viernes, 30 de marzo de 2012

Caballos salvajes (1995)

Nada se sabe del desconocido que camina por la calle, excepto que ni él le gusta a al mundo ni el mundo le gusta a él; realidad que él mismo expresa desde su pensamiento, al igual que apunta la siguiente idea: “se puede hacer algo para estar completamente vivo antes de estar definitivamente muerto”; una frase que permite pensar que se trata de un individuo que hará algo especial, algo que le distinga de la indiferencia que se observa a su alrededor. Para un hombre que quiere sentirse vivo antes de no sentirse muerto, apuntarse con una pistola, mientras amenaza con matarse si no le entregan los 15.344 $ que la entidad le ha estafado, podría considerarse una contradicción; sin embargo, para el empleado que le atiende no existe contradicción alguna, la nota que le ha entregado el tipo de la pistola lo deja claro. Nervioso y asustado, abre los cajones de un escritorio que no es el suyo, en busca de ese dinero que le exigen y que encuentra multiplicado por cuarenta, un montón de billetes que no tendrían que estar allí, pero que no duda en introducir en una bolsa y entregársela al asaltante, quien insiste en que lo único que quiere es la cantidad que le han estafado. La situación se escapa de las manos de un hombre que no contaba con armar el alboroto que se produce durante la fuga, pues sólo quería aquello que por justicia consideraba suyo, un capital que piensa utilizar para algo que no se descubre hasta los últimos minutos de Caballos Salvajes. El film de Marcelo Piñeyro se desarrolla por un país en crisis, dominado por la corrupción a la que alude José (Héctor Alterio), el atracador, en la que Pablo (Leonardo Sbaraglia), el empleado, no ha pensado hasta que el suicida le ofrece la oportunidad de liberarse, gracias a la escapada que emprenden después de abandonar la entidad financiera. Pablo pertenece a la clase acomodada, acostumbrado a la buena vida y a no plantearse nada más que cuestiones superficiales, que le impedirían ver lo que realmente sucede a su alrededor y lo que su interior necesita; no obstante, la irrupción de José lo cambia todo; primero provoca que actúe, al no permitir que maten al anciano, convirtiéndose por voluntad propia en su rehén. A medida que avanzan por esa carretera que les lleva hacia el sur, comienza una aproximación entre la juventud e inexperiencia y la veteranía y el desencanto, una relación que se profundiza kilómetro a kilómetro desde Buenos Aires hasta la meta de José. El viaje de los dos fugitivos, conocidos por el sobrenombre de los indomables, muestra el desencanto, la corrupción o la manipulación de los medios de comunicación, capacitados para crear o de destruir un mito o una noticia. Los medios provocan que todo el país conozca a una pareja de Robin Hood que lanza al aire 480.000 $ en billetes, para que los damnificados de la empresa petrolífera puedan recibir la compensación que los propietarios no han asumido tras el cierre. De ese modo se convierten en héroes para el pueblo, recibiendo la ayuda necesaria para alcanzar el último sueño de José, ese que le permite sentirse vivo antes de no sentir nada, al tiempo que provoca el despertar definitivo de Pablo, quien descubre el camino que debe tomar, igual le ocurre a Ana (Cecilia Dopazo), la joven que se une a ellos y se convierte en el tercer vértice de un triángulo de desencantados con un presente marcado por la apatía de la que escapan gracias a la necesidad de José de sentirse vivo.

El caballero oscuro (2009)



Seguridad y control son meras ilusiones a las que los ciudadanos de Gotham se aferran para ocultar temores y miedos, pero en El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008) 
estas se vuelven de la tonalidad del traje que luce su protagonista, sumergiendo a propios y a extraños en una sombra que rompe cualquier atisbo de luz, pues los actos de Joker (Heath Ledger) rompen el espejismo de orden defendido por Batman (Christiam Bale), obligado a elegir entre sus sentimientos o la razón que le llevó a convertirse en la dualidad que lo atormenta. La lucha del hombre murciélago cobra su significado en el enfrentamiento entre su deseo de ser alguien corriente, alejado de cuanto implica su lucha solitaria, y el deber autoimpuesto al asumir ser ese caballero oscuro, víctima de las circunstancias, al que alude el comisario Gordon (Gary Oldman) cuando afirma que su amigo es más que un simple héroe, porque puede soportar el sacrificio que supone saberse rechazado y perseguido por aquellos a quienes protege. Para Batman ser un súperhéroe implica algo más que lucir trajes a prueba de balas o emplear la tecnología desarrollada por Lucius Fox (Morgan Freeman), que por sí sola no conlleva ni la capacidad de sacrificio ni la de asumir la soledad e incomprensión que forman parte de su realidad dual, la cual se ha convertido en la imposibilidad que comparte con Alfred (Michael Caine), que se mantiene a su lado, sin preguntas, sin apenas quejas, apoyándole y aconsejándole para que no se pierda entre las tinieblas que amenazan su interior y que ya se han apoderado de su entorno.


La maduración del personaje de Bruce Wayne se materializa de un modo soberbio en esta producción que confirma al personaje como el antihéroe atormentado que se dejó entrever en Batman Begins (2005), en la que ya se mostraba a un individuo incapaz de aceptarse, perdido y perseguido por sus fantasmas y sus miedos. En esta segunda entrega de la trilogía del caballero oscuro, el protagonista anhela encontrar a un verdadero héroe que lo sustituya, no uno como él, que aparece y desaparece entre las sombras nocturnas para lidiar con malhechores que han dejado de ser una caricatura, porque Joker en nada se parece a aquella caricatura bufonesca y ambiciosa que amenazaba en el Batman rodado por Tim Burton en 1989. En manos de Christopher Nolan, y con la recreación de Heath Ledger, el villano se erige en un agente de caos que solo desea sembrar el desorden que predica y así demostrar que todo puede ser destruido. Brutal, como su idea del mundo que habita, sin conciencia, pero concienciado de cuanto hace y por qué lo hace, el personaje interpretado por Ledger alcanza una complejidad pocas veces vista en un villano. Su pensamiento carece de ambiciones materiales, exento de planteamientos morales o sentimentales, tampoco persigue deseos más allá de la anarquía que lo define y lo convierte en un ser imprevisible en busca de materializar su filosofía destructiva. Opuesto a Joker se descubre Harvey Dent (Aaron Eckhart), en quien Batman encuentra a ese héroe sin tacha que no se amilana y crea su propia suerte, el mismo que una ciudad moribunda como Gotham necesita. Por este motivo el antihéroe de Nolan deja a un lado sus emociones personales, aquellas que giran en torno a la figura de Rachel (Maggie Gyllenhaal), fundamental para comprender los sentimientos y los actos tanto del caballero oscuro como del caballero blanco en su lucha por salvar un espacio urbano dominado por la violencia y la destrucción sembrada por el filósofo del caos mientras aguarda a que a Batman desvele su identidad.

jueves, 29 de marzo de 2012

Aquel maldito tren blindado (1978)

Una película irregular puede resultar entretenida cuando no se toma en serio a sí misma, reconociendo sus carencias, cuestión que le proporciona ese aire desenfadado y descarado que permite que se disfrute como lo que es: una broma. Aquel maldito tren blindado (Quel maledetto treno blindato) toma prestado características de algunos de los clásicos del cine bélico más rebelde (en cuanto a personajes y situaciones se refiere), cuestión que se puede descubrir (entre otras muchas) cuando Nick (Michael Pergolani) escapa en moto, emulando al personaje interpretado por Steve McQueen en La gran evasión (The Great Escape), o cuando se descubre que sus (anti)héroes son soldados convictos, que bien podrían considerarse miembros de un equipo B de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen). También se aprecian influencias del spaguetti-western, cuestión que no sorprende, puesto que su director, Enzo G.Castellari, es un asiduo del subgénero italiano. Tras el desembarco de Normandia, las tropas americanas se encuentran en territorio francés; en los campamentos se reúnen a los desertores, asesinos o ladrones que serán sometidos a consejo de guerra. Este momento inicial, en el campamento militar, se emplea para presentar a los personajes centrales del film, caricaturas de los héroes de las películas anteriormente citadas (y otras); hombres como el teniente Robert Yeager (Bo Svenson), de quien no cabe la menor duda de que se convertirá en el líder del grupo; su cazadora de cuero, sus gafas de sol y su aire chulesco, lo aventuran. Este oficial ha sido arrestado por utilizar (por tercera vez) su avión para ausentarse sin permiso y visitar a su chica, un delito sin importancia  en comparación con el cometido por Canfield (Fred Williamson), a quien se le acusa de asesinato, cuestión que no niega y que le sirve para decir que podría volver a matar (ya sea mascando chicle o sin encender el cigarro que, sin saber cómo, le consigue Nick). Es evidente que la película es una broma, cuestión que se observa en cada uno de los personajes principales; pero en mayor medida en Nick, quien, a parte de sus melenas antirreglamentarias, puede falsificar, robar o conseguir cualquier cosa que le pidan, incluso descubrir un río lleno de alemanas desnudas, con quienes se bañan y juegan hasta que Canfield se presenta deseoso de participar en la fiesta, delatando que no son totalmente arios. Otro de los soldados-fugitivos, Tony (Peter Hooten), se muestra como una exageración del matón criado en las calles de una gran ciudad, relacionado con el mundo del hampa y con evidentes problemas de comportamiento (raciales o de rechazo a la autoridad), sin embargo, sufre un cambio cuando se enamora de Nicole (Debra Berger), la enfermera de la resistencia francesa que les ayuda en la misión final. Para completar el quinteto, aparece la figura del soldado cobarde, Berle (Jackie Basehart), nervioso y miedoso, pero que responderá como cualquiera de sus compañeros. Estos perdedores, que no encajan dentro de la guerra ni del sistema (una especie de antepasados (menos expeditivos) de los Malditos Bastardos (Inglourious Basterds) de Quentin Tarantino), buscan el camino que les conduzca hasta Suiza, cargándose a cuantos les salen al encuentro, ya sean amigos (accidentalmente) o enemigos, no por una orden en concreto, sino por su afán de escapar de una contienda en la que, a su pesar, deben permanecer tras su encuentro con el coronel Buckner (Ian Bannen), quien (después de verles en acción) les recluta para realizar una misión que podría liberarlos de sus cargos, eso sí, si sobreviven.

martes, 27 de marzo de 2012

Toro salvaje (1980)

La transformación física sufrida por Robert De Niro en Toro Salvaje (Raging Bull) fue brutal como también lo fue su impresionante actuación al dar vida a Jake La Motta, campeón de mundo de los pesos medios de boxeo. Martin Scorsese abrió su film de un modo soberbio, mostrando la soledad de La Motta en el ring, mientras suena el intermezzo de Cavalleria Rusticana, para dar paso a un Jake La Motta (Robert De Niro) obeso, que ensaya en el mismo espacio y tiempo donde se cierra el film; La Motta habla en voz alta antes de salir al escenario, donde (se sobreentiende) realizará un espectáculo que, tras haber pasado de la nada a la gloria y de nuevo a la nada, cierra su redención. El propio Jake La Motta asesoró a los responsables de un film que contó con un guión de Paul Schrader y Mardik Martin, basado en la biografía del boxeador. Tras breves minutos en 1964, la historia de el toro del Bronx retrocede veintitrés años para ubicarse en el barrio neoyorquino al que alude su apodo, poco antes de que Jake conozca a Vickie (Cathy Moriarty), la adolescente que le obsesiona. La vida personal de Jake La Motta resulta autodestructiva, violenta e incómoda, ya sea debido a su rudimentaria educación o a un temperamento que no sabe o no quiere controlar, el mismo que le ayuda a vencer a sus rivales. Su carrera profesional, a pesar de derrotar a todos sus oponentes, no marcha como desea, pues no le conceden la oportunidad de aspirar al título mundial. Jake prefiere alcanzar la gloria por méritos propios, sin contar con la ayuda de esos "buenos muchachos" que intentan convencerlo a través de su hermano Joey (Joe Pesci), quien también es su manager y su preparador. Los años transcurren mientras se muestran diferentes rótulos de sus combates, así como imágenes grabadas con cámaras caseras que desvelan aspectos de la vida familiar tanto de Jake como de Joey (matrimonio, hijos, etc.), hasta detenerse en 1947. Los celos dominan a Jake, provocando que se muestre posesivo y violento con Vickie, quien soporta como puede la inestabilidad de un hombre que ordena a su hermano que la vigile. El carácter de Joey es similar al de su hermano (quizá menos destructivo), ambos son machistas, posesivos y con arrebatos de violencia como el que se produce en el restaurante donde Joey rompe un vaso en la cabeza de Salvy (Frank Vincent), para finalizar golpeándola contra la puerta de un automóvil. Salvy recibe la paliza de su vida, pero no puede hacer nada para vengarse, ya que Tommy Como (Nicholas Colasanto) media entre ambos para que hagan las paces, pero no interviene por amor al prójimo, sino por interés, para que Jake La Motta acceda a sus pretensiones; que sólo sería una: ganar mucho dinero cuando consiga que el toro del Bronx luche por el título, en una pelea que éste debe perder. La derrota es lo más doloroso que le puede ocurrir, sobre todo consciente de que podría haber ganado con una sola mano, un hecho que le golpea más fuerte que ser inhabilitado por amañar el combate. La suspensión no significa el final de Jake La Motta como boxeador; dos años después, en 1949 se presenta su segunda y definitiva oportunidad para coronarse campeón del mundo, en un combate que vence al francés Marcel Cerdan. Toro Salvaje (Raging Bull) muestra el mundo del boxeo como fondo, para centrarse en la interioridad destructiva y las relaciones personales de ese hombre que sale al principio del film, ensayando para una actuación que nunca llega a verse, de la cual podría hacerse una idea gracias a las escenas en el local en el que invierte su dinero, después de abandonar el boxeo tras perder el título contra Sugar Ray Robinson. Desde su llegada a Florida, Jake se muestra como un tipo importante, gracioso y despreocupado, sin embargo, demuestra que su pensamiento no ha evolucionado, continúa siendo ese grotesco personaje que se descubría entre pelea y pelea; un hombre que no piensa en los errores que comete, como permitir que una menor beba en su local, circunstancia que marca el punto más bajo de su vida, porque su encarcelamiento se produce poco después de que Vickie, harta de sus excesos, le abandone. Así toca fondo un ex-campeón que lo pierde todo: familia, reputación o amor propio, y que deambula hasta alcanzar esa redención que se observa en el vestuario que cierra Toro Salvaje (Raging Bull), una lección de cine cimentada sobre la actuación de sus tres principales protagonistas (destacando Robert De Niro por encima del resto), sobre un excelente guión y la excepcional concepción de la narrativa cinematográfica de Martin Scorsese.

Candilejas (1952)


El desencanto que sentía Charles Chaplin, como consecuencia de sus problemas personales y del mal recibimiento de sus últimas producciones, se deja notar en la que podría considerarse la película más autobiográfica y melodramática de su genial carrera artística. Candilejas (Limelight, 1952), su última película en Estados Unidos y su último éxito, es un hermoso film que une y separa a dos almas marcadas por la sensación de errar perdidas entre el rechazo que ambos sienten. Calvero (Charles Chaplinrefugia sus penas en el alcohol, mientras, Thereza (Claire Bloomse decanta por una decisión más drástica: el suicidio. Sin embargo, la irrupción del viejo payaso en el cuarto donde agoniza la bailarina les cambia la vida. Desde ese instante, Calvero se hace cargo de Thereza. La traslada a su habitación, donde, mediante los carteles que adornan las paredes, se descubre la grandeza pasada del clown, relegado al olvido del cual ya forma parte. Tras acomodar a la joven bailarina, Calvero duerme y sueña con los números que le convirtieron en el favorito de un público que le aclama y que desaparece de la platea antes del despertar; triste evocación de un pasado glorioso y de un presente vacío. Pero la presencia de la joven le proporciona la oportunidad para sentir de nuevo, ya que en Thereza encuentra a alguien a quien ayudar, alguien en quien volcar su sensibilidad y a quien convencer de la maravilla que significa sentirse vivo; sobre todo para una persona joven como ella. No obstante, ella no quiere creer, teme a la vida. Su mente se bloquea por la negatividad que le genera el estado que la inmoviliza en la cama donde yace sin apenas ganas de vivir. Pero Calvero no se rinde ante ese rechazo, pues su máxima en la vida (la del payaso) es llenar de alegría la tristeza y, para mantener las apariencias durante la convalecencia de la joven, opta por decir que son marido y mujer, lo cual resulta chocante debido a la diferencia de edad, la misma que imposibilita que el clown pueda asumir que el amor que nace en su interior triunfe más allá de su idealización.


Podría haber sido un marco espacial cinematográfico, pero Candilejas deambula por un entorno teatral en el que Calvero sería el más grande en el pasado; pero su presente se encuentra marcado por la falta de trabajo y por su adicción al alcohol, empujado a vivir una vida solitaria que le consume hasta que la luz se hace de nuevo, gracias a la aparición de la joven a quien trata de convencer para que ame la vida y termina amándole a él. Thereza, bien sea por gratitud o bien por un sentimiento más emocional, se enamora de su protector, aunque se trata de un amor imposibilitado por un principio (el suyo) y por un final (el del clown). Después de su recuperación, Thereza se convierte en la primera bailarina de una importante compañía de ballet, pero el éxito no le aleja de su salvador, porque él es la fuerza que le impulsa a continuar, esa realidad la domina, deseando un matrimonio real que Calvero no puede asumir, a pesar de que lo desea. La tristeza y la esperanza, la juventud y la vejez se dan la mano en un film sencillamente magnífico, en el que la música aumenta la sensación de romanticismo nostálgico que domina en su metraje, un romanticismo quizá trágico, quizá esperanzador, que Charles Chaplin utilizaría para cerrar viejas heridas y reflexionar sobre la vejez y la vida, así como el pequeño paso que conduce de la gloria al olvido, cuestión esta que él experimentó al igual que Buster Keaton, a quien ofreció el papel de su compañero en la exitosa actuación final, que le permitió demostrar la grandeza de un cómico que hasta el fin de sus días sentiría la necesidad y el deseo de hacer disfrutar a un público que todavía aplaude, llora y ríe con sus películas —la máxima recompensa para un clown como Calvero, Chaplin Keaton.

lunes, 26 de marzo de 2012

La infancia de Iván (1962)



Eduard Abalov
 fue el primer encargado del rodaje de La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), pero el resultado no gustó a los responsables de Mosfilm, la productora estatal que controlaba las películas que se realizaban en la extinta Unión Soviética, y el proyecto llegó a manos de Andrei Tarkovski, por aquel entonces un joven que acababa de presentar su film de graduación en la escuela de cine. Tarkovski aceptó el reto, pero lo hizo suyo, enfocando la adaptación de la novela de Vladimir Bogomolov desde una perspectiva personal que ya apuntaba hacia el estilo reconocible de su posterior obra fílmica, en la que abunda la poesía visual que en su ópera prima se desarrolla desde el silencio, la presencia del agua (el río o el mar) y los paisajes desolados que envuelven la tragedia que afecta al niño que da título a la película, pero también a los soldados que le han acogido como si se tratase de un hijo, ya que Iván (Nikolai Burlyayev) no tiene más familia que ese reducido grupo de soldados con quien comparte un tiempo de miseria y destrucción. Sin embargo el film se inicia mostrando a un niño inocente, feliz, ajeno a cuanto le afectará posteriormente, que deambula por un bosque claro y rebosante de vida para poco después encontrarse con su madre (Irma Rauch). Esta evocación del pasado se convierte en un presente oscuro en el que no tiene cabida la inocencia de Iván, pues esta ha desaparecido como consecuencia de la guerra. El teniente Galtsev (Yevgeni Zharikov) descubre a un niño de doce años que habla como si se tratase de un soldado experimentado, el muchacho no duda, no muestra más intención que la de comunicarse con el teniente coronel Gryaznov (Nikolai Grinko). El cineasta enfocó la pérdida de la infancia de su joven protagonista desde la abstracción onírica y visual que se observa en las imágenes que crean una sensación extraña, desoladora, que atrapa y amenaza a ese pequeño explorador que no desea abandonar a sus únicos amigos, en quienes ve a su única familia, porque desea luchar y así vengarse por el fin de aquellos días felices. Iván no quiere aceptar las palabras del teniente coronel Gryaznov, tampoco las del capitán Kolin (Valentin Zubskov), quienes pretenden alejarle del frente. Las protestas del niño no sirven, de modo que decide escaparse, convencido de que su lugar se encuentra en el frente, ya sea con sus amigos o con la guerrilla; su deambular permite descubrir la soledad, la destrucción y la miseria que existe a su alrededor, deteniéndose ante un anciano solitario, cuya presencia remarca las anteriores sensaciones. Pero sus protectores no tardan en encontrarle e insisten en enviarle a la escuela militar, no por deshacerse de él, sino porque desean ofrecerle una oportunidad que le permita recuperar aquello que la guerra le ha robado, pero ya es tarde, la mente de Iván ha sido marcada por las vivencias que le alejan de aquel idílico comienzo al lado de su madre, circunstancia que confirma que no podrá recuperar lo que ha perdido. La infancia de Iván muestra la belleza al principio y al final del film, en contraposición con la fealdad que domina el resto del metraje, confirmando que no se trata de una película que glorifique al régimen o al ejército soviético, sino de un film profundo que no esconde su postura antibelicista, que se muestra desde unas imágenes sinceras y expresivas que no necesitan explosiones ni combates para manifestar la violencia innata a la guerra, una violencia que afecta y marca el comportamiento de Iván o de cualquier persona que la sufra.

Prisionero del odio (1936)


El 9 abril de 1865 el general Lee rinde sus tropas, la Guerra Civil está a punto de llegar a su fin; por las calles de Washington se vive un ambiente festivo y sus habitantes se dirigen a celebrarlo con el presidente del país. Abraham Lincoln (Frank McGlynn) se muestra satisfecho, pero también sabe que empieza un periodo de reconstrucción y reconciliación para una nación hasta la fecha dividida; por ese motivo muestra su sensatez y realiza un gesto simbólico. El hecho de que pida que se entone Dixie, la canción más representativa de los estados confederados, expone las intenciones de un hombre justo y honesto, que únicamente busca la paz y la prosperidad para la nación, sin embargo, no tendrá tiempo para ver cumplido su sueño, puesto que John Wilkes Both (Francis McDonald) acaba con su vida durante una representación teatral. El asesinato del presidente Lincoln clama venganza, el pueblo se echa de nuevo a las calles, pero en esta ocasión sediento de la sangre que aplaque su necesidad de que alguien pague por tan terrible crimen, pero sin detenerse a pensar que la violencia que les domina pueda derivar en una injusticia. John Ford inició la acción mostrando ese trágico suceso para introducir la historia de Samuel Alexander Mudd (Warner Baxter), un médico rural que no tarda en comprobar como su apacible existencia sufre un cambio tan radical como inesperado. El hecho de que un médico atienda a un paciente no suele ser considerado delito, pero el hecho de que ese paciente sea John Wilkes Both basta para arrestarlo, alejarle de su familia y llevarle ante la corte marcial que le declara culpable de complicidad en el asesinato de Abraham Lincoln. ¿Qué clama el pueblo? ¿Qué busca el tribunal? ¿Venganza? ¿Justicia? El crimen que se juzga ha tambaleado los cimientos del país, así pues, no importan las palabras de un acusado que asegura desconocer la identidad y el crimen cometido por el hombre a quien ofreció sus servicios. La condena de Samuel A.Mudd podría haber sido otra, la misma que se ejecuta en el patio donde Peggy (Gloria Stuart), su esposa, observa temerosa de que su marido se encuentre entre los condenados a morir en el patíbulo. Por suerte, Mudd sólo es sentenciado a cadena perpetua en la prisión de Dry Tortugas (Florida), una especie de Isla del Diablo en la que la muerte llega lentamente. Desde que Samuel Mudd pone los pies en el presidio siente el rechazo y los malos tratos a los que le somete el sargento Rankin (John Carradine), quien no puede soportar la idea de tener delante a uno de los responsables del asesinato de Lincoln. Mudd no tarda en comprender que nadie le ayudará, salvo él mismo o su esposa, quien intenta todo cuanto está en sus manos, llegando al extremo de planificar una fuga que fracasa. Samuel A. Mudd es ante todo un médico, lo era antes de ser condenado y lo es en el presidio, donde no tarda en brotar una epidemia de fiebre amarilla que diezma tanto a presos como a soldados. Aceptar la petición del comandante (Harry Carey), de asumir las labores médicas, sin medios, sin ayuda y sin pedir nada a cambio, permite descubrir, a quienes le observan, la verdadera naturaleza de un hombre que lucha sin perder la fe en lo que hace, que en su caso sería atender a esos enfermos que le necesitan y por los que está dispuesto a perder su vida. Prisionero del odio (The prisioner of Shark Island) no se encuentra entre las mejores películas de John Ford, sin embargo muestra la capacidad del director para realizar cualquier tipo de film, ya sea un western, una comedia o un drama contundente y realista como éste, donde expuso la injusticia sufrida por un hombre condenado por atender a un paciente de quien nada sabía; ese sería su crimen, y su castigo el odio de sus jueces y de sus verdugos.

domingo, 25 de marzo de 2012

Viaje a la Luna (1902)


En los albores del cine las películas que se proyectaban en las ferias, salones o carpas improvisadas, mostraban hechos cotidianos como la llegada de un tren, desfiles marciales, fenómenos de la naturaleza o la salida de los obreros de una fábrica, cuestiones que sorprendieron a un público virgen que se emocionaba ante esas imágenes en movimiento, que en poco tiempo habían mostrado cuanto se encontraba al alcance de las cámaras de cineastas pioneros como los hermanos Lumière
. Esta primera manera de rodar producía películas de pocos minutos de duración, en la que ni existía un eje argumental ni actores, sólo la realidad que captaba el objetivo. Fue entonces cuando surgió la figura de Georges Méliès, quien tras ver la producción de los Lumière se decidió a hacer cine, pero uno distinto al expuesto por los inventores del cinematógrafo, dotando a las imágenes de una historia, empleando actores y utilizando novedades como los trucajes que se observan en Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune), un film que visto actualmente podría llevar al error de juzgarlo de modo simplista, pero si se profundiza y se reconoce que todo arte, como cualquier otro ámbito de la vida, implica una evolución, se descubre su importancia. Posiblemente inspirado en el cine narrativo de la pionera cinematográfica Alice Guy, Méliès se basó en las novelas de Julio Verne (De la Tierra a la Luna) y H.G.Wells (Los primeros hombres en la Luna) para filmar la producción más larga hasta el momento de su estreno (quince minutos aproximadamente), un éxito entre el público (aburrido de las imágenes reales que se exhibían en los lugares de proyección), y actualmente considerada una de las primeras películas de ciencia-ficción de la historia. Méliès incorporó la puesta en escena, algo que apenas se había desarrollado antes de su irrupción en el nuevo medio. De hecho, en Viaje a la Luna se utilizaron distintos decorados, trucajes por sustitución o actores y actrices que provenían del ámbito de las variedades ante la negativa de los intérpretes teatrales, que consideraban el nuevo medio como algo vulgar. Y de ese modo la magia del cine se hizo realidad en la figura de Georges Méliès, capaz de llevar a cabo el primer viaje cinematográfico a la Luna (él mismo interpretó a uno de sus personajes), en el que seis astrónomos se pasean por el satélite terrestre con sus sombreros y sus trajes de andar por casa, sin que la falta de oxígeno les afecte ni a los pulmones ni a la alegría de haber alcanzado el objetivo de la misión. No obstante, lo que parecía un paseo campestre se convierte en la lucha por sobrevivir cuando accidentalmente matan a un selenita, dando pie a que el resto de los habitantes del satélite ataquen a los científicos, aunque posiblemente sólo intentan defender su hogar ante la agresión terrestre. Queda en la memoria el lanzamiento del cohete-bala, propulsado por un enorme cañón que le permite la fuerza suficiente para alcanzar un objetivo que se agranda, delatando con este truco la aproximación de la nave que alunizará contra en ojo derecho de la Luna, a quien, a juzgar por su semblante, no le habría hecho mucha gracia que sus visitantes se presentasen de un modo tan impactante.

sábado, 24 de marzo de 2012

Indiana Jones y el templo maldito (1984)


La segunda aventura cinematográfica de Indiana Jones traslada al doctor Jones (
Harrison Ford) hasta un local de Shanghai, allí enseña sus credenciales pendencieras, muestra su cínico sentido del humor y escucha a una cantante llamada Willie Scott (Kate Capshaw), quien junto al pequeño (gran) Tapón (Ke Huy Quan), le acompañará en su huida. Indy y compañía escapan de las garras de Lao (Roy Chiao), pero ignoran que el avión al que suben pertenece a ese mafioso que, antes del despegue, ordena a sus pilotos que lo estrellen con pasajeros incluidos. Indiana Jones es un hombre de recursos y, previo al choque del aparato contra la montaña, se agencia una balsa de goma que utiliza primero como paracaídas y después como vehículo todoterreno que les desliza a gran velocidad, y con muchos golpes, hasta una aldea en algún lugar de la India (esta escena había sido ideada para la anterior película de la saga). Silencio, tristeza, desolación, no existe ni colorido ni se escucha el griterío de los niños; sólo un anciano que sale a su encuentro, convencido de que son los enviados que salvarán a su pueblo. Indy, Willie y Tapón escuchan la desgracia que asola a la aldea desde que los enviados del palacio de Pankot se llevaron a los niños y la piedra sagrada que la protegía; el anciano les informa que se trata de una de las cinco piedras de Shankara, las mismas que proporcionarían un poder ilimitado a quien lograse reunirlas. La oportunidad de recuperar el símbolo y de liberar a los pequeños esclavos convencen a Indiana Jones para emprender un viaje en elefante que les conduce hasta el palacio donde se desarrolla su segunda aventura, que acontece en 1935, un año antes que la expuesta en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). Indiana Jones y El templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984) se confirió como una precuela para poder cambiar de enemigo, escogiendo a los thughs de Gunga Din (una de las películas favoritas de Steven Spielberg) como los rivales a los que se enfrenta el arqueólogo. Las palabras de los aldeanos aseguran que la secta Thuggee, adoradores de la diosa Kali, continúa con su culto sanguinario, circunstancia que provoca que Indy muestre sus dudas y sus recelos cuando se sienta a la mesa del maharajá de Pankot; sin embargo, el ministro (Roshan Seth) niega unos rumores que no tardan en confirmarse. Como aventura, Indiana Jones y El templo Maldito resulta menos alegre que su predecesora y su sucesora. Se torna más oscura tras los “locos” minutos iniciales, por momentos claustrofóbica, debido a que la mayor parte de la acción transcurre en el interior del palacio-templo donde sacrifican a las víctimas y los túneles de la mina por donde los héroes tratarán de escapar. George Lucas quería un film más oscuro que el anterior, se ha dicho que debido a su estado anímico (acababa de divorciarse), cuestión que Steven Spielberg aceptó, aunque no le acababa de convencer la idea. A pesar del tenebrismo que domina la aventura, existe un toque de humor que se centra en la lucha de sexos que se desata entre Jones y Willie Scott, así como en la presencia de Tapón, quien, en más de una ocasión, salvará a sus amigos. La parte final del film cobra mayor rapidez al exponer la fuga de los héroes, quienes en el interior de una vagoneta “vuelan” por los túneles, excavados por los niños perdidos, en busca de ese final que permita la esperada victoria de Indiana Jones y el cierre de un buen film de aventuras que se aleja del aire pulp y de serial que predomina en el resto de la saga.

viernes, 23 de marzo de 2012

Malditos bastardos (2009)



Dudo que alguien vaya al cine a aprender Historia; pues cualquiera sabe de antemano que una película no es la realidad ni las biografías o sus films “basados en hechos reales” son acontecimientos tal como sucedieron. De hecho, el cine no puede ser fiel a la Historia, porque ni ella es fiel a sí misma; ¿cuántas verdades oculta y cuantas mentiras como verdades han pasado a la Historia? Es labor de los historiadores esclarecerlo, no de los cineastas ni del cine. La del público es ser críticos y autocríticos; labor que se incumple a diario. Salvo excepciones, lo de menos para el cine, más si cabe para uno como el de Quentin Tarantino, es ceñirse a los hechos reales. ¿Para qué, si lo que quiere es humor, verborrea, violencia y espectáculo? Guste o disguste, en hacerlo a su gusto resulta infalible. Una prueba de ello la encontramos en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009), que comienza como los cuentos, pues eso es lo que es, uno en cinco actos. <<Érase una a vez… en la Francia ocupada por los nazis>> nos ubica en un momento histórico concreto, pero, a pesar de que la acción transcurre enteramente durante la Segunda Guerra Mundial y de que la mayoría de sus personajes son soldados, no se puede considerar fiel a nada que no sea el propio Tarantino. De tal manera, Malditos bastardos no es un film bélico propiamente dicho; más bien sería la reunión de gustos cinéfilos del cineasta que realiza una fabulación y una comedia repleta de violencia, y de guiños cinéfilos a Clouzot, Pabst o al spaguetti-western, en la que sigue las andanzas de individuos que no pueden negar su origen. Han sido ideados por el director que inicia Malditos bastardos en 1941, en una pequeña granja de la Francia ocupada, donde irrumpe el coronel Hans Landa (Christoph Waltz), un villano cínico, refinado, frío, letal. Conocido como “caza judíos”, apodo que inicialmente le enorgullece, Landa es despiadado, inteligente, capaz de conseguir cuanto se propone utilizando su palabrería y su falsa cortesía, la cual siempre implica una amenaza real. La entrevista alrededor de esa mesa, donde saborea un vaso de leche, sirve para exponer las características de este hombre sin escrúpulos ni moral, consciente de su poder y del miedo que provoca en sus oyentes: solo con sus palabras logra su propósito, que no es otro que descubrir el paradero de la familia judía que LaPadite (Denis Monechet) ha escondido bajo el suelo de su hogar. Instantes después, el rostro de Landa se destapa. No duda en dar la orden de ejecutar; aparte de lo dicho, parece gozar con su cometido. En este aspecto, podría decirse que es sádico y cruel. Sus hombres acaban con la familia escondida, excepto con Shosanna Dreyfus (Mélanie Laurent), que logra escapar mientras Landa, consciente de que se encontrarán de nuevo, se despide de ella con un <<Au revoir, Shosanna>> que tendrá su respuesta en 1944...


El capítulo dos de 
Malditos Bastardos se centra en el grupo de soldados estadounidenses conocidos como “los bastardos” por los alemanes, que sufren sus expeditivos métodos de combate. El pelotón liderado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) se encuentra formado por soldados judíos y por el sargento Stiglitz (Til Schweiger), un desertor que, en solitario, se ha cargado a más de una docena de oficiales alemanes; la misión de este pelotón consiste en eliminar a todos los enemigos que encuentren durante su infiltración por el territorio ocupado. Raine no tiene la menor duda de como quiere que actúen sus hombres, por eso, haciendo gala de su apodo de Aldo “el apache", les exige cien cabelleras enemigas por cabeza; tampoco sorprende que uno de sus muchachos, Donny Donowitz (Eli Roth), sea temido y conocido por el sobrenombre de “el oso judío”, ni que se le presente tras aguardar a que su figura surja del túnel en el que la cámara se centra, alternándose con el rostro del soldado alemán al que poco después aporreará con su bate de baseball hasta reventarlo. Durante estos hechos se comprueba que el tiempo ha transcurrido, y como el alto mando alemán, incluido Hitler (Martin Wuttke), se encuentran desquiciados y amenazados por la presencia de ese grupo de peculiares guerrilleros que exterminan a todo aquel que cae en sus manos; a no ser que Aldo “el apache” les perdone la vida, a cambio de grabarles en la frente una cruz gamada para que no puedan ocultar su pasado. La acción abandona a estos genios y figuras para acercarse de nuevo a Shosanna (Melanie Laurent), quien, tras cuatro años, aparece dirigiendo un cine en el que proyecta películas de G. W. Pabst o de Henri Georges Cluzot. Shosanna ignora que el soldado alemán que la interrumpe mientras trabaja es Fredrick Zoller (Daniel Brühl), un joven que se ha convertido en héroe de guerra por matar a trescientos soldados aliados. La propaganda nazi ha filmado una película basada en la supuesta hazaña de un soldado que se siente rechazado por la joven; como último recurso para conquistarla, Zoller convence a Goebbels (Sylvester Groth) para que el pre-estreno se celebre en el cine de Shosanna, con la esperanza de que caiga rendida entre sus brazos, inconsciente de que le proporciona la oportunidad para vengarse por la muerte de su familia. Pero la figura del coronel Landa surge de nuevo, igual de amenazante e igual de cínica, para estudiar a esa joven a la que se le concede el “honor” de proyectar el film propagandístico aprobado y supervisado por el número dos del régimen. Posiblemente, el momento más Tarantino de la película se produce en la cuarta parte, después de que los ingleses envíen al teniente Archie Hicox (Michael Fassbender) al continente para que contacte con la actriz y espía Bridget von Hammersmark (Diane Kruger) y con los bastardos de Aldo Raine, con la misión de volar el cine donde se reunirán los líderes nazis. La taberna donde se citan el teniente, los dos bastardos que le acompañan y la Mata Hari de turno, se encuentra ocupada por un grupo de soldados alemanes que celebran la paternidad de uno de ellos; este accidental encuentro provoca una tensión que amenaza con estallar de manera violenta, sobre todo cuando un hombre que no habían visto, un mayor alemán, se sienta en su mesa, donde, una vez más, la verborrea, el humor, la violencia y el descaro del cine Quentin Tarantino se adueña de la escena; tras la cual se dará paso a una quinta parte, un final que no desentona con lo visto durante todo el film.

El hombre elefante (1980)


Lograr financiación no era (ni es) algo sencillo para alguien creativo, arriesgado, con algo que expresar y con las ideas claras para hacerlo en un negocio en el que, como el cinematográfico (el editorial o el musical), la creatividad y la calidad artística quedan relegadas a un plano secundario, incluso a uno sin importancia cuando se trata de argumentos de venta. Pero finalmente, tras cinco años peleando para sacar adelante su primer largometraje, David Lynch pudo concluir y estrenar Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), lo que supuso un segundo paso en la obra fílmica de un cineasta cuyo universo creativo resulta tan personal, fascinante, humano y perturbador, que se reconoce a leguas, incluso en un film a priori ajeno a dicho espacio como puede parecer Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). El primer paso cinematográfico de Lynch había sido su incursión en los cortometrajes. Y ya desde entonces se descubre arriesgado, experimental, lúcido, oscuro, muy suyo. Solo hay que ver cualquiera de sus películas para reconocer sus temas y su estilo, su mirada, sus mundos extraños y no tanto, porque a veces lo raro e incluso lo sórdido se esconden tras fachadas idílicas, incluso tras la de uno mismo. Cabeza borradora llamó la atención de muchos, entre ellos el director y productor Mel Brooks, quien, a través de su productora Brooksfilms, produjo El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), una magnifica historia de monstruos que ignoran serlo y un sensible y contundente alegato a favor de la dignidad humana, la cual brilla esplendorosa en John Merrick (John Hurt). Su sensibilidad conquista los corazones de sus amigos —entre quienes se cuenta la enfermera jefa, humanizada de modo excepcional por Wendy Hiller— y choca de lleno con la abominable interioridad de Bytes (Freddie Jones), que le martiriza, apalea y exhibe para su sustento, o la no menos aberrante del portero de noche del hospital (Michael Elphick), quien también se gana unas monedas a costa de John al tiempo que disfruta junto a aquellos que ven en el joven a un fenómeno al que humillar y de quien mofarse. Son hombres y mujeres que cierran los ojos a sus propias imperfecciones, incapaces de comprender que son sus mentes las que están deformadas y formadas por prejuicios, intolerancia, mezquindad, ignorancia.


Vivir con miedo, incomprendido, obligado a esconderse, sufriendo los gritos de espanto o las risas burlonas de los individuos que presumen su normalidad enferma de ignorancia e incomprensión, quizá también infectada de odio a su propia normalidad; sino, ¿a qué responde su animadversión y, al tiempo, su curiosidad malsana y su acoso a lo diferente? ¿Les hace sentirse mejores? ¿Señalar, mofarse o aprovecharse de la “deformidad” externa que encuentran en John Merrick o en la criatura de Frankenstein en Doctor Frankenstein (James Whale, 1931), les ayuda a ocultar su fealdad interior? Tanto la criatura como Merrick (entre otros personajes de ficción y tantas personas en la realidad) sufren la mirada de esa normalidad hiriente y más deformadora que cualquier rasgo físico que escape a la comprensión general, primero en las ferias, después en la facultad de Medicina donde el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) lo expone a sus colegas, y más adelante, en lo que parecía ser su remanso de paz. Esa paz que se le niega desde el inicio que Lynch muestra onírico, entre la pesadilla y el sueño, para abrir su film a un espacio ferial similar a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) y donde John Merrick sufre rechazado, malos tratos y humillaciones constantes porque su imagen resulta grotesca a los ojos que lo miran y que únicamente ven en él, el monstruo que no es.


Los aceptados del orden, que comúnmente se dice “normales”, no comprenden el dolor, el miedo, la necesidad de amor y amar, le niegan el ser humano que sí es. <<¡No soy un monstruo! ¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!>> exclama y solloza desesperado, cuando se ve acorralado en el aseo de la estación londinense, rodeado de perseguidores tan agresivos que parecen querer lincharlo por su apariencia externa. La monstruosidad que habita en el ser humano no se encuentra en una malformación física, sino en el rechazo, en el comportamiento, en las burlas o en la repulsión que sienten quienes se ven perfectos. En este aspecto, El hombre elefante se hermana con lo expuesto por Browning en La parada de los monstruos, pero Lynch encuentra su referente en la realidad, en el caso del Merrick real descrito por el verdadero Frederick Través en su libro —el guion, escrito por Christopher De Vore, Eric Bergren y David Lynch, también encuentra inspiración en el libro de Ashley Montagu The Elephant Man: A study in Human Dignity—. Aunque tarda en mostrarse tal cual es, primero porque Lynch lo mantiene oculto para generar la atmósfera perseguida y después porque el propio John Merrick oculta su rostro y guarda silencio por temor, teme que lo dañen más, acaba por desvelar su sensibilidad y su creatividad. Sus palabras y su comportamiento resultan generosos, y su mirada más sana que la de la mayoría, quizá más que la de cualquiera.


Este joven de veintiún años sufre deformaciones en todo su cuerpo, su aspecto resulta extraordinario, nunca visto con anterioridad, por eso cuando el doctor Frederick Treves le descubre siente la necesidad de estudiarlo, de mostrarle ante sus colegas científicos, sin apenas darle importancia a su interioridad; para Treves su objeto de estudio no sería más que ese conjunto de accidentes de la naturaleza que dominan la práctica totalidad de la anatomía de John Merrick. Tras llevarle de nuevo con Bytes, Treves tiene la oportunidad de retomar el contacto, más allá del simple análisis externo que había realizado con anterioridad, pues la brutal paliza que Merrick recibe de Bytes (le deja en un estado lamentable), convence a su torturador para llamar al doctor. El hecho conlleva el ingreso de Merrick en el hospital donde, paulatinamente, el doctor descubre que su paciente es un hombre inteligente, bondadoso, digno de su amistad y cariño. La evolución interna experimentada por Treves se hace visible y audible en la pantalla cuando llora y pregunta a su mujer (Hannah Gordon) si es un buen o un mal hombre, ya que siente que no es mejor que individuos como Bytes. Su duda la genera el comprender que ha caído en el error de permitir que personas respetables acudan al centro para observar a su amigo, un hecho que inicialmente consideraba positivo para el desarrollo personal de muchacho, pero que no deja de ser similar a la exhibición ferial, donde los espectadores acuden a contemplar a personas cuyos rasgos físicos les proporcionan placer y rechazo. No obstante, hay diferencia clave: en su hogar, el hospital, Merrick es feliz, gana confianza, se siente querido, lo que le permite abrirse y mostrar su rostro interior, más bello, amable y generoso que el de los monstruos que amenazan transformar el sueño que vive en su retorno a la pesadilla de la que Treves lo rescata. Durante ese instante, para él de pura felicidad, John vive un paréntesis de aceptación y de paz, disfruta un hogar y de la amistad que le brinda algunos de los empleados del hospital o la famosa actriz interpretada por Anne Bancroft. Allí pasa los mejores instantes de su vida, pero la sombra se extiende en la amenazante ausencia de Bytes, pues sabemos que regresará, y en la ambición del portero, que no piensa en Merrick como persona, sino como el hombre elefante que le proporciona risas e ingresos extra.



jueves, 22 de marzo de 2012

El tesoro de Arne (1919)



Después de cuatro años de guerra mundial, la neutralidad sueca había posicionado a su cine entre las cinematografías punteras. De hecho, su creatividad desbordaba y sorprendía y la técnica estaba al servicio de la poesía de la imagen, de los personajes y de la historia a contar. Pero la importancia del paisaje cobra especial relevancia, como se aprecia en
Terge Vigen (1917) o Los proscritos (1919), ambas de Victor Sjöström, y en la práctica totalidad de El tesoro de Arne (
Herr Arnes Pengar1919), cuyos exteriores siempre permanecen helados, convertidos en una enorme prisión de hielo para los personajes, tanto los mercenarios escoceses que aguardan el deshielo para regresar a Escocía como Esalill, la joven protagonista de la tragedia narrada por un Mauritz Stiller en plenitud creativa. La historia cinematográfica de Esalill (Mary Johnson) y Sir Archi (Richard Lund) tiene su origen literario en la novela de Selma Lagerlöf, una escritora fundamental en el auge tanto de la literatura sueca como de su cine, y se inicia en un invierno como el que no se recuerda azota la península escandinava; las tormentas de nieve asolan el país y los hielos cubren los mares que lo bañan; las inclemencias climáticas parecen un presagio de la imposibilidad que se narrará a continuación y que se contextualiza dentro de un periodo real (siglo XVI), dentro del cual, el rey Juan III de Suecia descubre una conspiración entre los mercenarios escoceses que ha enrolado en su ejército. El monarca ordena expulsar a los soldados y encarcelar a sus líderes, pero tres de esos oficiales escoceses: Sir Archi, Sir Flip (Erik Stocklassa) y Sir Donald (Bror Berger) logran fugarse, y se hacen pasar por curtidores para no llamar la atención hasta que puedan regresar a Escocia. Así comienza El tesoro de Arne, una tragedia desarrollada en cinco actos que presenta la imposibilidad de un amor amenazado por el magnicidio que cometen los tres escoceses en el hogar de Arne (Hjalmar Selander). El primer acto presenta a los verdugos del crimen que se produce en la segunda parte, donde se muestra a las víctimas y a Torarin (Axel Nilsson), un pescador que se detiene en la casa de Arne antes de producirse el crimen; allí, en el interior de esas paredes de piedra, se guarda el cofre lleno de monedas de plata que da título a la película, pero que resulta prescindible en cuanto al desarrollo significativo del film de Stiller. Durante la cena, la señora Arne (Concordia Selander) tiene unas visiones que preocupan al pescador; sus inquietudes crecen cuando llega al pueblo vecino y no tardan en materializarse en un fuego descontrolado que devora la vivienda en la que le habían acogido momentos antes. Dominados por la curiosidad y por el pánico, los habitantes de la villa se acercan a comprobar qué ha sucedido, descubriendo que todos menos la joven Elsalill, todavía escondida cuando llegan, han sido asesinados. El tercer acto o el destino ideado por la escritora Selma Lagerdöf conduce a los asesinos a la isla en la que habita Torarin y a la que ha llevado a la superviviente, de quien se apiada y a quien pretende cuidar para que recupere sus ansias de vivir. La aparición de los tres escoceses en la isla se produce como consecuencia de su intención de regresar a Escocia tan pronto como los hielos se rompan y permitan el deshielo de las aguas en la que los barcos se encuentran atrapados. El periodo de espera acerca a Sir Archi, el asesino, y a Elsalill, la víctima, sin que ésta conozca la identidad del hombre del que se enamora. Durante el cuarto acto Elsalill sueña con el espectro de su hermana, el cual le guía hasta el lugar donde se desvelará, cuando despierte, una verdad que le condena a una desesperación mayor de la que ya sufría, pues el hombre a quien ama es el mismo a quien odia. Este pasaje interioriza en los dos amantes, mostrando como ambos jóvenes sufren conscientes de que existe una barrera que les separa irremediablemente; Sir Archi desespera, no sabe cómo expiar su culpa y confesar a su amada el terrible crimen que ha cometido, mientras, la joven se debate entre protegerle o denunciarle para que pague por unos actos que han destrozado su vida. Mauritz Stiller, pionero del cine mudo sueco, enfocó el último acto desde la imposibilidad de un amor que no puede existir, atrapando a sus protagonistas dentro de un paraje helado donde la tragedia se cierne sobre ellos; ya que Elsalill no puede perdonar, y Sir Archi antepone su libertad al amor, utilizando como rehén a quien dice amar. El tesoro de Arne resulta un film emocional, donde la desesperación del criminal y de la joven pueden con ese sentimiento que nace mientras esperan a que el hielo se derrita, hecho que al no producirse se convierte en la certeza de que sus sentimientos no pueden vencer a la fría e inhóspita realidad en la que se encuentran.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Los descendientes (2011)


Despertar a la realidad, y asumir las pérdidas que en ella se descubren, puede resultar doloroso y desconcertante; y suele ocurrir cuando un hecho rompe la monotonía con la que se ha olvidado parte de cuanto se es y cuanto se tiene. Matt King (George Clooney) despierta de su letargo tras el accidente de su esposa, y será a partir de ese trágico suceso cuando empieza a pensar en lo que realmente le importa: su mujer y sus dos hijas. Para Matt, como para cualquiera en su situación, resulta terrible comprobar que su esposa se encuentra en estado de coma; ante esa visión siente la necesidad de recuperar, de acercarse y solucionar parte de lo perdido, sin embargo ya es demasiado tarde para eso. El padecimiento de Elizabeth (Patricia Hastie) le lleva a una nueva realidad en la que debe responsabilizarse por completo del cuidado de sus dos hijas; Scottie (Amara Miller), la pequeña, sería la que mayores preocupaciones representa para un hombre que teme equivocarse, a pesar de que Alexandra (Shailene Woodley), de diecisiete años, parezca la que más problemas pueda causar debido a su conducta rebelde. Matt no sabe cómo actuar con ellas, pero gracias a ese contacto descubre cuestiones que desconocía; pero lo que marca su despertar definitivo se produce cuando su hija mayor le confiesa el motivo por el que había discutido con su madre. ¿Por qué Elizabeth le engañaba?¿Se sentía sola? ¿En qué ha fallado? ¿Por qué se llegó a un punto de ruptura del que nada sabía o del que nada quiso saber? Matt se siente frustrado, necesita comprender, aceptar y asumir el nuevo rumbo que marca la inminente muerte de una esposa a quien creía conocer y de quien nada sabía. Matt siente un impulso que le empuja a saber quién era el amante de Elizabeth, no por venganza, sino porque desea comprender. Los últimos días de vida de su esposa se convierten en su desengaño, pero también en su oportunidad para acabar con esa falsa existencia en la que se encuentra y profundizar en su relación con sus dos hijas, con quienes inicia un viaje en el que desea encontrar a Brain Speer (Matthew Lillard) y acaba encontrándose a sí mismo. Los descendientes (The descendants) se muestra como un drama sincero, en el que un hombre no puede escapar de su realidad, una desgracia que le afecta y que debe aceptar por muy dolorosa que ésta sea para poder continuar. Alexander Payne consiguió mostrar la intimidad emocional de un ser perdido y desencantado sin caer en el drama lacrimógeno, dotando a sus personajes de una humanidad sincera que permite observar la emotiva búsqueda de respuestas a la que se lanza Matt King tras el descubrimiento de la infidelidad y la confirmación de la irreversibilidad del estado de Elizabeth; no busca escusas, tampoco reproches que de nada sirven, sino una reflexión que le conduzca hasta la comprensión que necesita y que no encuentra en las palabras vacías (tópicos) que escucha, que ni le consuelan ni le dicen cómo debe enfocar una situación en la que descubre que sus hijas son lo más importante para él.