jueves, 11 de enero de 2018

Que Dios nos perdone (2016)


La investigación llevada a cabo por la pareja de policías de
El perro rabioso (Nora Inu, 1949) desprende el calor que la cámara de Akira Kurosawa transmite más allá de la pantalla. Dicha sensación térmica también acompaña a los protagonistas de Que Dios nos perdone (2016) en su recorrido estival por el Madrid de 2011, previo a la visita de Benedicto XVI. Sin embargo, más allá de la coincidencia térmica y de conceder el protagonismo a dos policías, nada tienen que ver el magistral policíaco de Kurosawa con el thriller realizado por Rodrigo Sorogoyen, más próximo al modelo expuesto por David Fincher en la lluviosa y oscura Seven (1995). A esa reunión mediática, que se encuentran en un segundo plano, se unen las manifestaciones, la crisis y la aparición del cuerpo de una anciana en las escaleras del edificio donde vive. En un primer momento, la muerte se califica de accidente, pero, tras la llegada de Javier Alfaro (Roberto Álamo) y Luis Velarde (Antonio De La Torre) al escenario, descubren que se trata de violación y homicidio. Este descubrimiento da pie a la búsqueda del culpable, sin más datos que el de ser un hombre de quien un experto realiza un primer perfil psicológico, incompleto, que no conduce a parte alguna. El calor continúa derritiendo el asfalto madrileño, aunque también existen aspectos que hacen lo propio con la interioridad de la pareja de compañeros, opuestos entre sí, que apenas mantienen más relación que algunas palabras que intercambian durante las pesquisas.


La escena con la que
Sorogoyen abre su película muestra un primer plano de Velarde. Se trata de un tipo introvertido, meticuloso, solitario y reprimido. Inmediatamente se desarrolla la escena en la que su compañero esta siendo sometido a una serie de preguntas por parte de otro policía. Así se comprende que se trata de alguien temperamental, incluso violento, como delatan las imágenes del vídeo que el oficial le muestra. La pareja no puede ser más antagónica, sin embargo, se complementan en su imperfección. La trama avanza y a la primera muerte la sucede una segunda, aunque en esta ocasión la víctima ha sufrido el ensañamiento del asesino. Velarde sabe que se trata del mismo individuo, pero continúan sin pistas. Durante su investigación se expone la interioridad de ambos protagonistas, circunstancia que prevalece durante la primera hora de metraje, antes de que encuentren una pista válida que les conduzca hasta el desequilibrado que persiguen. Tanto Velarde como Alfaro son seres a la deriva: el primero marcado por una infancia difícil y por la tartamudez que delata su inseguridad y el segundo podría compararse con una bomba de relojería que amenaza con estallar, más si cabe debido a sus problemas con sus compañeros de trabajo y, más adelante, con su familia, cuando descubre que su mujer lo engaña. Con todo lo escrito hasta ahora, lo mejor de Que Dios nos perdone no reside ni en su correcto suspense (que no aporta novedad alguna al thriller) ni en su acertada ambientación madrileña, sino en las interpretaciones de sus dos actores principales, Álamo y De La Torre, y, por tanto, en los dos policías a la deriva a quienes dieron vida.

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