sábado, 20 de enero de 2018

Corazón gigante (2015)


Las películas más exitosas del cine islandés reciente, las que le han dado mayor prestigio internacional, narran historias humanas —en realidad, por su origen, todas las historias lo son— y de apariencia tan sencilla y honesta como la filmada por Dagur Kári en Corazón gigante (Fúsi, 2015). En ella, empleando una sencillez que llama la atención, el cineasta expone el rechazo, la soledad, la necesidad de querer y de ser querido que se encuentran presentes en la cotidianidad del protagonista, un niño grande, diferente a los hombres de su edad, de inocencia proporcional al tamaño de su cuerpo, la misma inocencia y el mismo cuerpo que se convierten en el blanco de las burlas, de la violencia y del rechazo de sus compañeros de trabajo. Pero Fúsi (Gunnar Jónsson) no desespera y hace oídos sordos a las burlas mientras continúa viviendo en su aislamiento, fruto del rechazo que su físico y su psique le acarrean y de la incomunicación que predomina en un entorno social sumido en el egoísmo, jugando con sus maquetas y con sus recreaciones de batallas de la Segunda Guerra Mundial, a veces en compañía de Mördur (Sigurjón Kjartansson), su único amigo, otras en la soledad que siempre lo acompaña. Mientras, vive sus días iguales bajo techo materno, con su madre (Margret Helga Johannsdóttir) y Rolfe (Arnar Jónsson), el novio de esta, aunque, en realidad, su existencia se define por la soledad diaria en su trabajo, en el hogar o en sus salidas en automóvil, donde escucha el programa radiofónico del cual es asiduo.


Aunque infantil, Fúsi no es un niño, quizá sí un inadaptado como el protagonista de 
Noi, el albino (Nói albinói; Dagur Kári, 2003); es un adulto de cuarenta y tres años, marginado por una sociedad que parece juzgar a sus miembros por la imagen externa (sea el físico, el llamado éxito profesional u otros similares) sin profundizar en los aspectos ocultos a la vista, aquellos que dan forma a los individuos. Dicho prejuicio se confirma en el padre de la solitaria niña de ocho años a quien Fúsi ofrece su amistad, cuando aquel lo tilda de <<bicho raro>> y, avanzado el metraje, de <<pervertido>>, porque el gigante bonachón, tras la petición de Hera (Franziska Una Dagsdóttir), la lleva de paseo. Fúsi no comprende nada de esto, ni el por qué de su presencia en la comisaría, como tampoco comprende el valor que los demás conceden a la imagen, pues, a él, esta le es indiferente. Por ello es capaz de reconocer la soledad y las necesidades ajenas, como sucede con Sjöfn (Ilmur Kristjánsdóttir), la chica que conoce a la salida del curso de baile al que no asiste, quizá por vergüenza, quizá porque tema nuevos rechazos o simplemente porque no desea hacerlo. La aceptación de Sjöfn marca una novedad en la vida del protagonista. Ella le da esperanza y le impulsa a entablar una relación que no resulta como él espera, porque, inicialmente, para ella es <<una persona maravillosa, pero eso es todo>>. Fusi se ha enamorado, sin importarle que ella le haya mentido, pues trabaja de barrendera en lugar de hacerlo en la floristería que le había dicho. Y no le importa porque no juzga aspectos superfluos; él mira más allá, en el interior, y descubre a una persona solitaria y herida como él, un ser embargado por el dolor que el personaje interpretado por un espléndido Gunnar Jónsson intenta calmar con su presencia, con su paciencia, con sus cuidados y con la generosidad que demuestra cuando la sustituye en su trabajo (y él descubre la aceptación de sus nuevos compañeros, inmigrantes todos ellos) o cuando asume construir el sueño de Sjöfn consciente y decidido a encarar su inevitable y necesario renacer existencial.

  

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