo y al egoísmo -que le ha permitido sobrevivir- con el que espera ganar el juego macabro que enfatiza su desapego y su distanciamiento definitivo de la humanidad que define a su compañero y rival.

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