lunes, 23 de octubre de 2017

La carta (1940)


La relación profesional entre Bette Davis y William Wyler no empezó con buen pie (tampoco acabó demasiado bien). Las exigencias del cineasta, a la hora de rodar tomas y más tomas de un mismo plano en Jezabel (Jezebel, 1937), llevaron a la actriz a preguntarse por qué le mandaba repetir una y otra vez una escena que en apariencia no tenía mayor importancia. Cuando el director le mostró aquel plano que consideraba válido, ella no pudo más que darle la razón. Fue entonces cuando comprendió que la película estaba en manos de un cineasta distinto, creativo, que sabía lo quería y que no permitiría, ni a ella ni a nadie, que le indicasen cuál debía ser su forma de trabajar. Wyler demostró con creces que sí sabía lo que se traía entre manos y Jezabel resultó una magnífica película, además de un éxito para las arcas de la Warner Bros. y el reconocimiento unánime, de crítica y público, del talento dramático de Bette Davis. Gracias a aquella primera colaboración, la actriz aprendió a dosificar su intensidad dramática, corrigió algunos amaneramientos y encauzó su talento natural, convirtiéndose en la gran intérprete que ilumina la pantalla con la misma intensidad que mana de la mentirosa y solitaria luna llena que brilla con luz prestada en la nocturnidad de los primeros compases de La carta (The Letter, 1940).


Esta nueva colaboración entre la actriz y el director igualó, incluso superó, el listón de la anterior propuesta común, pues la historia de Judith Crosbie es, sin duda alguna, una de las mejores películas de
Wyler, que ya es mucho decir, y también de las mejores interpretaciones de Bette Davis. La segunda versión cinematográfica de la obra homónima de W.Somerset Magahum se abre con el plano de la luna llena, al que sigue el de un letrero que nos informa de la situación geográfica (Singapur) y un siguiente que se centra en un árbol de caucho del que gotea su zumo. Un disparo nos lleva hasta la escalera donde una mujer descarga el cargador del revólver que empuña sobre el cuerpo de un hombre. Ella es Judith, quien no tarda en explicar a su marido (Herbert Marshall), al policía y al abogado del primero el por qué de su sangrienta presentación. Sola, invadida su intimidad por quien retrata de acosador, se dejó dominar por el miedo que le empujó a disparar sobre su presunto agresor. Robert Crosbie no duda de las palabras que escucha, tampoco el joven agente, pero sí Howard Joyce (James Stephenson) y también el público que contempla a la supuesta víctima, y evidente verdugo, narrar los hechos con la tranquilidad que contradice los nervios que la llevaron a acribillar a su supuesto agresor. Está claro que su versión se sostendría ante un tribunal, y eso es lo que Howard, abogado y amigo de Robert, asume hasta que descubre la existencia de la carta que Judith envió al fallecido el mismo día de su asesinato. La carta sirve de escusa para profundizar en los tres personajes principales, posibilitando el conflicto del abogado, que se ve obligado a dejar de lado su integridad para proteger a su amigo (comprende que para aquel sería un duro golpe conocer el contenido que señala a Judith como la amante del asesinado). Por su parte, se confirma que Robert vive cegado por su amor y, por lo tanto, ajeno a la realidad de Judith, una mujer que, en su soledad e insatisfacción, ha ido tejiendo su represión y su paciencia, así como sus actos, a veces fríos y en ocasiones tan viscerales como los de aquella noche de luna llena que, como ella (aferrada a un amor imposible que la aparte de la insatisfacción de una existencia apagada), solo resplandece por fuera.

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