domingo, 13 de mayo de 2018

Easy Rider (1969)

Durante la década de 1960 el llamado sueño americano tocó fondo, dando paso al despertar de la contracultura, a las protestas y al final de la confianza social que se resquebrajó en aquellos convulsos años de segregación racial, de misiles soviéticos en Cuba, de Vietnam, de asesinatos de líderes políticos y de mucho más. Los temores y la pérdida de confianza se dejaron notar y el optimismo previo fue sustituido por la decepción de aquellos que simbólicamente se lazaron a la carretera en busca de su identidad individual y nacional. La situación humana, político y social tuvo consecuencias inmediatas en la música, la literatura y el cine, que experimentó el auge de producciones independientes, producto y reflejo del momento. Algunos cineastas intentaron plasmar la desorientación, la disconformidad, el pesimismo y el fin del sueño dentro de la industria, en películas como Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) o En el calor de la noche (In the Heat of the Night; Norman Jewison, 1967), y los hubo que asumieron la supuesta rebeldía e independencia para romper con el sistema. Este último sería el caso de Easy Rider (1969), un film mitificado más allá de su calidad cinematográfica y, visto hoy, menos rebelde de lo que pretende su aparente ruptura. Un éxito de público y un símbolo en su momento, en la actualidad el film dirigido por Dennis Hopper y producido por Peter Fonda ha perdido atractivo, aunque sirve para aproximarse a aquel presente de pesadilla y alucinación que intentaron plasmar a lo largo del viaje de Bill y Wyatt, dos nombres legendarios del western y de la época pretérita en la que se gestó la fantasía en la que ya no creen. La música, los paisajes, la "yerba", incluso las dos motos parecen tener mayor peso en la narración que la supuesta libertad asumida (como crítica) por los dos motorizados antisistema, que eligen buscar en el camino aquello que ya no encuentran en la sociedad ni en el estilo de vida al que dan la espalda. Su deambular por el asfalto se sucede a ritmo de canciones como Born to Be Wild y pronto descubrimos que lo expuesto por Hopper y Fonda no busca aportar soluciones ni reflexiones sobre los problemas que apuntan en determinados momentos del film, de los que se distancian como lo hacen sus personajes, que pretenden y prefieren evadirse. El inicio nos muestra a los dos amigos en México comprando las drogas que posteriormente venden para lograr el dinero que les permita emprender su odisea, la cual estará marcada por encuentros y desencuentros, por el consumo de marihuana y por los kilómetros que separan Los Ángeles de Nueva Orleans, y de una meta simbólica a todas luces imposible para ellos. Por el camino, los personajes que salen a su encuentro o que ellos encuentran esbozan parte del panorama social de la época, pero la búsqueda de Bill y Wyatt solo les trasporta fuera de la realidad, a la que no se enfrentan y en la que apenas se detienen. Ninguno de los dos cowboys pretenden contribuir a transformar y mejorar aquello que no funciona, como tampoco lo pretende el desencantado y alcoholizado George Hansen (Janck Nicholson), con quien comparten parte del trayecto, solo huyen (incluso de sí mismos), como si la escapada reivindicase su rebeldía y su protesta, cuando en realidad es el reflejo de su derrota.

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