va de vagos - cine
sábado, 18 de mayo de 2024
Relatos salvajes (2014)
viernes, 17 de mayo de 2024
Leopoldo Torre Nilsson, por un cine de autor
Hubo un antes y un después de la irrupción de Leopoldo Torre Nilsson en la cinematografía argentina, de eso no cabe duda. Empleando un término un tanto impreciso en cine, fue el primero que quiso hacer un cine de “autor” o, dicho de otro modo, quiso realizar un cine personal en el que se encargaba de controlar todos los aspectos de la obra desde la elección y escritura del guion hasta el montaje, pasando, claro está, por la filmación. Había encontrado en el cine su medio de expresión artística y resultó ser un cineasta ambicioso: quiso renovar la cinematografía argentina y dotarla de calidad y auparla a un nivel internacional que la situase entre las más prestigiosas. Tampoco se discute que sea uno de los nombres imprescindibles del cine argentino, de los más destacados de las décadas de 1950, 1960 y 1970. Aunque había hecho su primera película diez años antes, fue La casa del ángel (1957) la que le dio a conocer internacionalmente. Con ella, situó al cine argentino en un contexto mundial del que no había gozado hasta entonces. Esta posición la refrendó en La mano en la trampa (1961), que la crítica internacional reconoció en Cannes con el premio FIPRESI. Su padre, Leopoldo Torres Ríos, era director de cine, y su tío Carlos, operador, lo que le supuso un temprano encuentro con el medio al que dedicó su vida profesional y creativa; aunque reconociese que en su adolescencia acudir a los rodajes le resultaba aburrido; incluso aborrecible. Hombre culto y de formación literaria, le gustaban escritores como James Joyce y Marcel Proust, este director y escritor bonaerense trabajó de asistente en varias películas paternas antes de debutar en la dirección de largometrajes en El crimen de Oribe (1950), el cual codirigió con su padre. Durante aquel contacto directo, se había familiarizado con la técnica cinematográfica, con el interés humano que evidenciaba su padre, y con los entresijos de la industria a la que daría un nuevo aire; tímidamente, a partir de Graciela (1956), su adaptación de Nada, la novela de Carmen Laforet, y ya definitivo cuando inicia su colaboración con otra escritora: Beatriz Guido, con quien mantuvo una relación sentimental desde 1951 hasta 1978, año del fallecimiento del director. Con ella colaboró en veintiuna películas, desde La casa del ángel (1957) hasta Piedra libre (1976), la última película de Torre Nilsson, siendo la más reconocida La mano en la trampa (1961), coproducción hispano argentina basada en la novela de Guido, de quien también adaptaría La casa del ángel, La caída, Fin de fiesta. Su cine, influenciado por su cinefilia y sus conocimientos literarios, resulta de los más personales de entonces. En su vertiente más personal, pues también tuvo que hacer concesiones a la industria —en las por él llamadas “películas crisis”—, es reconocible en su deambular entre el drama psicológico y el social. El carácter introspectivo de su cine, su tendencia al barroquismo, y no en pocas ocasiones de cierto gusto por lo onírico, su gusto por la literatura, la psicología de sus personajes, admiraba la capacidad psicológica de la novela y la quería desarrollar en la pantalla, abrían un nuevo periodo de la cinematografía argentina, influyendo en futuros directores como Leonardo Favio, entre otros grandes que le siguieron cronológicamente…
jueves, 16 de mayo de 2024
Golgo 13: El profesional (1983)
El manga creado por Takao Saitô en 1968 dio pie a otro de los títulos más conocidos del anime japonés de la década 1980. Su personaje había sido adaptado con anterioridad a la pequeña pantalla en 1971, en la serie televisiva Gorugo 13, y a la grande en Gorugo 13 (Jun’ya Satô, 1973), protagonizada por Ken Takakura. Posteriormente, otra estrella del cine de acción japonés, Sonny Chiba, encarnaría a este asesino inspirado en James Bond en Golgo 13. Asignación Kolwoon (Gorugo 13: Kûron no kubi, Yukio Noda, 1977); pero quizá sea Golgo 13: El profesional (Gorugo 13, Osamu Dezaki, 1983) la más lograda hasta la fecha; al menos estéticamente hablando. Además, la de Osamu Dezaki pasa por ser de las primeras películas de animación en usar imágenes generadas por ordenador —la primera vez que se uso CGI fue para los créditos de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) realizados por Saul Bass y animados por John Whitney—, lo cual tampoco dice nada sobre una película que gira en torno a la venganza que pretende el millonario que ha perdido a su hijo, asesinado por Golgo 13. Se trata de una animación que pretende una tonalidad adulta, cuya estética busca entre las sombras, el desnudo femenino y la violencia, pero su tono carece de humor e ironía y de formas y fondo sensible y emocional que le dé mayor sentido al conjunto —la frialdad o la contención emocional del film sería la proyección externa de la interioridad del protagonista—, como el que se puede descubrir en las películas que Miyazaki o Takahata, por citar dos nombres propios que estaban aupando el anime a la categoría de poesía animada. Dezaki mira a occidente, aunque le cae más cerca Seijun Suzuki, y se toma demasiado en serio, cuando tanto su personaje principal como la trama no dejan de ser caricaturas de caricaturas ya vistas. El protagonista, Duke Togo, es un asesino profesional conocido como Golgo 13, pero no por actuar fuera de la ley, cargándose gente por dinero, deja de ser el héroe de la función, pues, emulando el estilo del 007 de Sean Connery, pero sin su elegancia ni su aquel, es un tipo duro, infalible, frío, letal, irresistible para las mujeres y con una ética profesional fuera de toda duda, pues, como el agente con licencia para matar, siempre cumple el encargo…
miércoles, 15 de mayo de 2024
Impacto (1948)
martes, 14 de mayo de 2024
Los que se quedan (2023)
Los temas se repiten tanto en cine como en literatura, por eso es el modo de expresarlos el que suele decantar la balanza. La forma de hablar, en este caso de contar y mostrar con imágenes y sonidos, también con diálogos y silencios, resulta fundamental. La de Alexander Payne se presenta tranquila, fluida. Se distancia del ruido y de las prisas que podrían impedirle establecer comunicación y jugar en contra de la precisión expresiva con la que relata la relación entre tres personajes que semejan de carne y hueso, pues, aunque sean comunes, no suenan a estereotipos. Les concede profundidad emocional y las interpretaciones de Paul Giamatti, Da’Vine Joy Randolph y Dominic Sessa la corroboran sin necesidad de forzarla ni de insistir en el sufrimiento que Payne nunca oculta. Desvela la aflicción, el duelo o la rebeldía como parte de sus personajes —y del guionista David Hemingson, en su primer guion cinematográfico—, ya que los quiere humanos. Es consciente del sufrimiento y que este les condiciona. En ese instante, el dolor y la sensación de abandono forman parte de ellos. Es así de simple y así de complejo. La sutileza con la que los muestra habla a favor de Payne, de su sensibilidad cinematográfica a la hora de acercarse a los personajes y acercarlos al público, con el que establece contacto sin obligarle. Tal sensibilidad asoma en películas como Entre copas (Sideways, 2004), Nebraska (2013) o Los que se quedan (The Holdovers, 2023), en las que realiza un cine de personas y establece relaciones para romper las distancias y el aislamiento. El contacto en el cine de Payne es curativo; además, se produce una evolución. Sus personajes no son los mismos al final del camino que al inicio. Durante su recorrido común, en las tres citadas hay viaje físico y emocional, pasan de ser solitarios que rechazan (y se rechazan) a la comprensión y, desde esta, a la aceptación, al cariño, a la confirmación de que se ha producido un reconocimiento y establecido un lazo emotivo que va más allá del aprendizaje que se produce. Degustando el momento y empleando formas tranquilas, para contar y hablar, Payne desvela el rostro más humano de sus personajes. En definitiva, en Los que se quedan realiza un cine de esperanza, comunicación y comunión, la que permite que Paul Hunham (Paul Giamatti) el profesor de Historia, Angus (Dominic Sessa), el alumno, o Mary (Da’Vine Joy Randolph), la cocinera, superen el dolor; al menos logren mitigarlo en compañía, dejando de sentirse huérfanos de seres queridos. Lo dicho, los temas se repiten, igual que lo hace el contacto humano en el cine de Payne. Y son sus formas de expresarlos los que posibilitan que esas tres vidas que convergen en el colegio, espacio que agudiza el aislamiento pero que también posibilita el encuentro, nos lleguen sin caer en el melodrama, pues no exageran su condición de almas heridas, ni pierden el punto de humor que los humaniza más si cabe, en la compañía que les mitiga el abandonado, el rechazo y el duelo por la pérdida con el que inician las vacaciones de Navidad de 1970…
lunes, 13 de mayo de 2024
Margarita Xirgu, la brevedad de la escena
¿Quién se acuerda de los actores isabelinos que representaron las obras de William Shakespeare o de Ben Johnson? ¿Y de las actuaciones de Sarah Bernhardt? ¿Es posible evocar una imagen de las mismas? La catalana Margarita Xirgu es un ejemplo de gran actriz recuperada para la historia en nombres de institutos, calles y teatros, en libros como la biografía de Antonina Rodríguez o Epistolario, que recopila cartas escritas de su puño y letra, en una película televisiva que lleva su apellido, pero que dudo le haga justicia —ni a ella ni al resto de personajes históricos que asoman en la pantalla—, y en documentales que intentan explicar su popularidad e importancia en la escena de ayer al público actual. En su época, era la más popular y querida actriz española; con su propia compañía y con el poder suficiente para llevar a escena la obra de cualquier autor, incluso de un joven e innovador poeta como Federico García Lorca, quien, en 1927, intentaba abrirse paso en el teatro y ser reconocido como el dramaturgo que demostraría ser en los años de la II República. Ella era el rostro visible, el cuerpo del drama y la comedia, el reclamo que llenaba las salas de teatros a ambos lados del Atlántico. Era la principal atracción, la cabeza de cartel. Daba igual la obra en escena, el público acudía a verla interpretar. Decía que iba a ver “una” de la Xirgu; no de Calderón, Jacinto Benavente, Valle-Inclán, Ángel Guimerá o George Bernard Shaw. María, Pepe, Juan, Ana y mil más dejaban el día de estreno su dinero en la taquilla por ella, no por los hermanos Alvárez Quintero, Rafael Alberti u Oscar Wilde. La celebraban con aplausos y vítores; sin embargo, ese público que la disfrutaba ya no está y el arte escénico de la Xirgu se perdió con él. Solo cabe reconstruirlo a partir de las críticas y de los artículos de prensa, de los recuerdos escritos de quienes fueron testigos de sus éxitos, como la Medea de Séneca (adaptada al castellano por Unamuno) que representó en el teatro romano de Mérida en 1933, y de quienes la conocieron fuera del escenario.
La dramaturgia no era suya, ni la puesta en escena, salvo que ella dirigiese la obra, pero, tras cada actuación, era ovacionada. Triunfaba allí donde actuaba entre la subida y bajada de telón, mas sus interpretaciones estaban limitadas a su escenificación, condenadas a desaparecer en el olvido. Su arte era en el momento de producirse y solo cabía la posibilidad de que perviviese en el recuerdo de quien la había visto sobre las tablas. La memoria del público teatral es a corto plazo. No es hereditaria como sí puede serlo la del cine gracias a que la película permanece más tiempo y llega a generaciones posteriores. En teatro, la obra representada se limita a su tiempo y solo el texto logra superar los límites temporales. Esto explica, en parte, que las actuaciones de la Xirgu hayan caído en el olvido, algo que no ha sucedido con el teatro de Lorca, pues la obra del granadino continúa representándose y siendo objeto de estudio y admiración sin que se resienta por la ausencia del propio Lorca ni de la actriz que, en lo más alto de su carrera artística, decidió protagonizar Mariana Pineda. La obra se estrenó en Barcelona, con decorados pintados por Salvador Dalí, amigo del poeta. Era la noche del 24 de junio de 1927, la obra, la primera colaboración entre Lorca y Xirgu, <<fue un éxito considerable y el público exigió la presencia del autor, junto a Margarita Xirgu, al final de cada acto, brindando a ambos entusiastas aplausos>>. (1) Posteriormente, en 1930, llegaría la puesta en escena de La zapatera prodigiosa; en 1934, Yerma; Bodas de sangre, en 1935; el mismo año que Doña Rosita la soltera; y ya en 1945, nueve años después del asesinato del poeta y con la actriz en el exilio, La casa de Bernarda Alba… La Xirgu abandonó España rumbo a Argentina, mas adelante se afincaría en Montevideo (Uruguay), donde dirigió la Compañía de Teatro Nacional y creó la Escuela de Arte Dramático…
viernes, 10 de mayo de 2024
O. K. (1970)
Durante la veinteava edición del Festival de Berlín, celebrado en 1970, una de las candidatas al premio, O. K. (Michael Verhoeven, 1970), producción de la Alemania Federal (RFA), fue apartada de concurso, hecho que generó protestas y encaramientos, obligando a los organizadores del evento a cancelar el certamen en el que también competían Satyajit Ray, Brian De Palma, Roy Andersson o Bernardo Bertolucci. De entre los miembros del jurado, había quien, como George Stevens, la acusaba de antiestadounidense, quizá sin tener en cuenta que se trataba de una película antibelicista y antimilitarista, y, por tanto, no trataba de fomentar la distancia entre países; y quien, como Dušan Makavejev, criticaba y se oponía a la controvertida decisión de sacarla de concurso; pues, una vez proyectada, eliminarla iba contra las normas del festival. Obviamente, los que defendían la película abogaban por la libertad de expresión. Además, Verhoeven no inventaba nada, pensar lo contrario se antoja entre hipócrita e ingenuo; es decir, desatados sus instintos primarios y protegidos por las armas y por la ideología que asumen como única válida, los hombres en guerra asesinan, violan, roban, destruyen, torturan, destruyen su humanitarismo,… La guerra destapa lo peor del ser humano; también da pie a gestos generosos, aquello que se conoce como heroicidad. Verhoeven no calumniaba ni pretendía más que desvelar y criticar una situación de guerra. Su film se posiciona contra la guerra y recrea una realidad que viene repitiéndose desde el primer conflicto armado: los abusos y las violaciones a civiles. Como ya se ha dicho, Verhoeven no inventaba. Se inspiraba en el reportaje publicado en The New Yorker en 1969, el cual se relataba la experiencia de un soldado estadounidense en Vietnam. Aunque más que de una experiencia, se trataba de una denuncia de los hechos de los que había sido testigo y que habían pretendido acallar. Era uno de las decenas de miles de jóvenes estadounidenses arrancados de sus cotidianidades juveniles y enviados a combatir a un país alejado, a donde posiblemente no habían querido ir. Por entonces, la guerra de Vietnam era rechazada por gran parte de la población estadounidense y las protestas en dentro del propio país eran una constante; incluso los políticos estaban deseando que se acabase aquella sangráis que sabían de imposible. En aquella tesitura, Verhoeven presentó en el festival su film, en el que representaban un hecho puntual de la guerra entre los comunistas del norte y los capitalistas del sur, apoyados unos y otros por las respectivas potencias. Era una realidad del presente y esto explica un porqué para las protestas contra el film. Otro fue que Stevens, presidente del jurado, se sintió ofendido, dolido, porque había sido oficial durante la Segunda Guerra Mundial y participado en la liberación de Ohrdruf, Mulhausen, Buchenwald y Dachau. En ellos, descubrió el horror de los campos de exterminio —fue quien filmó algunas de las imágenes que serían proyectadas como prueba durante los juicios de Nuremberg— y, probablemente, se negaba a creer que soldados de su mismo uniforme y bandera pudiesen ser autores de crímenes como el que Verhoeven representa en la pantalla: los abusos y la violación de una joven vietnamita. Dos años después de O. K. representase el hecho —los actores se van presentando de uno en uno para informar del personaje que van a interpretar—, Elia Kazan rodaría Los visitantes (The Visitors, 1972) inspirándose en el mismo crimen, aunque él lo expondría como parte del pasado; y ya a finales de la década de 1980, De Palma, presente en la veinteava edición de la Berlinae, rodaría Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), también inspirada en el artículo de The New Yorker y en el libro de Daniel Lang…
jueves, 9 de mayo de 2024
Mi mula Francis (1949)
miércoles, 8 de mayo de 2024
El arte tiene prisa
“Gutenberg inventando la imprenta”, por Jean-Antoine Laurent
martes, 7 de mayo de 2024
Spencer Tracy, la estrella para la gente
Una de las habilidades del Hollywood clásico fue la de crear personajes y no solo en el pantalla. Sus publicistas conocían la tendencia popular de idolatrar mitos y la aprovechaban, puesto que el público confundía (y parecía deseoso de hacerlo) la imagen proyectada con la realidad escondida. Los estudios no querían hombres y mujeres, querían productos atractivos que vender y, para ello, se decantaron por potenciar estereotipos que contentasen la exigencia y avivasen el deseo de destinatarios que comprendieron estándar. En la pantalla, asomaba el tipo peligroso y el simpático, el villano y la mujer fatal, la joven inmaculada y la “vamp”, el héroe honesto, el aventurero optimista, la chica del gánster, la madre abnegada, la díscola de buen corazón y tantos más cuya idea y brillo saltaban fuera de la ficción y se proyectaban en la persona que se encontraba bajo la sombra. Así, en la parte visible, cuando alguien veía a Mary Pickford, veía la inocencia; o cuando contemplaba a Fairbanks encontraba el rostro de la aventura; similar sería mirar a Theda Bara y pensar en la vampiresa o a Chaplin y descubrir a su vagabundo, la imagen de la sensibilidad y el humanismo del solitario rebelde y marginal… Otra cuestión sería si sus identidades privadas correspondían a las proyectadas en las públicas. Parece imposible que lo fuesen, pero la industria del entretenimiento cinematográfico y el deseo humano lograban confundir realidad y ficción fuera de las salas, confusión que redundaba en beneficio del negocio y, desde una perspectiva mitómana, del propio público, que siempre veía al personaje que admiraba. Es decir, Hollywood apelaba al deseo fuera y dentro de la pantalla y ofrecía su imagen, la cual, en ocasiones, trascendía porque había algo más en quien la representaba. Este era el caso de Spencer Tracy, una estrella, sí, pero también algo más…
Los jefes de los estudios sabían que el negocio no concluía con la proyección de tal o cual film, sino que seguía sin fin o, al menos, mientras el producto fuese vendible y rentable. Los ejecutivos también sabían que había actores y actrices que solo redundarían beneficios durante un periodo efímero y otros durante toda su carrera. A este último grupo de elegidos pertenece Spencer Tracy, el icono que simboliza la honestidad del héroe cercano, de confianza, a quien se le daría la razón o se le confiaría un secreto, la bolsa o la vida. El actor asumió como ningún otro, quizá salvo James Stewart, el reflejo de la honestidad y la integridad. Su rostro, igual que el de Stewart, inspiraba confianza y equilibrio, al tiempo que generaba la sensación de que algo más existía detrás, llámenle alma o conciencia. Aparte de representar, Tracy hizo creíble a la mayoría de sus personajes, pero, cuando tuvo que dar vida al desequilibrio Jekyll/Hyde el resultado no fue del todo satisfactorio, aunque hoy, gracias al mito, incluso El extraño caso del Doctor Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941), que en su momento resultó un fracaso, es recordada por la presencia del actor (y también por la de Ingrid Bergman). El Tracy que permanece en la iconografía cinematográfica es, como cualquier otro mito, diferente a la persona que latía tras la máscara. El que recordamos es la estrella de la MGM —estudio en el que permaneció hasta 1954—, el que aceptó jugar a ser otros, no el hombre cuyo genio, recordaba Minnelli, <<lo había adquirido a enorme precio, y desgraciadamente sin la compensación de una madura serenidad en sus últimos años. Su sentido irlandés del destino y la fatalidad estaba profundamente anclado en él.>>. Como cualquier persona, Tracy tenía claroscuros, quizá más sombras que luces, pero también esos tonos grises singularizan sin necesidad de recurrir a artificios. Tracy odiaba los ensayos, no prestaba demasiada atención al guion ni a las indicaciones del director. Prefería una sola toma e interpretaba sin parecer hacerlo. Como actor ofrece tono de naturalidad a sus personajes. La mayoría de sus papeles son, dicho mal y rápido, entre mundanos y el ideal de la persona íntegra, del hombre de familia, del que llega temprano a casa; incluso en las aventuras como El explorador perdido (Stanley and Livingstone, Henry King, 1940) y Paso al noroeste (Northwest Passage, King Vidor, 1940) no es aventurero, es el tipo cercano y cumplidor.
Tracy protagonizó una de las carreras cinematográficas más exitosas del Hollywood dorado; repleta de éxitos, de personajes y de títulos memorables, pues son los que permanecen en la memoria del cine. Katharine Hepburn, que trabajó con el actor en nueve ocasiones, elogiaba las cualidades y calidades de quien también fue su atormentada pareja durante años, desde La mujer del año (Woman of the Year, George Stevens, 1942) hasta el fallecimiento del actor. En su autobiografía, afirma que <<Spencer Tracy es una estrella de verdadera calidad. Es la estrella para un actor; la estrella para la gente. Su calidad es clara y directa. Haces una pregunta y obtienes una respuesta. Sin pausa, sin ideas retorcidas; una respuesta simple. Habla. Escucha. No es muy conversador; tampoco demasiado emotivo. Es sencillo y totalmente honesto. Te hace creer en lo que dice>>. Una admiración similar por el talento del actor la sentía George Cukor, el director que más veces lo dirigió, si es que alguien podía dirigir a Tracy, quien asumió su primer protagonismo en Río arriba (Up the River 1930). Lo hizo acompañado de otro primerizo, Humphrey Bogart, y de la mano de John Ford, con quien compartía raíces irlandesas. <<La hicimos en dos semanas; era la primera película de Tracy y Bogart, y estuvieron estupendos; entraron inmediatamente como superclases>>, le comentaba el magistral cineasta a Peter Bogdanovich. Años después, Ford volvería a contar con el actor en El último hurra (The Last Hurrah, 1958). <<Tracy era un tío maravilloso para trabajar con él>>, aunque, quizá, no todos los directores opinasen lo mismo de la estrella que el genio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Tracy era un fuera de serie, pero, en ciertos aspectos personales, era un hombre atormentado, con problemas de alcoholismo y esta adicción marcaría parte de su historia. Cuando Ford y Tracy se volvieron a encontrar, ambos eran leyendas vivas del cine; eran más que un director respetado y admirado y una gran estrella. Eran dos instituciones hollywoodienses. Durante años, el actor fue la estrella masculina de MGM, estatus que compartía con Clark Gable. <<Los deseos de Tracy eran prácticamente órdenes para la MGM>>, recordaba Frank Capra, quien le dirigió en El estado de la Unión (State of the Union, 1948). Gable y Tracy trabajaron juntos en San Francisco (W. S. Van Dyke, 1935), Piloto de pruebas (Test Pilot, Victor Fleming, 1938) y Fruto dorado (Boom Town, Jack Conway, 1940), pero, a diferencia, de Gable, que siempre parecía dar vida a la imagen de Gable, modelo de masculinidad y sexualidad, Tracy asumía el rol que representa entrega, honradez, valores,… Dicho de otro modo: Gable era viento salvaje y Tracy el calor del hogar que ofrece cobijo y calidez humana.
Sus personajes eran sencillos, entendibles para el gran público, que veía en él la imagen de la honestidad, la de alguien a quien dejar entrar en casa. Era un duro, leal, de quien sabes que no te dejará tirado. Era el padre Flanagan de Forja de hombres (Boys Town, Norman Taurog, 1938), el periodista de La mujer del año, que fue su primera película con Katherine Hepburn, el pescador portugués de Capitanes intrépidos (Captains Courageous, Victor Fleming, 1937), El padre de la novia (Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950) o el juez de Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961) y tantos otros personajes que denotan su cercanía, aunque en determinadas películas sufriese variaciones que lo apartasen del estereotipo. Dos ejemplos logrados son Poder y gloria (The Power and the Glory, 1935) y Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), en las que empujado por la ambición y la injusticia, respectivamente, el hombre inicialmente bueno entra en conflicto con el rostro que va asomando a medida de las circunstancias. Pero la MGM, igual que el resto de los estudios cinematográficos, decidían el papel y qué película convenía a sus actores y actrices. Sabían crear la imagen y venderla, pero algunos como Gable o Tracy llevaban su imagen a un nivel inimitable, así que se les consentía y protegía. Eran el mayor reclamo de ventas del estudio y, por tanto, la principal fuente masculina de ingresos. Hollywood no solo producía y vendía películas, creaba y vendía estrellas; y Tracy era una de las que más iluminaba en la pantalla y su brillo todavía resplandece en los títulos nombrados y en otros como Fueros humanos (Man’s Castle, Frank Borzage, 1933), La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor, 1948) o Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges, 1955)…
lunes, 6 de mayo de 2024
Rupture (1961)
La primera película del dibujante, cómico y payaso Pierre Étaix en la dirección también fue su primera colaboración con el debutante Jean-Claude Carrière, quien sería su guionista habitual desde Rupture (1961) hasta su último largometraje como director. Con anterioridad, Étaix había formado parte del reparto de Pickpocket (Robert Bresson, 1959), pero no fue Bresson el cineasta que influyó en su cine. Las influencias del cómico se encuentran en el circo, en la mímica, en su colaboración con Jacques Tati, de quien fue ayudante en la magistral Mi tío (Mon Oncle, 1958), y seguro en el cine cómico mudo estadounidense, aquel en el que destacaban los Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy… Como el de estos grandes de la pantalla, el cine de Étaix se basa en el gag visual; el suyo también en los sonidos, como corrobora este primer cortometraje que, por momentos, deslumbra por su inventiva, su humor y las formas con las que comunica más allá de la inexpresividad del rostro y de la imagen aparente; pues, en sus películas, aparte de la reacción que lleva a la risa, Étaix da cabida a la tristeza y la soledad, como las que siguen al abandono, y a un punto de ruptura con cotidianidad que escapa a la monotonía. De ahí, quizá, que su primer film, Rupture, ya indique en su título una de las intenciones de este cineasta que va por libre desde su primer paso en la dirección...
Étaix asume desde el principio una mirada entre surrealista y payasa para ofrecer una visión atípica, divertida, creativa que, aún hoy, dudo que haya sido valorada en una medida que corresponda a su arte cómico-cinematográfico, pues la suya, igual que la de Chaplin, Keaton, Tati,…, es una forma de comedia única y reconocible que obedece a la creatividad y sensibilidad de su autor. Rupture se abre en las calles de París, donde Étaix prácticamente corre por la acera y entre vehículos. Se trata de un inicio en movimiento que choca con la pausa física de las siguientes secuencias, las cuales se desarrollan en la habitación donde el personaje lee la carta enviada por la mujer de la foto, que le informa que rompe con él. Desde ese instante, de sorpresa, impotencia, desilusión, tristeza, Étaix intenta reaccionar ante el imprevisto que le hiere y rompe su cotidianidad. Quiere escribirle una respuesta, pero sin éxito y con un gran despliegue de humor que vela intencionadamente el mal trago por el que pasa el abandonado. Son pequeñas acciones que aumentan la desesperación del protagonista, quien, en su intención de escribir la carta, desvela una torpeza que recuerda a la que años después caracterizaría a Mister Bean, personaje que bien podría estar influenciado por la inventiva y el humor de este excepcional clown y gagman francés…
sábado, 4 de mayo de 2024
Los hermanos Warner en la costa Oeste
Los hermanos más populares e hilarantes de Hollywood fueron los Marx, pero hubo más hermanos que conquistaron la industria del cine. Por ejemplo, en los despachos, Myron y David Selznick, los Schenck, Joseph y Nicholas, o los Warner, que llegaron a lo más alto del tinglado sin actuar en la pantalla, haciéndolo en la sombra —Harry apenas se dejaba ver por el estudio, dedicado a los aspectos financieros de la empresa— y, cuando la ocasión lo requería, en público, sobre todo Jack, el menor de los cuatro. Hubo quien lo veía como un payaso, pues tendía al histrionismo, y un reaccionario, pero junto a sus hermanos fue un emprendedor y un empresario fundamental en el negocio cinematográfico. Aparte de familia, los Warner eran hombres de cine y buscavidas que habían empezado con nada y llegaron a ser los creadores de una marca que, aunque haya perdido su esplendor y significado —la Warner actual, salvo el nombre y la WB del logo, nada tiene que ver con la del pasado—, aún hoy sigue dando productos cinematográficos y alguna que otra buena película. A ellos se les atribuye el desarrollo del sonido en el cine, siendo los magnates que apostaron por el sonoro, pues habían visto en el sonido la posibilidad de mejorar su situación económica, la cual, por aquellos años veinte del pasado siglo, no era excesivamente boyante, si se compara con la de otros gigantes de la industria. Realizadas por Alan Crosland, Don Juan (1926) y El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927), sobre todo esta última, revolucionaron el mundo del cine con la introducción de efectos sonoros. Don Juan pasaría a la historia como el primer film con banda musical sonora, gracias al desarrollo del sistema Vitaphone, y la voz de los personajes se oye en El cantor de Jazz, que se considera el primer largometraje en el que se escuchan diálogos. “El cine habla”, se dijo entonces. Ya no había vuelta atrás, aunque sí hubo quienes se mostraron escépticos e incluso quienes inicialmente rechazaron de plano el nuevo adelanto que permitía escuchar a los personajes. Era la muerte del cine tal y como se conocía hasta entonces, pero algo nacía de aquel principio del fin para el medio visual. Era el alumbramiento del audiovisual y la Warner se posicionaba entre las grandes de la industria; poco después también sería uno de los estudios más interesantes y modernos, en temáticas y formas, en sus propuestas sociales y gansteriles, aunque esto quizá se debiese más a Darryl F. Zanuck que a los hermanos. Como jefe de producción, Zanuck fue fundamental en el estilo que adquirió el estudio entre finales de la década de 1920 e inicios de la siguiente; más adelante, Hal B. Wallis tomaba el relevo y confirmaba con sus producciones el buen ojo de la Warner para escoger a ejecutivos con instinto comercial y cinematográfico…
Los Warner pioneros cinematográficos eran Harry (1881-1958) —hay fuentes que, como Clive Hirschhorn en su libro sobre el estudio, sitúan el año de nacimiento de Harry en 1879–, Albert (1884-1967), Sam (1888-1937) y Jack (1892-1981), miembros de una familia de emigrantes judío-polacos, aunque ellos, salvo Harry, nacieron en Norteamérica. Jack vio la luz en Canadá en 1892, siendo el menor de los hermanos que en 1919 fundaron su estudio en Burbank, California. De los cuatro, también sería quién viviría el apogeo y fin del Hollywood que construyeron junto a otros magnates como William Fox, Adolph Zukor, Marcus Loew, Jessie Lasky o Samuel Goldwyn. Albert y Sam habían nacido en Baltimore y este último fue quien apostó con mayor entusiasmo por el cine sonoro. Creían en su éxito y su apuesta resultó ganadora; pero él no pudo saber cuánto, pues fallecía el mismo año del estreno de la revolucionaria y anodina El cantor de Jazz. En 1904, Harry y Albert compraron un proyector de cine y se dedicaron a la exhibición ambulante. Era una época propicia para ello; pero, como cualquier negocio ambulante, conllevaba sus riesgos. Pero la cosa funcionó y en 1918 comenzaron a producir sus propias películas. My Four Years in Germany (William Nigh, 1918) fue la primera de muchas. Siete años después, la compañía Warner Brothers se hizo con la moribunda Vitagraph, que había sido una de las dos gigantes de la primera época, la otra fue la Biograph. La empresa crecía, pero estaba lejos de obtener los beneficios de Paramount y de la recién nacida MGM, que por entonces arrasaba comercialmente con El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925). Fue su asociación con Western Electric la que auparía a Warner al primer nivel, pues la empresa fue fundamental en el desarrollo del sonoro. Dicha unión dio como primer fruto Don Juan, en la que los efectos sonoros llamaron la atención y abrían el camino a logros mayores y a una nueva Warner, la que ya en la década de 1930 tendría en nómina a los icónicos James Cagney, Edward G. Robinson, Bette Davis, Paul Muni, George Raft, Ida Lupino, Humphrey Bogart, Claude Rains, Olivia de Havilland o Errol Fynn; aunque, durante los treinta y cuarenta, era la MGM la factoría que presumía de tener más estrellas que el firmamento…