jueves, 14 de diciembre de 2017

La muerte de un burócrata (1966)


La muerte del tío Paco, Juanchín (Salvador Wood) y la burocracia son los protagonistas del humor negro que sirve a Tomás Gutiérrez Alea para dar forma a esta crítica, cómica-satírica, del sistema administrativo cubano. Pero La muerte de un burócrata (1966) es algo más que una crítica o una espléndida sátira. Es la primera gran comedia del cine cubano posrevolucionario, realizada por un cineasta clave que abre su película con unos títulos de crédito inusuales que llaman la atención por presentarse cual informe mecanografiado en el que resuelve exhibir la película. En uno de los puntos que componen la resolución, el quinto, el director dedica el largometraje a <<Luis BuñuelStan Laurel y Oliver Hardy, Ingmar Bergman, Harold Lloyd —en una secuencia posterior, que recuerda a otra de El hombre mosca (Safety Last!; 1923), le rinde homenaje visual—, Akira Kurosawa, Orson Wells, Juan Carlos Tabío, Elia Kazan, Buster Keaton, Jean Vigo, Marilyn Monroe y a todos aquellos que de una manera u otra han intervenido en la industria del cine desde Lumiere hasta nuestros días>>. Su dedicatoria a tantos inmortales del cine nos dice algo de quien firma el documento, posiblemente el realizador más importante que ha dado la cinematografía cubana y, junto a Julio García Espinosa, Humberto Solás, Fausto Canel, Sara Gómez…, responsable de revolucionar y modernizar el cine de su país.


<<¿A quién se le habrá ocurrido enterrar al tío con el carnet laboral?>>, pregunta el compañero Juanchín hacia la mitad de sus desventuras administrativas. Juanchín es un buen compañero, como buen obrero era su difunto tío Paco, tanto, que a alguien se le ocurrió darle sepultura con su acreditación laboral. Este detalle, en apariencia trivial, trae de cabeza al personaje principal de esta sátira, entre kafkiana y surrealista, que Gutiérrez Alea realizó sobre la burocracia que atrapa al protagonista con el papeleo, la inhumanidad y las obligadas idas y venidas de acá para allá que le desesperan ante la incompetencia y la indiferencia que observa en los compañeros funcionarios. Varios carteles de "Muerte a la burocracia" se dejan ver en determinados momentos de esta espléndida sucesión de escenas a cada cual más surrealista, repletas de humor negro y
 de situaciones inverosímiles que, desde la exageración, muestran la realidad posrevolucionaria que, en su imperfección (compartida con cualquier otra realidad), se posiciona contra la burocracia, pero manteniéndola a rajatabla, hasta el extremo de marear y enloquecer a compañeros como Juanchín, indefenso ante las peticiones e incompetencia de un sistema deshumanizado, caótico e inútil. Quienes pretenden exponer los carteles son los mismos burócratas de un sistema incompetente que no soluciona los problemas de la gente corriente, más si cabe, les complica la existencia. Esta realidad la descubren tía (Silvia Planas) y sobrino cuando se presentan en una oficina, después del entierro de Paco, y el funcionario que les atiende les insta a presentar el carnet del fallecido para arreglar la pensión de viudez de la mujer. Ellos le comentan su caso, pero, como si nada, solo el documento permitirá a la triste viuda disfrutar del sueldo que le corresponde por la reciente pérdida de su marido. Ante este contratiempo, no queda otra solución que exhumar el cadáver, aunque el papeleo y las circunstancias administrativas (que les exige llevarse el cadáver con ellos) obligan a Juanchín a tomar un camino indeseado que consiste en desenterrar a su tío con la ayuda de varios peones, tomar aquello que necesita y, de inmediato, regresar al finado a la tierra. Pero todo cambia cuando, ataúd en mano, el grupo de profanadores se ve sorprendido por el vigilante del cementerio y por la policía, hecho que obliga al accidental ladrón de tumbas a llevarse el cadáver consigo, a alojarlo en la vivienda que comparte con la viuda y a conseguir una buena cantidad de hielo para evitar la putrefacción y los malos olores. Este es el inicio del viaje sin retorno del sobrino, quien, una y otra vez, ve como las puertas y las ventanas administrativas se cierran para él en colas, documentos, sellos, firmas y en un personal que no escucha sus motivos y preocupaciones, solo aumenta las trabas que impiden inhumar el cadáver donde le corresponde, en el cementerio donde el burócrata (Manuel Estanillo) se erige en custodio del orden administrativo y del desorden humano que se produce con la llegada del coche fúnebre que no tarda en ser destrozado durante la batalla campal que allí se desata.

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