jueves, 31 de agosto de 2017

Flor del camino (1923)

<<De aquella experiencia aprendí que en los planos generales predomina el decorado y el curso de la acción, mientras que en los primeros planos la atención se centra en la interpretación. Las posibilidades técnicas de las cámaras modernas modificaron este principio>>. Las palabras recogidas de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), en referencia a Flor del camino (Wild Oranges, 1923), dejan entrever la predisposición natural del cineasta para experimentar y aprender con las imágenes, pero no aluden a su deseo de humanizar y hacer reales a sus personajes y a sus historias, un deseo que, unido a su amor por el joven medio de expresión que empezaba a dominar, lo llevaron hasta la cima del cine mundial en El gran desfile (The Big Parade, 1925), ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) o Aleluya (Hallelujah,1929). Pero antes de alcanzar la gloria que le deparó el primero de los títulos referidos, el cineasta texano había dado muestras de su personalidad cinematográfica en títulos tan destacados como este drama intimista, en ocasiones romántico, en otras violento, cuyo plano inicial se abre a una carretera solitaria donde un periódico perdido no tarda en ser arrastrado por la fuerza del viento. Las páginas del diario alcanzan un coche que, tirado por dos caballos y ocupado por un matrimonio, circula sereno por el camino hasta que, en ese instante, la pareja de equinos se desboca en una carrera enloquecida, sin que el conductor pueda controlarlos ni evitar el posterior accidente que se cobra la vida de su mujer. En pocos minutos, la cámara de Vidor ha mostrado la tragedia que marca el devenir del héroe, a quien volvemos a ver tres años después, durante los cuales John Woolfolk (Frank Mayo) ha navegado en una soledad que solo se ha visto mitigada por la presencia de Paul Halvard (Ford Sterling), el marinero que lo acompaña en su aislamiento (entierro) marino. En el momento presente, su nave arriba a las costas de Georgia, cerca del pantano donde Millie Stope (Virginia Valli) vive atrapada desde el día de su nacimiento. El miedo de la joven, heredado del temor que define a su abuelo (Nigel De Brulier), resulta tan evidente como la imposibilidad de abandonar las tierras que la sujetan y le impiden el acceso a la libertad que siempre ha anhelado. Ambas circunstancias, aquellas que marcan a John y a Millie, son expuestas desde el dinamismo de King Vidor para iniciar una espléndida película que combina drama, tensión, romance y violencia, como la expuesta con brillantez en la brutal pelea que enfrenta a Woolfolk y Nicholas (Charles A.Post). Dicha mezcolanza sirve al cineasta para indagar en la interioridad humana, sacando a relucir deseos, pasiones, frustraciones y, sobre todo, miedo, el miedo a ser libres: a volver a sentir (en el caso del héroe) o a permanecer eternamente atrapada (en el de la heroína). Pero ese miedo a vivir que se descubre en la pareja protagonista empieza a desaparecer cuando Molly y John se conocen, ya que, de manera inconsciente, ambos funcionan entre ellos como fuerzas liberadoras de las cadenas en las que viven. La primera libera al segundo del recuerdo y del dolor, mientras que él representa la libertad con la que la chica ha estado soñando hasta entonces. Sin embargo, la salvaje presencia de Nicholas, escondido en los pantanos tras asesinar a una anciana, amenaza con romper el equilibrio de la pareja tras el regreso de Woolfolk, cuando, sin poder olvidar la imagen de la joven, decide volver a por ella y, de ese modo, también regresar al mundo de los vivos al que había renunciado tres años atrás en aquella carretera solitaria donde la casualidad provocó su tragedia.

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