jueves, 13 de junio de 2013

Mi calle (1960)


Responsable de títulos clave de la cinematografía española de la posguerra —
La torre de los siete jorobadosLa vida en un hilo, El crimen de la calle de Bordadores o El último caballo—, Edgar Neville consideró Mi calle (1960) como su mejor película, opinión personal basada en los sentimientos que el cineasta intentó plasmar en un film que sintetiza lo que fue su cine. En el que sería su testamento fílmico prima la comedia, las costumbres, lo sainetesco, la importancia de los personajes secundarios (en Mi Calle, todos y ninguno lo son), la afición a lo popular o ese Madrid tantas veces evocado en anteriores películas suyas. De tal manera, su despedida cinematográfica contiene el “alma” de Neville y reúne sus constantes, su sentir, sus recuerdos y la nostalgia que se descubre a través del recorrido temporal de cincuenta años, desde los albores hasta mediados del siglo XX, por una calle madrileña que se convierte en una protagonista más de las historias y de las gentes que la habitan. Al cineasta madrileño, poco le importaba dotar de realismo a sus películas, aunque existan reflejos de la realidad circundante en films como El último caballo; en Mi calle, la realidad no le interesaba lo más mínimo, ya que ni la realidad forma parte de la evocación ni los recuerdos son reales; por tanto, el realismo no evoca, ni puede dar forma a la idealización de las vivencias pasadas y de los seres que han dejado su impronta en quien los recuerda. Neville da rienda suelta a la memoria subjetiva, de la que vive y en donde vive la imagen idealizada de un barrio que se ve afectado en mayor o menor medida por los distintos acontecimientos que se producen fuera de su entorno, pero, por mucho que pasen los años, este siempre se muestra similar, como si el paso del tiempo o los hechos que se producen no perturbasen el orden establecido en ese lugar cinematográfico, fruto de la idealización de quien sueña.


La Belle Époque, la Gran Guerra, la monarquía, el anarquismo, la Segunda República, la Guerra Civil o la dictadura son circunstancias puntuales que se dejan ver en
Mi calle mediante breves imágenes extraídas de noticiarios, que afectarían de un modo u otro a esos vecinos que nos son presentados a través de un narrador omnisciente que representa la evocación de Neville. Así conocemos a los personajes que deambulan por el empedrado: el marqués, su esposa y su nieto Gonzalito, que bien podría representar la niñez del propio cineasta, el carnicero que desea casarse con una mujer que inicialmente le rechaza, el vendedor de paraguas que se adapta a las circunstancias de cada momento, la peluquera chismosa, la criada con anhelo de grandeza que se deja seducir por un Gonzalo ya crecido, la típica familia burguesa o dos niños que no tienen otro lugar adonde ir más que esa calle donde se dejan sentir los sentimientos de todos y los hechos que les afectan. Como consecuencia de la presencia de éstos y otros personajes, Mi calle se convierte en una película coral, sin protagonistas, pues todos lo son al formar parte de esa nostalgia que la voz en off no expresa con palabras, pero sí con las referencias de los recuerdos que Edgar Neville llevaba consigo, consciente de que el tiempo había pasado, y aún así, en su idealización, todo continuaba igual que antaño.

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