sábado, 30 de septiembre de 2017

Tras la pista del zorro (1966)


Las primeras películas de Vittorio De Sica tras las cámaras fueron cuatro comedias que nada tenían que ver con el neorrealismo que le dio fama internacional y que ya forma parte fundamental de la historia del cine. Pero hay quien ignora de qué se trata. <<¿Qué es el neorrealismo?>>, pregunta la antigua estrella de la pantalla interpretada por Victor Mature, antes de que su representante (Martin Balsam) exclame: <<¡Sin dinero!>>. La broma está hecha y tiene su gracia, sobre todo cuando se piensa que la imagen que muchos tenían de las películas neorrealistas era de pocos recursos —y a menudo, así era, más si cabe en la inmediata posguerra—, pero en boca del Cesare Zavattini teórico neorrealista la respuesta habría sido otra, quizá más imaginativa y ajustada a la realidad que contemplaba hechos y personas que dotaban de humanidad y valor social a sus guiones, fuesen situaciones extraídas de la calle o inventadas. Suena contradictorio unir “imaginativa” y “realidad”, pero resulta que Zavattini tenía fantasía, también la tenía el neorrealismo, por ejemplo en la fantástica Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950). Sin embargo, cuando se inició el rodaje de Tras la pista del zorro (After the Fox, 1966), el neorrealismo ya había cumplido su misión y de él solo quedaban su leyenda y sus películas, algunas de las cuales tuvieron su origen en la pareja artística 
De Sica-Zavattini. Pero en esta producción que sí tenía dinero, el escritor y guionista italiano se limitó a acompañar a su amigo Vittorio, sin apenas dejar notar su presencia, no acreditada en el guión firmado por Neil Simon. Claro está que el cine de De Sica mejora con las ideas de Zavattini, además, el cineasta nacido en Sora (en la región de Lazio) no sentiría un interés especial por el guión de Simon, tomándose a broma, pues eso es lo que es, esta coproducción internacional que resultó ser una de sus películas más irregulares. Aun así, dicha irregularidad no empaña el entretenimiento que ofrece su burla metacinematográfica, que aprovecha la presencia de Victor Mature, parodiándose a sí mismo en el papel de Tony Powell, y el histrionismo de Peter Sellers en le rol de Aldo Vanucci.


Ladrón, fugitivo, maestro del disfraz, hermano, hijo y conocido en el mundillo del crimen como el "zorro", es de suponer que por su astucia, Vanucci se fuga de la cárcel para salvaguardar el honor de su hermana Gina (
Britt Ekland), intención que no le resulta sencilla, pues Gina desea convertirse en estrella de celuloide y aprovecha cualquier ocasión para coquetear con el cine. Ante la imposibilidad de ofrecer a su madre y a su hermana el bienestar que se merecen, el viejo zorro decide atacar una vez más -mientras suspira <<si pudiera robar lo suficiente para ser un hombre honrado>>-, y lo hace aceptando la propuesta de Okra (Akim Tamiroff), que pretende introducir en Italia el oro robado en El Cairo. Al tiempo que escapa de la policía, Aldo piensa en la bañera o en la sala de proyección, no obstante, todavía no tiene claro cómo introducir el cargamento, pero, visionando en compañía de Gina una antigua película con Tony Powell de protagonista, su cerebro se ilumina con la brillante idea de hacerse pasar por un reputado director cinematográfico, pues la fiebre que desata el cine entre las masas, le proporciona una tapadera inmejorable. Asumiendo la pedante personalidad del ficticio Federico Fabrizi, Vanucci se traslada a una pequeña villa marinera donde todos los vecinos muestran su entusiasmo por salir en la película "El oro del Cairo", un filme inexistente que tendrá que existir como consecuencia del retraso de la embarcación que transporta el metal robado. El mayor acierto de esta comedia, por y para lucimiento de Sellers, una vez más haciendo gala de su capacidad camaleónica, reside en la parodia que De Sica hizo de los dos personajes principales. Por un lado, Aldo Vanucci, en quien se caricaturiza a un realizador que, sin saber qué y cómo rodar, decide realizar un film intelectual que solo es el reflejo de su despropósito, a pesar de que un crítico exclame fuera de sí <<¡ese hombre ha filmado un clásico, un clásico!>>. Por otra parte, nos encontramos con el actor interpretado por Mature, en la vida real retirado de la gran pantalla desde Los tártaros (I tartari; Richard Thorpe, 1961), a una vieja estrella que se niega a aceptar el paso del tiempo, consciente de que sí envejece las ofertas de trabajo continuarán siendo tan mínimas coma hasta el momento en el que acepta participar en "El oro de El Cairo". Pero más allá del tono burlesco (presente en otras producciones del cineasta italiano), Tras la pista del zorro no encaja ni en De Sica ni en Zavattini y sí lo hace dentro de la moda cómica-pop de aquellos años y en el humor que el actor británico había llevado a su máxima expresión en La pantera Rosa (The Pink Panther; Blake Edwards, 1964).

viernes, 29 de septiembre de 2017

El viejo doctor (1939)

Finalizan los títulos de crédito para descubrirnos un primer plano de un letrero que reza: <<... a cualquier lugar que acuda, solo me guiará el beneficio del enfermo... Hipócrates>>. La cámara se desliza hacia la izquierda de la pantalla y encuadra la sala donde un doctor atiende la herida de un niño a quien anima e insta a sonreír. Se trata de Carlos Arguello (Enrique Muiño), un médico comprometido con su profesión que no calla ante la precariedad y la falta de medios que observa en el hospital donde trabaja. Se cierra la escena, otras se suceden hasta que la cámara muestra a la pareja de ancianos que, descendiendo la escalera, abandona la consulta comentando que <<este médico no sabe nada... Es muy antiguo...>>, por Arguello, quien los ha atendido durante años y quien afable y comprensivo acaba de comentarles que la enfermedad que padece la mujer es la misma dolencia que ha revisado veinte veces: un achaque consecuencia de la edad. En una secuencia posterior, este diagnóstico también lo dictaminan los médicos del centro que el matrimonio visita guiado por la insatisfacción provocada por el dictamen previo. Allí, los ancianos, de nuevo muestran su buena predisposición para sufragar los altos costes de pruebas innecesarias (que la anciana desea realizar, porque considera que esa es la medicina moderna) hipotecando o vendiendo su vivienda. Ante esto, los doctores cambian su discurso y optan por llenar sus bolsillos programando análisis y sesiones de rayos X que solo confirmarán que el mal que aqueja a la buena mujer es su avanzada edad. La diferencia entre el primer galeno y los segundos salta a la vista, como también lo hace el posicionamiento de Mario Soffici a favor de quien basa su labor en las necesidades de sus pacientes, no en las de su bolsillo, aunque con ello no haya logrado más dinero que aquel que le ha permitido alimentar a su familia y dar estudios a su hijo (Ángel Magaña). Suficiente para él, porque el médico protagonista de El viejo doctor (1939) trabaja por y para sus pacientes: hombres, mujeres y niños que apenas presentan posibilidades económicas y que encuentran en su persona a un benefactor empeñado en mejorar la sanidad del hospital donde ha ejercido durante veinticinco años. Sin embargo, su obstinación y su sinceridad, a la hora de conseguir mejoras y materiales que permitan una mejor atención a los pacientes, implica su despido, aunque no su abandono de la profesión que profesa siguiendo el juramento hipocrático pronunciado tiempo atrás (aquel que todavía tiene presente en su consulta y en su mente) y el altruismo que, dictado por su conciencia, ha intentado inculcar a su vástago, recién licenciado en Medicina y, de seguir las enseñanzas paternas, condenado a la escasez que se observa durante sus inicios profesionales. Aparte de ser la historia de Arguello, de su día a día laboral, de las quejas de su mujer por una vida de sacrificio, El viejo doctor plantea (y responde) la compleja disyuntiva que atormenta al hijo, atrapado por el lazo sanguíneo que le une a su hermana Susana (Alicia Vignoli), por su admiración paterna, por su necesidad de triunfo (material) y por la herida de bala recibida por Reyes (Roberto Airaldi), el delincuente con quien Susi mantiene la relación sentimental que empuja al joven médico a decidir qué tipo de doctor desea ser.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Ser y tener (2002)


Es innegable que durante los ochenta años que separan 
Nanuk, el esquimal (Nanook of the North; Robert J. Flaherty, 1922) de Ser y tener (Être et avoir; Nicolas Philibert, 2002) el cine experimentó cambios y transformaciones, pero tampoco se puede negar que existen aspectos que, invariables en su origen humano, unen ambos documentales, tan entrañables como distantes en el tiempo. Si Flaherty pasó un año de su vida al lado de su protagonista en las frías y solitarias tierras del norte de Canadá para rodar su película, ocho décadas después, Philibert hizo lo propio en la región francesa de Auvergne, donde fue testigo de la cotidianidad de la escuela rural que se convierte en el escenario principal de su propuesta cinematográfica, la cual, en contadas ocasiones, abandona el aula para acceder al patio del colegio, al entorno familiar de los escolares, a las excursiones primaverales o a la visita al centro de secundaria adonde algunos accederán en cursos venideros. Pero más allá de los espacios aislados, donde se desarrollan sus vidas, lo que une a Nanuk y a los protagonistas de Ser y tener es la humanidad que emanan en todo momento y en cualquier situación. La colleja que una madre propina a su hijo para que este se concentre en sus tareas escolares, la preocupación de otra por el distanciamiento que observa en su silenciosa hija, las lágrimas de Olivier cuando habla a su maestro de la irreversible enfermedad paterna o la intervención del profesor ante la cámara, para desvelar sus orígenes campesinos y su vocación docente, forman parte de esta humanidad que rompe la barrera del tiempo y enlaza a dos cineastas que intentaron (y consiguieron) plasmar momentos de vida en imágenes que, a pesar de la presencia del objetivo que los observa (y el posterior corta y pega en la mesa de montaje), nos ofrecen naturalidad y emotividad, nos devuelve a la inocencia de dos estados o etapas humanas no tan distantes: la “incivilizada” —Nanuk y familia son como niños a ojos de la civilización industrial y mercantil que llama a su puerta para imponerse— y la infancia.


Para ir dando forma a su documento, 
Philibert abre su experiencia mostrando el medio rural cercano a la escuela unitaria de Saint-Etienne sur Usson donde acuden los niños y niñas, de entre cuatro y once años, que viven en los alrededores. El espacio ganadero y agrícola forma parte de la cotidianidad de los pequeños que, en su mayoría, acuden a la escuela en la furgoneta que los recoge en sus casas y los traslada hasta la puerta del edificio en cuyo interior se descubren una única aula y un único docente. A un año y medio de su retiro, en Georges Lopez, el Nanuk de este espléndido documental, se combinan el ser maestro y el tener vocación para serlo, atendiendo las distintas necesidades individuales, educativas y humanas de niños como Jojo (el de las manos machadas del cartel), Olivier, Marie,... y el resto de quienes durante los veinte años que el docente lleva en el centro han pasado por esa habitación para dibujar paisajes, letras y números, también para convivir y socializarse o escribir los dictados que forman parte de jornadas que, más allá de lo laboral y lo educativo, son parte de sus experiencias humanas. Es evidente que los alumnos ven en Lopez a la autoridad, pero también encuentran en él al guía en quien buscar respuestas y al mediador en conflictos o discusiones que surgen a diario mientras sus relaciones les vinculan y actúan beneficiosas, sintiendo la protección, la cercanía y la comprensión de quien, a su vez, saborea la satisfacción que conlleva la labor a la que ha entregado treinta y cinco años de su vida.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

El mundo del silencio (1955)

Es de suponer que cada quien tiene familiares y amistades con aficiones, ideas y pasiones, iguales, distintas o complementarias a las propias, gustos e inquietudes que enriquecen el entorno que los rodean. Yo tengo un amigo cuya pasión por el mar lo desborda, no por su belleza natural ni por la bravura salvaje de sus rugidos y de su furia incontrolable. Su pasión son las profundidades, sumergirse en ellas y bucear por el fondo marino que cada fin de semana llama a su puerta para invitarle a disfrutar de un silencio de luces, sombras, flora y fauna, un universo de vida bajo la superficie cristalina que antes que a él ya había conquistado el corazón de otros muchos. Quizá algo tuviese que ver en dicha conquista el mítico investigador marino Jacques-Yves Cousteau, quien, al contrario que mi amigo -cuyas fotografías, experiencias y conocimientos comparte con sus cercanos y con quienes visitan su blog fotosubgalego- divulgó entre un público mayoritario las profundidades oceánicas con sus estudios marinos, con sus programas de televisión (entre los que se cuentan algunos trabajos para National Geographic y El mundo submarino de Jacques Cousteau) y con El mundo del silencio (Le monde du silence, 1955), multipremiado documental y el primero en su género en obtener la Palma de Oro en Cannes. Realizado en colaboración de sus habituales compañeros en el Calypso (Frédéric Dumas y Albert Falco) y de Louis Malle, por aquel entonces un joven aspirante a cineasta que había dirigido dos cortometrajes, Cousteau estrenaba en 1956 esta pieza clave del cine documental submarino que se sumergía hasta los setenta y cinco metros de profundidad, la mayor filmada hasta entonces. Desde sus imágenes, submarinas o de superficie, se accede a los mares Mediterráneo y Rojo, al Golfo Pérsico y al océano Índico donde el técnico oceanográfico y sus acompañantes se zambullen para mostrar el fondo sobre el cual navega la famosa embarcación y su tripulación. En sus primeras secuencias, la voz del comandante nos inicia en algunos aspectos técnicos y nos guía en sus encuentros con pecios hundidos, ballenas, tiburones, tortugas y otros seres que las cámaras (algunas desarrolladas por André Laban para soportar las inmersiones a grandes profundidades) captan en un hábitat que en ocasiones se ve adulterado por la presencia humana que, en su intención de estudiar, trastoca un medio virgen para el ojo público, hostil y a la vez tranquilo. Hostil y tranquilo porque Cousteau no esconde los aspectos negativos de su expedición, tampoco la parte entrañable, pues ambas se combinan en este viaje en el que tienen cabida los accidentes (el ballenato barrido por la embarcación), los arrecifes de coral, las borracheras de las profundidades o la <<danza macabra>> del grupo de tiburones que, en su afán por devorar el cadáver de la cría de ballena, acaba siendo víctima de la violenta reacción de la tripulación.

martes, 26 de septiembre de 2017

Niñera moderna (1948)

<<Tacey King: Me permite preguntarle cuál es su profesión.

Lynn Belvedere: Desde luego. Soy un genio.>>

Por si alguien duda de la genialidad de Lynn Belvedere (Clifton Webb), solo tiene que observar sus múltiples cualidades y aptitudes a lo largo de los minutos que componen la divertida Niñera moderna (Sitting Pretty, 1948). Pues, aparte de ser un tipo poco sociable, excéntrico, a quien no le gustan los niños, y poco simpático, al menos si tomamos como referencia la primera impresión que de él tienen los King, Belvedere sí es un genio. Además, para quien contempla sus ademanes, escucha sus respuestas y su aparente impertinencia, sí resulta un tipo divertido, como también lo resulta su actitud frente a la contrariedad de quienes le abren las puertas de su hogar pensando que han contratado a una mujer. La imperante necesidad de encontrar a una niñera que cuide de sus tres hijos y ayude en las labores del hogar obliga a Tacey (Maureen O'Hara) y a Harry (Robert Young) a aceptar a alguien que, salvo por su sexo y su imagen estirada, responde a las demandas solicitadas en su anuncio de empleo. De modo que, ante la falta de otros candidatos, ese extraño tendrá que servir. Y vaya, si sirve. La nueva niñera pronto sorprende por su eficiencia, su sinceridad absoluta y por su atípico comportamiento, si así puede calificarse a los hábitos de quien ha entrado en la vida de la familia porque pretende realizar un estudio sociológico que dará que hablar y confirmará su genialidad. También dará que hablar su presencia, la cual se convierte en parte de la comidilla de vecinos que, salvo el ridículo, no tienen nada mejor que hacer que espiar a Belvedere. Pero él no es un conquistador que amenace la estabilidad marital de Harry y Tacey, sino el altivo y refinado erudito que, ante cualquier situación, demuestra que nada ni nadie escapa a sus capacidades ni a su control. Poco a poco este fuera de serie ajeno se convierte en parte de la familia: los niños, los adultos y hasta el perro se rinden ante su evidente talento, lo cual le posibilita el tiempo que necesita para encerrarse en su habitación y allí realizar los ejercicios de gimnasia que lo mantienen en forma o redactar los avances de su experimento. La comicidad de Niñera moderna se sostiene sobre el elegante personaje interpretado por Clifton Webb y su choque con las costumbres de la familia y la moralidad de la clase media, que encuentra en la presencia de un segundo hombre en el hogar de los King algo sospechoso que amenaza la buena imagen de un vecindario que, tras su fachada perfecta, resulta todo lo contrario, lo cual posibilita al erudito los datos precisos para llevar a buen puerto su estudio social.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Generación (1954)



Hace algunos veranos, un peregrino se acercó al grupo de amigos del que yo formaba parte. Él estaba solo y por sus palabras e indumentaria supimos que había recorrido muchos kilómetros a pie. Lo que no dijo, aunque sí comprendimos era que buscaba un momento de evasión, de modo que no tardó en hablar de su experiencia por el camino y en el Camino, de su Polonia natal y de su cine, alabando su grandeza, aunque solo nombrando a Roman Polanski. Esta circunstancia me hizo pensar: <<o sus conocimientos sobre la cinematografía polaca dejan mucho que desear o solo pronuncia Polanski porque cree que no nos suena el nombre de otro director polaco>>. Fuera una u otra, permanecí en silencio y atendí a la conversación que durante los minutos que siguieron intercalaba en una charla informal cuestiones de allí (él) y de aquí (el resto de los presentes). Entre risas por ambas partes y sin profundizar en los temas, se estaba produciendo el acercamiento entre dos culturas y supe que había acertado al no intervenir para preguntarle por qué solo aludía a Polanski, cuando la cinematografía polaca contaba con Aleksander Ford, Wanda JakubowskaAndrzej Munk, Jerzy Kawalerowicz, Krzysztof ZanussiWojcieh J. Has o Andrzej Wajda, entre otros cineastas que, al contrario que el realizador de El cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962), sí realizaron su carrera artística (o la mayor parte de la misma) en su Polonia natal. De aquel encuentro me quedé con este recuerdo, quizá porque me hizo reflexionar una vez más sobre la riqueza de cada cinematografía, una riqueza que menudo se desconoce fuera de sus fronteras y, lo que es peor, dentro de las mismas. Posiblemente aquel buen trotamundos sabría mucho más de lo que dijo sobre el cine de su país y probablemente desconocería gran parte del nuestro (aunque me pese, como ignoran muchos de mis paisanos). Por fortuna, existen nombres que traspasan los límites geográficos y culturales, nombres como los de WajdaMunk y compañía, cineastas que contribuyeron en la modernizaron de la cinematografía polaca entre finales de la década de 1950 y la siguiente.


Entre los miembros de aquella generación de posguerra —precedida y “tutelada” por la de Ford y Jakuwoska—, uno de los que alcanzó mayor fama y prestigio fue Wajda, que se dio a conocer a nivel internacional en Cannes, cuando 
Kanal (1957), película ambientada en el levantamiento de Varsovia durante la ocupación alemana, fue seleccionada entre las candidatas a la Palma de Oro que cada año concede el prestigioso festival. En dicho filme, su segundo largo, quedaba patente su compromiso con la historia de su país natal, con sus ideas y con su interpretación del presente que le tocaba vivir, un triple compromiso que ya se observa en Generación (Pokolenie, 1954), su debut en la dirección de largometrajes y la primera pieza de su trilogía dedicada a la Segunda Guerra Mundial. En ella expuso la situación polaca durante el conflicto bélico desde tres perspectivas complementarias que, en menor o mayor medida, muestran el enfrentamiento interno entre comunistas y nacionalistas, un enfrentamiento que continuaría dividiendo a Polonia durante las siguientes décadas. Aunque no supuso la ruptura de Cenizas y diamantes (1958), con la cual Wajda cerró su tríptico sobre la guerra, Generación se desmarcaba de la tendencia oficial del cine polaco de la época, al tiempo que anunciaba a un realizador clave que, basándose en la novela de Bohdan Czeszko y, a buen seguro, en experiencias propias, concedía el protagonismo de su ópera prima a Stach (Tadeusz Lomnicki), un adolescente cuya inocencia se ve sustituida por el heroísmo y las dudas que se agudizan más si cabe en el personaje de Jasio (Tadeusz Janczar), quien sin desear matar, se ve obligado (al no poder olvidar los cadáveres de sus compatriotas colgados en las calles), como también se ve obligado a quitarse la vida cuando, sin posibilidad de escape, los soldados alemanes lo acorralan en un edificio. Desde la crudeza de sus imágenes, la adolescencia cobra el protagonismo en su despertar a la realidad que precipita el abandono de sus hábitos juveniles para unirse a las guardias populares comunistas. Estos muchachos, al menos aquellos que sobreviven, formarían parte del colectivo que se alza en armas en Kanal (1957), y también serían parte de la lucha que se observa en Cenizas y diamantes el día que concluye la guerra, una lucha que se prolonga durante un periodo de incertidumbre y rechazo entre las dos formaciones que habían plantado cara al invasor alemán. Generación se inicia desde el realismo de imágenes que muestran el suburbio donde vive Stach, aunque no tarda en decantarse por exponer la intimidad de personajes obligados a posicionarse y a vivir la trágica experiencia que abarca desde la primera muerte expuesta por Wajda, en los primeros minutos de metraje, hasta las lágrimas derramadas por el protagonista, cuando, observando al grupo de adolescentes que cierra la película, comprende que ellos son la generación de la guerra y el futuro que se convierte en el presente del realizador cuando rueda su trilogía de la inutilidad del (falso) heroísmo que depara la muerte de Jasio, la de los sublevados que recorren desorientados las cloacas de Kanal o la de Maciek en Cenizas y diamantes, poco después de que comprenda la inutilidad del enfrentamiento entre dos bandos que no desean entenderse, solo imponerse, y decida iniciar una nueva existencia.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Genoveva (1953)

Habrá quien haya rodado más de cien películas y ninguna buena, como también habrá quien haya realizado una, dos, tres..., y todas ellas destacadas, de modo que en el cine, como en cualquier otro arte, no se juzga la cantidad de obras creadas, sino la calidad de las mismas. Por ello, y a pesar de su breve filmografía, no tengo inconveniente en señalar la importancia de Henry Cornelius en la evolución de la comedia británica, importancia inversa a la cantidad de proyectos que, como director, productor o guionista, la componen. De entre sus aportaciones brillan tres comedias fundamentales en dar forma a las características de la comedia Ealing. Estos tres títulos son la inclasificable Clamor de indignación (Hue and Cry, 1947), realizada por Charles Crichton a partir de una idea del propio Cornelius y escrita por T.E.B. Clarke, la magistral Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949) y la inolvidable Genoveva (Genevieve, 1953). En ellos encontramos el origen del humor Ealing, su máxima expresión y su confirmación internacional, pero, al contrario que sus dos compañeras, el último nombrado no se gestó dentro del estudio de Michael Balcon, lo hizo en la poderosa J. Arthur Rank Organisation. Aun así, nadie encontraría la diferencia, pues, Genoveva presenta (y representa) lo mejor de las comedias producidas en la mítica productora londinense, y lo presenta porque sus responsables, Cornelius y el guionista estadounidense William Rose -suyos son los guiones de La bella Maggie (The Maggie, 1953) y El quinteto de la muerte (The Lady Killers, 1955), ambas filmadas por otro indispensable como Alexander Mackendrick- fueron dos de los nombres fundamentales en la elaboración de aquel humor "ealingiano" (valga la expresión) que también impregna esta joya cómica, irónica y de elegante factura, que satiriza con desparpajo y frescura algunas costumbres británicas. A parte de su comicidad y burla, en Genoveva destaca el buen hacer de su cuarteto protagonista (Dinah Sheridan, John Gregson, Kay Kendall y Kenneth Moore), aunque quizá sea mejor escribir quinteto, pues también brilla la presencia de quien le da nombre. Pero, en realidad y a pesar de lo que se pudiera pensar a raíz del título, no es quien, es que. Genoveva no es humana, es el Darracq de principios de siglo XX que Alan McKim (John Gregson) heredó de su padre, y este a su vez del suyo. Por este motivo la desvencijada máquina es más que un coche antiguo, que desentona sobre el asfalto londinense del presente, es parte de Alan, de la tradición, de su legado y de su relación matrimonial, aunque en ocasiones resulte un problema, al menos el fin de semana durante el cual se desarrolla la trama. Muy a su pesar, un año más (y van tres desde su matrimonio) Wendy (Dinah Sheridan) de mala gana acompaña a su marido en la aburrida exhibición anual que el Club del Automóvil organiza como conmemoración de la ley decimonónica que aprobó la libre circulación de vehículos motorizados por la isla. Aquel primer trayecto, entre Londres y Brighton, se repite anualmente llenando el asfalto de reliquias que circulan sin afán de competir, solo por el orgullo que sienten sus dueños al volante de maquinas que, en el caso del Darracq de Alan o del Spyker de 1904 de Ambrose (Kenneth Moore), apenas se encuentran en condiciones de realizar el breve recorrido que, de regreso a la capital, se transforma en una de las competiciones automovilísticas más simpáticas y tramposas del cine, ironizando sobre la relación de pareja, la amistad o la importancia que los dos protagonistas masculinos conceden a la apuesta que da rienda suelta a la parte más hilarante de esta espléndida comedia que, sin ser Ealing, no deja de serlo.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Crepúsculo en Tokio (1957)


A medida que aumenta mi curiosidad, también lo hace mi desconocimiento, al tiempo, en mi mente, se fija con firmeza la idea de que en todas las artes existe un grupo muy, pero que muy reducido de artistas inimitables cuyas obras se encuentran por encima de las del resto, a una distancia insalvable, porque existe algo en ellas que, al tiempo, las humaniza y “diviniza” en formas y sustancias únicas, legado artístico imprescindible que no puede ni debe perderse. En el caso del cine, encuentro en
Yasujiro Ozu a una de esas maravillosas excepciones que, con su poética, sus silencios (que expresan cuanto sienten sus personajes) y su aparente sencillez, provocaron que mi afición por el cine, de hoy, de ayer, de aquí y allá, diera un salto hacia arriba y adelante transformándose la afición en la fortuna que para mí significa descubrir, disfrutar y valorar películas como Crepúsculo en Tokio (Tôkyô boshoku, 1957), no desde una perspectiva teórica que contemple un análisis técnico que no poseo, sino desde quien se encuentra ante imágenes que desbordan sensibilidad serena y melancólica, cuando no trágica y dolorosa como en este magistral drama intimista y crepuscular. La sensibilidad de Ozu impregna cada uno de sus planos, pausados si alguien así lo siente, aunque nunca aburridos y siempre reconocibles, que se sitúan a la altura de personajes sinceros en cuanto expresan y callan, a quienes el cineasta mira sin juzgar con el fin de transmitir los conflictos, las emociones y las preocupaciones que anidan en sus interioridades, mayormente enfrentadas a instantes que parecen detenerse en el tiempo, aunque en constante fuga, pues la vida sigue su curso imparable, inalterable.


Personajes como los miembros de la familia Sugiyama, formada por un padre (
Chisû Ryû) y dos hijas, Takako (Setsuko Hara) y Akiko (Ineko Arima), que viven su monotonía ocultando las preocupaciones que el ojo de Ozu atrapa sin artificios ni engaños en los bares donde la presencia del sake resulta una referencia obligada, en la sala de mah-jong donde Akiko busca a Kenji (Masami Tamura) y sin pretenderlo descubre que la dueña es su madre (Isuzu Yamada), ausente desde su primera niñez, en la comisaría de policía donde se hace más tangible la soledad de la muchacha y en cada rincón de ese hogar cercano que comparte con otros seres corrientes y reconocibles en su humanidad. La soledad camina al lado de Akiko al tiempo que ella no ceja en su empeño de encontrar a su compañero de estudios, aquel que parece evitarla, quizá consciente del secreto que la joven quiere compartir con él. El silencio y la sombra de la desgracia también acompañan el caminar de la muchacha, desorientada por la existencia que la supera y genera sus dudas y su rechazo, según Takako por la falta de la figura materna que ella misma asume en determinados momentos de este drama de inquietudes y de sufrimientos que no necesitan palabras para exteriorizarse, solo los rostros de las hermanas, de una madre marcada por sus decisiones pasadas y de ese padre que se preocupa y siente como la impotencia crece en él, al comprender que nada puede hacer para remediar la insatisfacción marital de su primogénita o el comportamiento de su pequeña, preocupaciones que Ozu, cineasta irrepetible a la hora de exteriorizar el alma humana que se desnuda frente a su cámara, mostró con la naturalidad y la sutileza del gran maestro cinematográfico que era.

El pícaro (1974)


<<¿Qué es la picaresca? ¿Qué es un pícaro?>>, pregunta
Fernando Fernán Gómez en la introducción de su serie producida por Televisión Española, la única cadena que, ninguneando a la segunda con su (a mis sentidos) sempiterna carta de ajuste, existía en la España del año de mi nacimiento, el mismo año que mis padres se debatían entre dejarme a la puerta de la capilla vecina, en la entrada del lupanar de enfrente o bajo las aguas de aquel pequeño riachuelo cuyo curso transcurría tranquilo, y sin alterarse por tan feliz acontecimiento. Aquel año también fue testigo de otros natalicios, entre ellos el de la formación musical The Ramones, de la dimisión de Richard Nixon, de la publicación de la última novela de Ernesto Sábato, del postrero adiós de Vittorio de Sica y de la puesta en órbita del primer satélite artificial español, el cual, a buen seguro, no preocuparía tanto a la población como la esperada puesta en órbita de la democracia que no llegaba. A fin de cuentas, para que engañaros, fue un año como otro cualquier, por eso no deben preocuparse vuesas mercedes, pues no los importunaré ni con más sucesos de 1974 ni con mis cuitas, pesares y desventuras, tampoco con la picaresca que tuve a bien emplear para sobrevivir y llegar hasta nuestros días en un estado si no lamentable, sí menos favorecido que aquel augurado por mis progenitores cuando, cegados por su amor, quisieron ver en mis llantos y en mis quejas grandes aptitudes. No, como la mayoría de los nacidos de mujer, su hijo no era superdotado, pero hablar de mí queda para mejor ocasión, palabra de quien silencia pensamientos e intenciones mientras expresa aquello que vuecencias desean escuchar o, en este caso, leer. Lo que aquí importa, y es menester, son las aventuras y desventuras de Lucas Trapaza (Fernando Fernán Gómez), alguien que, como vos o como yo, necesita acallar sus tripas y, para conseguirlo no siempre con éxito, asume el engaño aun a riesgo de salir trasquilado, apaleado e incluso con el rostro rajado por el mancebo Alonso de Baeza (Juan Ribó), aprendiz de barbero, cuyo arte con las tijeras y la navaja no le proporcionará más sustento ni dinero que aquel que obtenga en compañía de Lucas.


Nacida de la pluma de
Fernán Gómez, Pedro Beltrán y Emmanuela Beltrán, El pícaro (1974) se dio a conocer al público de Televisión Española a edad adulta, en trece capítulos que, teniendo como fin divertir, también pretendían conjeturar y servir de ejemplo de la fortuna e infortunio que hermanan a su protagonista con aquellos ilustres y poco lustrosos personajes que la Literatura Española del Siglo de Oro tuvo la bendita osadía de parir, para oprobio de algunos y disfrute de quienes desde entonces hemos tenido a bien acompañar a buscavidas como Lázaro de Tormes, aquel buscón llamado don Pablos, Pedro Rincón y Diego Cortado, Marcos Obregón, la ingeniosa Elena, Estebanillo o Guzmán. Pero por mucho siglo de Oro que viviese la literatura, gracias a escritores de apellidos del estilo Cervantes, Espinel, Quevedo, Góngora o Alemán, en la España del XVII, la ajena al papel y a la tinta, el material dorado brillaba por su ausencia en los bolsillos de las gentes de a pie, pues, por algún motivo que se me escapa, las monedas también se escapaban y preferían ir allí donde sufragar guerras lejanas o perderse por el camino y caer en las sacas, en ocasiones arcas, de quienes a caballo o en lujosos carruajes no contemplaban banalidades tales como la proliferación exponencial de desheredados que, imitando a Lázaro, Pablo, Guzmán y al resto de los arriba nombrados, asumían el engaño, el hurto y demás menesteres al uso para acallar el hambre y en contadas ocasiones trepar dentro de un país de cuento y miseria. Adelantándose a su tiempo, un buen amigo, que no sirvió como fuente acreditada para El pícaro y a quien mantendré en el anonimato por expreso deseo suyo, susurrome durante horas de entretenimiento las dichas y desdichas de Lázaro, desde su nacimiento a orillas del Tormes hasta su triunfo, sí así podemos llamar al estado en el que se despide aquel niño que alcanzó la felicidad y el noble rango de maduro astado. Aunque mejor que relatar una existencia de miseria y desengaño en tono trágico, Anónimo, muy ácido y crítico él, vino a retratar en primera persona aquella sociedad española que, al igual que cualquier época y cualquier año, vio nacer a gentes que ya desde la niñez no tuvieron más escuela que los palos, la carestía y la necesidad que agudiza el ingenio y la artería. A partir de aquella historia publicada en el siglo XVI se sucedieron otras y, como quien no quiere la cosa, surgió la novela picaresca, pero, amén de formar parte de un género literario, la picaresca como recurso humano y universal existe desde nuestros lejanos antepasados. Por ello, no deben ser severos ni condenar a Lucas Trapaza, pues solo se limitó a tomar el testigo e imitar cuanto otros habían hecho antes que él y otros muchos harían después, aunque, en su caso, con la mala fortuna de que sus engaños y mentiras no conquistan coronas ni las mentes de sus oyentes, al menos no por mucho tiempo, y solo le sirven para malvivir por los pueblos y ciudades donde recibe palos, ofrece consejos y algunas reflexiones y, en contadas ocasiones, obtiene algún premio que acalla las severas protestas de su estómago.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Mario Soffici. Pionero del cine social argentino



De haber nacido cinco centurias antes, quizá habría sido un artista en su Florencia natal o quizá un anónimo más que pasaría por la Historia sin dejar testimonio de sus actos, de sus fracasos y de sus logros. Pero Mario Soffici no nació durante el Quatroccento florentino, lo hizo el mismo año que iniciaba el siglo que sería testigo del triunfo de un invento que, desarrollado a finales del XIX, acabaría por extenderse e imponerse en los dos hemisferios donde vivió este destacado cineasta argentino. Con nueve años, su familia emigró de Italia y se asentó en la argentina Mendoza. Aquella era una edad idónea para sentir especial atracción por el circo, por sus payasos, por las acrobacias y por la magia que envolvía las pistas circulares y los escenarios que no tardarían en dejar de tener secretos para el joven. Aquel muchacho creció y su afición al circo y a la actuación se transformó en su medio de sustento, sin embargo Soffici no destacó en la cultura argentina por sus payasadas o por sus trucos de prestidigitador, tampoco por sus papeles teatrales ni por sus actuaciones cinematográficas, aunque sí lo haría por su relación con el cine. Hacia finales de la década de 1920 ya era un reputado actor teatral que se encontraba de gira por Barcelona, donde coincidió con el pionero cinematográfico José Agustín Ferreyra, apodado "el Negro Ferreyra", con quien inició una relación profesional que daría su fruto en Muñequitas porteñas (1931), la primera producción argentina sonorizada y el primer protagonismo en la gran pantalla del realizador ítalo-argentino. A esta interpretación le siguieron El linyera (Enrique Larreta, 1933) y, de nuevo a las órdenes de su amigo FerreyraCalles de Buenos Aires (1934), en la que también participó como ayudante de aquel, hecho que, unido a sus cortometrajes experimentales, manifestaba que el interés del cineasta mendocino iba más allá de la actuación. Así pues, no tardó en debutar en la dirección de largometrajes y lo hizo con El alma de bandoneón (1935), en la que también participó como guionista, faceta que repetiría en otros de sus filmes. Desde entonces, hasta su último film, estrenado en 1962, realizó un total de cuarenta películas entre las que sobresalen Prisioneros de la tierra (1939), obra clave y pionera del cine social y de denuncia latinoamericano, el melodrama psicológico Celos (1946), por la que obtuvo su único Cóndor de Plata a la mejor dirección, o Rosaura a las diez (1958), título con el que compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cannes poco antes de su retiro de la dirección, aunque no del cine, como atestiguan sus papeles en Una excursión a los indios ranqueles (Derlis M. Beccaglia,1963) o Los muchachos de antes no usaban arsénico (José A. Martínez Suárez, 1976) y que, entre 1973 y 1974 (un año antes de la nueva dictadura y tres antes de su fallecimiento), se encargara de dirigir el Instituto Nacional de Cinematografía, afianzando el breve periodo de auge, calidad y libertad de expresión que la cinematografía argentina no volvería a experimentar hasta la década siguiente, cuando de nuevo se instauró la democracia. De su obra fílmica destacan sus producciones de finales de la década de 1930 e inicios de la siguiente, las cuales merecen especial atención por su posicionamiento a favor de las clases desfavorecidas en Viento norte o Kilómetro 111 (1938), un posicionamiento que alcanza su cota máxima en la ya mencionada 
Prisioneros de la tierra (1939). Aunque posteriormente se decantó por el melodrama en La pródiga (1945), El pecado de Julia (1947), La gata (1947), Mujeres casadas y otras producciones, la perspectiva social de Soffici y su intención de modernizar el cine argentino reaparecerían con influencias neorrealistas y del cine negro hollywoodiense en Barrio gris (1954), otro de los títulos destacados de una filmografía que, a falta de descubrirla en su totalidad, presenta otros aciertos como El viejo doctor (1939), El camino de las llamas (1942), Tres hombres del río (1943), El extraño caso del hombre y la bestia (1950) o Pasó en mi barrio (1951).


Filmografía como director

Muñeca (1924) (cortometraje)
Noche federal (1932) (cortometraje)
El alma de Bandoneón (1935)
La barra mendocina (1935)
Puerto nuevo (1936)
Cadetes de San Martín (1937)
Viento norte (1937)
Prisioneros de la tierra (1939)
Héroes sin fama (1940)
Cita en la frontera (1940)
Yo quiero morir contigo (1941)
Vacaciones en el otro mundo (1942)
El camino de las llamas (1942)
Tres hombres del río (1943)
Cuando la primavera se equivoca (1944)
Despertar a la vida (1945)
La cabalgata del circo (1945)
Besos perdidos (1945)
La pródiga (1945)
El pecado de Julia (1946)
Celos (1946)
La gata (1947)
La secta del trébol (1947)
Tierra del fuego (1948)
La barca sin pescador (1950)
Pasó en mi barrio (1951)
La indeseable (1951)
Ellos nos hicieron así (1952)
Una ventana a la vida (1953)
La dama del mar (1954)
Mujeres casadas (1954)
Barrio gris (1954)
El hombre que debía una muerte (1955)
El curandero (1955)
Oro bajo (1956)
Rosaura a las diez (1958)
Isla brava (1958)
Chafalonías (1960)
Propiedad (1962)

Premios y nominaciones

Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Celos
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor dirección por Celos
Ganador del Cóndor de Plata al mejor actor por El extraño caso del hombre y la bestia
Nominado al Gran Premio en el festival de Cannes por Pasó en mi barrio
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Barrio Gris
Ganador del Cóndor de Plata al mejor guión adaptado por Barrio Gris
Nominado a la Palma de Oro en el festival de Cannes por Rosaura a las diez

martes, 19 de septiembre de 2017

Dioses y monstruos (1998)

En La novia de Frankenstein (Brige of FrankensteinJames Whale, 1935) el doctor Petrorius brinda <<por un mundo nuevo de dioses y monstruos>> y de este brindis Bill Condon extrajo el título para su película, la cual, lejos de ser una biografía, recuperaba para la cultura popular la figura del cineasta responsable del mítico díptico sobre la criatura de Frankenstein, dos films imprescindibles para el éxito del ciclo de terror realizado por Universal Pictures durante la década de 1930. Similar a su personaje más famoso, aquella solitaria y rechazada criatura que se convirtió en icono del horror cinematográfico, James Whale fue un hombre incomprendido y repudiado dentro de un entorno más deshumanizado de lo que su glamourosa imagen atestigua, una imagen tras la cual se ocultaban desenfreno, envidias, escándalos, intereses, miserias, prejuicios y rechazos similares al expuesto por el realizador inglés en El doctor Frankenstein (1931) y sobre todo en La novia de Frankenstein (1935). Al contrario que otros miembros de aquel Hollywood dorado, Whale nunca ocultó su homosexualidad, tampoco su excentricidad ni su intención creativa (dentro de un sistema de estudios que no se caracterizaba precisamente por fomentarla), aunque sí sus orígenes humildes. ¿Por qué? Quizá por vergüenza o quizá porque necesitaba una máscara de aristocracia que le permitieran sentir la altivez y la seguridad que, con brillantez, Ian McKellen impregnó a su personaje en esta no menos brillante adaptación cinematográfica de la novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (Father of Frankenstein, 1996). ¿Por qué brillante? Para esta pregunta sí tengo una respuesta precisa, y la encuentro en la acertada exposición de Condon a la hora de combinar cine, crítica, sensibilidad y la ficción de los últimos días del cineasta con el pasado que regresa con mayor fuerza en sus horas postreras, durante las cuales la soledad, que ha dominado el final de su existencia, se ve mitigada por la irrupción de Clayton Boone (Brendan Fraser), el joven jardinero con quien el otra hora director de éxito inicia una relación si no de amistad, sí liberadora para ambas partes. Condon nos descubre a Whale (Ian McKellen) encerrado en sí mismo, sin apenas más contacto humano que aquel que mantiene con su ama de llaves (Lynn Redgrave) y, de manera esporádica, con su antiguo amante (David Dukes). Ya lejos de su esplendor artístico, el cineasta no ha perdido su afición a la pintura, esbozando dibujos y retratos como el que pretende realizar a Clayton, su nuevo jardinero, su modelo y un joven en quien el Whale de ficción descubre los prejuicios que pretende manipular para crear a su monstruo definitivo, el más importante, aquel que pueda liberarlo del sufrimiento que implica su enfermedad degenerativa, que merma sus capacidades y reaviva los recuerdos que ha mantenido enterrados hasta entonces. Aquellas fantasmagóricas imágenes pretéritas (de su infancia o de su paso por el frente de la Gran Guerra) salen a la superficie en presencia de Boone, en quien el creador de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) genera sentimientos enfrentados, entre ellos admiración y lástima. Como si de uno de sus personajes se tratara, el Whale interpretado por McKellen modela a su criatura más allá del esbozo que dibuja sobre el lienzo y, al tiempo que se deja retratar, Clayton logra superar sus temores y descubre la dolorosa intimidad de un hombre atormentado que, en su desesperación, desea poner fin a una existencia que ya solo le proporciona miedo.

lunes, 18 de septiembre de 2017

El rostro pálido (1922)


Desde el cine mudo hasta que a inicios de la década de 1950 Anthony Mann con La puerta del diablo (The Devil's Door; 1950) y Delmer Daves en Flecha rota (Broken Arrow; 1950) pusieran de moda el western pro-indio, lo habitual en Hollywood era presentar en la pantalla a los distintos pueblos oriundos de Norteamérica desde una perspectiva simple y partidista que, supeditada al espectáculo, aumentaba la emoción de las películas y la heroicidad de sus protagonistas, hombres blancos de origen anglosajón que acababan venciendo los continuos ataques de aquellos "pieles rojas" que, sin entrar en detalles del por qué de su comportamiento belicoso, los cineastas concedía el rol de enemigos salvajes de colonos, trabajadores del ferrocarril o del ejército. No obstante, hubo alguna que otra excepción, entre ellas una tan inesperada como la de Buster Keaton y Eddie Cline en El rostro pálido (The Paleface, 1922), quienes, parodiando el western, partieron de los abusos sufridos por los nativos norteamericanos para dar rienda suelta a una comedia que, aunque menos lograda que otras de su autor(es), encaja a la perfección dentro del universo cinematográfico de Keaton. Durante su prólogo se observa la situación que padecen los indios con quienes el cómico no tarda en contactar, cuando, como no quiere la cosa, su personaje se introduce, a través de una empalizada, en un terreno por donde, despistado, se pasea cazando mariposas sin ser consciente de los hechos explicados al inicio del film. Este territorio pertenece a los indios, el mismo espacio que, empleando malas artes, la compañía petrolífera pretende expropiar a la tribu que desentierran el hacha de guerra, dando pie al inicio de la diversión y la burla que no tienen cabida en las reivindicativas propuestas que Mann y Daves realizarían veintiocho años después. Como no podría ser de otra forma, Keaton empleó la parodia para hacer reír, pero también para poner de manifiesto el maltrato recibido por los indios norteamericanos en el cine hollywoodiense, que no solía explicar el furioso y salvaje comportamiento de estos. Keaton sí lo hizo, aunque desde la comedia, pues en su caso la burla resulta más efectiva y entretenida a la hora de mostrar cómo los intereses económicos de la compañía petrolífera provocan la airada reacción de un pueblo que, víctima del engaño de la petrolera, pretende salvaguardar su espacio y sus costumbres sin tener conocimiento del combustible fósil que descasa bajo el suelo que se niega a abandonar. Pero todo esto es ignorado por el personaje de Keaton, de tal manera que no comprende el por qué de su persecución, de su captura y de su quema en la hoguera, a la que sobrevive gracias a su ingeniosa confección de amianto que viste cuando arde en la pira que se consume hasta proporcionarle las cenizas que aprovecha para encender el cigarrillo de la paz que ofrece al jefe indio (Joe Roberts) antes de que este lo acepte como miembro de la tribu. Testigos del milagro, sus nuevos amigos lo nombran "pequeño jefe" y, ¿cómo no?, este les devuelve el honor ayudándolos a reivindicar sus derechos en una sucesión de gags que, tras continuas confusiones y persecuciones, concluyen con su conquista de la princesa india (Virginia Fox) y la victoria de la tribu.

Pampa bárbara (1945)

Cada país tiene su Historia y esta ha servido de inspiración para que cineastas y guionistas encuentren en el pasado la posibilidad de desarrollar dramas y épicas que exponen desde perspectivas crítico-reflexivas o desde la exaltación de la identidad nacional que, en el caso del cine argentino, podemos observar en dos exitosas películas realizadas por el director Lucas Demare para la AAA (Artistas Argentinos Asociados), la productora y distribuidora que él mismo había fundado en 1941 al lado de los actores Elías AlippiFrancisco Petrone, Enrique Muiño y Ángel MagañaLa guerra gaucha (1942) y Pampa bárbara (1945), esta última dirigida junto a Hugo Fregonese (que debutaba en la dirección tras trabajar de asistente de Demare en El viejo hucha y en la popular adaptación cinematográfica de los relatos de Leopoldo Lugones), combinan western, melodrama épico, influencias hollywoodienses y características autóctonas para crear dos epopeyas que no esconden su carácter nacional. El primer título se desarrolla en 1817 durante la lucha por la independencia de la corona española mientras que el segundo lo hace trece años después, en 1830, en un espacio salvaje donde los soldados desertan, huyendo de la soledad y del desarraigo, con la esperanza de encontrar el calor que les proporcionaría un hogar inexistente en el enclave fortificado donde se inicia la historia escrita por Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, la misma que dos décadas después el propio Fregonese volvería a rodar para el productor estadounidense Samuel Bronston en Pampa salvaje (Savage Pampas, 1966). Sin embargo, contar con mejores medios y con una estrella internacional como Robert Taylor no supuso una mejora respecto a lo expuesto en el título original, el cual, salvando las distancias, presenta un punto de partida que la emparenta con el empleado por William A. Wellman para dar formar a su magistral Caravana de mujeres (Westward the Women; 1951). La similitud entre ambas se encuentra en el coprotagonismo de un grupo de mujeres que se traslada a través de un medio natural inhóspito hasta el lugar donde hombres solitarios anhelan su compañía para de nuevo sentirse humanos. Pero allí donde Wellman muestra heroínas decididas que emprenden su deambular de forma voluntaria, Demare y Fregonese exponen el drama de reclutadas a la fuerza entre aquellas mujeres mal vistas por la sociedad que las juzga desde los prejuicios. Su aventura se inicia en Buenos Aires en febrero de 1830, después de que en el fortín Guardia del Toro, el comandante Hilario Castro (Lucas Pastrone) asuma de mala gana acudir a la capital en busca de cincuenta mujeres que mitiguen la soledad de quienes defienden la guarnición y el territorio contra los indios de Huincul y desertores como Juan Padrón (Domingo Sapelli). Son soldados superados por la sensación de desarraigo que agudizan <<la soledad que afloja el ánimo>> y las carencias de lazos familiares y del calor de un hogar. Estas carencias no pasan por alto para Chávez (Juan Bono), el oficial al mando del Toro, quien comprende que la colonización no será posible por la fuerza de las armas, sino por la creación de un vínculo entre la tierra y los hombres, un vínculo que solo será posible con la indispensable presencia de la mujer, en quien el oficial simboliza la familia, el bienestar y el futuro de un territorio deshumanizado que la deseada presencia femenina acabará por humanizar.