viernes, 18 de mayo de 2018

Cuando pasan las cigüeñas (1957)


Tras revolucionar el panorama cinematográfico mundial de la década de 1920 con los novedosos montajes de
Eisenstein o Pudovkin, con el vanguardista cine-ojo de Dziga Vertov o el lirismo del ucraniano Alexandr Dovzhenko, el cine soviético perdió su brillo para mayor contento de la política estalinista. Durante las dos décadas que siguieron, las directrices establecidas desde el gobierno potenciaron el realismo socialista y el culto a la figura de Stalin y, ante esto, los creadores vieron limitada su creatividad, incluso algunos de los grandes maestros vieron como sus posibilidades de rodar disminuían de forma drástica, hasta prácticamente desaparecer. Condenado a repetirse, el cine de aquel periodo pretendía una realidad colectiva o heroica solo existente en las pretensiones de quienes lo controlaban. También fue inexistente la repercusión internacional y hubo que esperar al "deshielo" para ver al cine soviético aumentar su producción, salir de sus fronteras y recuperar parte de su esplendor pasado. En 1958 Cuando pasan las cigüeñas (Letyat zhuravi, 1957) se convirtió en la primera película rusa en alzarse con la Palma de Oro en el festival de Cannes y Mikhail Kalatozov, su responsable, se daba a conocer a nivel internacional tras veinte años de experiencia en la dirección de largometrajes. El film fue recibido como símbolo del (mínimo) aperturismo post-estalinista, aunque dicha apertura solo fue un espejismo que concluyó en 1968, pero suficiente para posibilitar la irrupción de los Sergei ParadjanovAndrei Tarkovski, Larisa Shepitko, Elem KlimovOtar Iosseliani o Andrei Konchalovsky. Cuando pasan las cigüeñas fue clave, al señalar el camino que poco después aquellos explotarían en la medida que les fue posible.


Pero más allá de ser un título puente entre el realismo y la modernidad pretendida por los nuevos cines europeos, la película de
 Kalatozov sorprendió en Cannes por su antibelicismo y la poética que da forma a la historia de Veronika (Tatyana Samoylova) y Boris (Aleksey Batalov), dos jóvenes a quienes observamos en la madrugada de un día aparentemente idílico, en un instante durante el cual la ciudad les pertenece, el mundo es suyo y el futuro se presenta hermoso porque se aman. La soledad de las calles apuntan múltiples posibilidades para su amor, al tiempo que las imágenes señalan la recuperación del individualismo y de la fuerza emocional que los miembros del Nuevo Cine intentarían explorar y explotar durante los años siguientes. Salvo en las escenas multitudinarias, la despedida a los soldados o el recibimiento de los supervivientes, el colectivo desaparece de la pantalla, donde tampoco tienen cabida héroes que remitan al líder fallecido en 1953. Los personajes de Cuando pasan las cigüeñas son hombres y mujeres corrientes ante una situación inusual: la guerra, un conflicto que implica la separación de los dos jóvenes que al inicio comparten la madrugada idílica que toca a su fin. El nuevo día se antoja igual que cualquier otro, pero la radio se encarga de desmentirlo al anunciar que ha estallado la guerra. Boris tiene claro que su futuro es Veronika, pero su presente lo obliga a alistarse, porque no puede cerrar los ojos ante el sufrimiento que se avecina. Para Veronika es el inicio de su viaje al dolor, a la pérdida de cuanto ama, un viaje que comienza cuando no logra despedirse de su novio. A partir de ese instante, ella se convierte en el centro de la trama, pues, en su trágica heroína, Kalatozov individualiza a la mujer que espera, que sufre en la retaguardia, pierde su inocencia o ve morir a sus seres queridos. Así es la guerra, un vendaval que no se detiene ante el amor ni mira si sus víctimas visten uniforme, son mujeres, hombres o niños. Tampoco se preocupa por el desconsuelo y la desorientación que genera en quienes, como Veronika, sobreviven a los bombardeos y a la destrucción del hogar y la familia. Las imágenes de Cuando pasan las cigüeñas nos trasladan por un breve suspiro al campo de batalla. Barro, cansancio y muerte rodean a Boris antes de que esta última lo alcance sin aviso previo, solo concediéndole unos segundos que el moribundo dedica a la mujer amada y al futuro que ya nunca podrá ser. El sueño de Boris es un imposible, como también lo es la espera de Veronika, sin una carta que la consuele y forzada por Mark (Aleksandr Shovorin) a una relación indeseada. Mientras, la guerra avanza y la ausencia merma la esperanza de la joven que vive una realidad que provoca su sufrimiento, el desprecio hacia sí misma y la idea del suicidio, la cual desaparece cuando se aferra a la remota posibilidad de que su amor regrese.

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