jueves, 1 de febrero de 2018

Alondras en el alambre (1969)


Ocho meses de primavera y de esplendor fueron apagados en un suspiro de agosto de 1968, cuando los tanques soviéticos tomaron Praga y pusieron fin al sueño de individuos como Jiri Menzel, un sueño que había implicado mayor libertad de expresión y de vida. Aquella libertad de expresión había sido aprovechada por los miembros de la nueva ola checoslovaca para enriquecer una cinematográfica que, entre 1962 y 1968, gozó de envidiable salud. Entre aquellos directores se encontraba Menzel, cuya ironía subversiva y humana provocó que la censura le condenase al ostracismo y, durante años, prohibiese su Alondras en el alambre (Skrivanci na niti, 1969). El humor irónico y humanista expuesto por el cineasta en esta película aboga por la libertad individual dentro de un entorno dogmático que pretende erradicarla para imponer su orden social. Pero ni los trabajadores (señalados de burgueses por parte de las autoridades) ni las prisioneras que protagonizan el film pierden la esperanza ni las ganas de vivir, de expresar sentimientos, de buscar el calor humano en pequeños gestos: caricias, miradas clandestinas o la reunión alrededor de la hoguera a la que se acerca Alden (Jaroslav Satoranský), el guardián que acaba de resolver sus problemas matrimoniales. Los marginados de Alondras en el alambre prefieren el contacto con lo cotidiano a la política estatal de "trabaja y serás feliz, pero siempre que ni dudas ni preguntes". En su cotidianidad laboral, los reubicados charlan, cruzan miradas o rozan sus manos con las de las prisioneras, en leves caricias que expresan emociones tan humanas como la ternura, mientras se muestran indiferentes a la política estatal que fuerza su reeducación en un adiestramiento condicionado por la amenaza de la cárcel o de los campos de trabajos.


Ambientada durante la década de 1950, 
Alondras en el alambre se inspira en los relatos recogidos en Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (Inzerát na dum, ve keterém uz nechci bydlet, 1965) de Bohumil Hrabal, a quien Menzel había adaptado con anterioridad en la episódica Perlitas en el fondo (Perlicky na dne, 1965) y en la oscarizada Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966) —el cineasta volvería a las historias del escritor en tres ocasiones más. Además de ser censurados por las autoridades, escritor y cineasta comparten una visión humana que concede suma importancia a lo corriente, a lo cotidiano, a lo absurdo, a la esperanza y al amor, priorizando la silenciosa interioridad de los personajes sobre los intereses del sistema opresivo que intenta cambiarles su naturaleza individual. Los hombres y las mujeres del campo de chatarra donde se desarrolla la mayor parte de la película viven atrapados dentro de un estado que no acepta ideas contrarias a las suyas, pues, leídos los letreros que salpican el lugar, lo único aceptable es asumir que <<el trabajo honra>>, aunque desagrade a quien lo practique. Entre la herrumbre que recogen y amontonan, para su posterior reciclaje (en objetos útiles al sistema), se comprende que ellos mismos son material de reciclaje, pues, pertenecientes a la eliminada clase burguesa, se les impone la nueva realidad, la de vivir en un país donde el presente y el futuro se encuentran en manos del régimen que Trustee (Rudolf Hrusínský) representa con orgullo. Este buen hombre presume de su condición obrera, sin embargo viste traje y corbata, no pega palo al agua (salvo en un leve gesto mediado el film) o habla de las virtudes del socialismo implantado tras la guerra, lo cual no hace más que satirizar la imagen de la burocracia de un sistema que en teoría la rechaza. El resto de personajes son personas de distintos extractos socio-culturales, pero todos víctimas de las purgas que sufren por su condición burguesa, por ser intelectuales o por ejercer profesiones liberales (tocar el saxofón o cocinar en un restaurante). La mezcolanza humana que se deja ver por Alondras en el alambre va desde el profesor de filosofía (Vlastimil Brodský), que pone en duda cuanto se predica, hasta el fiscal (Leos Sucharipa), que le sirve de oyente, pasando por el lechero (Vladimir Ptácek), el primer desaparecido, o Pavel (Václav Neckár), el joven cocinero en quien destaca la inocencia, la esperanza y el amor que florece entre los restos metálicos donde observa a Jitka (Jitka Zelenohorská), una de las condenadas por reaccionarias, que, con su silencio, su mirada y su sonrisa, conquista al muchacho. La perspectiva escogida por Menzel para abordar la historia elige la cotidianidad, las relaciones y las pequeñas circunstancias de la mayoría silenciada que se individualiza en los personajes anónimos, con o sin familia, con deseos, frustraciones, ideas o dudas como las que conllevan la detención de Pavel y su posterior condena en la mina donde se reencuentra con el lechero y el profesor, una mina que no borra ni su sonrisa ni su esperanza, no porque el trabajo le honre, tampoco porque haya aceptado su rol, sino porque eleva su mirada hacia el exterior y ve la luz donde se encuentra Jitka.

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