lunes, 19 de junio de 2017

La nueva Babilonia (1929)


Ambientada en 1871, durante la guerra franco-prusiana, La nueva Babilonia (Novvy Vavilon, 1929) se define a sí misma como un drama en ocho partes. Lo que no dice, aunque sí muestra, a lo largo de cada uno de los momentos en los que se divide, es el enfrentamiento entre la clase trabajadora y la burguesía, cuyo poder político y económico oprime a los primeros. Este enfrentamiento revolucionario se había convertido en una de las piedras angulares del cine soviético silente, una constante temática que se repite en títulos como los primeros Eisenstein —La huelga (Stachka, 1924), El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin, 1925), Octubre (Oktiabr, 1927)—, la trilogía revolucionaria de Vsévolod Pudovkin —La madre (Mat, 1926), El fin de San Petersburgo (Konets Sankt-Peterburgo, 1927) y Tempestad sobre Asia (Potomok Chinguis-KhanVsévolod Pudovkin, 1928)— o los más simbólicos de Alexander Dovzhenko —La montaña del tesoro (Zvenigora, 1928) y Arsenal (1929)—. Pero el verdadero logro de EisensteinPudovkin, Dovzhenko o del dúo Kozintsev-Trauberg (en este film) residió en el aspecto formal de sus películas y en los simbolismos empleados para abordar la revolución proletaria, sea esta la de 1917, la fallida de Odessa de 1905 o la también estéril de París de 1871. Pero esas formas (nacidas del montaje, metáforas y otros símbolos cinematográficos) que hicieron grande al cine posrevolucionario soviético no tardarían en ser desterradas (prácticamente, prohibidas) y sustituidas por el realismo socialista oficial, que puso fin al periodo de mayor esplendor y revolución cinematográfica del cine soviético, y, aunque tuvo sus grandes obras, la época que le siguió resulta un tiempo cinematográfico (y literario) más irregular.


Desde su encuentro en 1921, pasando por su debut cinematográfico en la comedia vanguardista Las aventuras de Oktyabrina (Pokhozh Oktyabriny, 1924), 
Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg formaron pareja artística durante años, pero, entre sus films mudos, el más reputado es este drama con partitura de Dmitri Shostakovsky (su primera composición para el cine), en el que sus autores se alejan de la realidad histórica y se adentra en la yuxtaposición de planos (gracias a un montaje cercano al desarrollado por Eisenstein) para dar forma a un fresco revolucionario, pictórico y trágico que individualiza la lucha de clases en el levantamiento comunero producido en las calles parisinas, donde el proletario se enfrenta a los patrones que (valiéndose del tópico, la cámara muestra rodeados de lujo y disfrutando de placeres inalcanzables para su trabajadores) no dudan en enviar su brazo armado para restablecer el orden que defiende sus intereses. Dicha yuxtaposición encadena planos de opulencia y decadencia burguesa con el sufrimiento obrero (lavanderas, zapateros o costureras extenuadas se dejan ver a lo largo de una sucesión de planos que enfrenta ambos estratos sociales). También, al inicio de la revuelta, se contrapone la alegría de las trabajadoras, porque en ese momento trabajan para ellas, con el jefe (David Gutman) de los almacenes Nueva Babilonia (templo del consumismo de las clases pudientes), e incluso, en la lluviosa y macabra parte final, se enfrenta visualmente a Jean (Pyotr Sobolevsky), el soldado cabizbajo y harto de luchar, con Louis (Yelena Kuzmina), la vendedora luchadora, dos rostros que aun amándose no pueden hacerlo porque se encuentra en lados opuestos de la realidad social, siendo el uno parte del aparato represor que juzga sin piedad a los miembros de la Comuna y la otra víctima del sistema que acaba imponiéndose por la fuerza en un final que, a pesar de la derrota comunera, anuncia que la revuelta obrera no ha terminado.

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