jueves, 7 de diciembre de 2017

Alarma en el Rin (1942)


Salvo excepciones como Tres camaradas (Three Comrades; Frank Borzage; 1938), El gran dictador (The Great Dictator; Charles Chaplin, 1940) o Enviado especial (Foreign Correspondent; Alfred Hitchcock, 1940), previo a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, los estudios de Hollywood se mantuvieron al margen de los hechos que afectaban a Alemania y que acabarían por afectar a otros países. Y no lo hacían por temor a ver sus producciones censuradas en un mercado cinematográfico tan importante como el alemán, de modo que los intereses económicos condicionaron la pauta a seguir hasta que los estadounidenses se vieron envueltos en la guerra tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. A partir de entonces se produjo un cambio en la política de los estudios cinematográficos y su maquinaria propagandística empezó a producir películas que encaraban de manera directa la amenaza nazi. Ser o no ser (To Be or Not to Be; Ernst Lubitsch, 1942), 
La señora Miniver (Mrs. Miniver; William Wyler, 1942), Casablanca (Michael Curtiz, 1942), la trilogía antinazi de Fritz LangJornada desesperada (Desperate JourneyRaoul Walsh, 1942) o Esta tierra es mía (This Land Is Mine; Jean Renoir, 1943), son magníficos ejemplos que abordaban en sus tramas el sinsentido nazi. Quizá no tan brillante como las arriba nombradas, y menos conocida, Alarma en el Rin (Watch on the Rhine, 1942) fue otra de aquellas producciones que en su momento tenían una finalidad concreta y, en el presente, posibilitan comprender aspectos de su época y los motivos de su rodaje.


Basada en la obra teatral de
Lillian Hellman, guionizada por Dashiell Hammett, la película presenta las particularidades de desarrollarse en suelo estadounidense, en un momento anterior al inicio de la guerra, y el ver al héroe ejecutando a sangre fría a su antagonista, como parte de su necesidad (obligación) moral de combatir desde la pantalla al enemigo que, en la realidad mundana, asolaba parte del mundo. Los primeros minutos nos ubican en la frontera mexicana-estadounidense para mostrarnos a la familia Muller (un matrimonio con tres hijos) y su condición de exiliados. Aunque, más que exiliados, Kurt (Paul Lukas) y Susan (Bette Davis) son dos personas que se han posicionado contra el totalitarismo que el primero combate en la sombra desde años atrás, como se descubre después de su entrada en Estados Unidos, gracias a que ella es ciudadana estadounidense e hija de una respetada familia de Washington. El regreso de Susan se produce tras dieciocho años de ausencia. Nada parece haber cambiado, salvo por la presencia de Brancovis (George Coulouris), un aristócrata europeo, y su mujer Marthe (Geraldine Fitzgerald). Presentados los personajes, la historia dirigida por Herman Shumlin toma partido a favor de esa familia que se reúne, un núcleo familiar desde el cual se van descubriendo tanto las injusticias, que han obligado a Kurt a tomar la decisión de luchar, como las distintas personalidades y la determinación del cabeza de familia a combatir a los nazis hasta su último aliento, aunque, como individuo, necesita el respaldado de Susan, quien siempre lo apoya, incluso cuando asume regresar a Europa para intentar liberar a un compañero prisionero de los nazis. Pero antes de que esto suceda, en un final abierto que sería un principio, la película nos ha mostrado el reencuentro familiar, la relación de David Farrelly (Donald Woods) y Marthe, el desconocimiento que la familia Farrelly tiene de la situación que se vive en Europa y también la embajada alemana, donde se citan diplomáticos y militares como von Ramme (Henry Daniell), a quien se ofrece un papel benévolo, o el miembro de la Gestapo con quien Brancovis pretende hacer el trato que le posibilite el dinero necesario para recuperar su tren de vida.

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