lunes, 29 de diciembre de 2014

Open Range (2003)

La relación de Kevin Costner con el western se inició al principio de su carrera como actor, cuando formó parte del reparto de Silverado (Lawrence Kasdan, 1985). Desde aquel primer contacto, el protagonista de Los intocables de Eliot Ness (The Untochables; Brian De Palma, 1989) ha regresado al género con cierta asiduidad, o bien como actor en producciones ajenas: Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) y Hatfields & McCoys (Kevin Reynolds, 2012), mini-serie ambientada durante la Guerra de la Secesión, o como actor, director y productor en Bailando con lobos (Dancing with Wolves, 1991), Mensajero del futuro (1997), un insustancial western postapocalíptico, y Open Range (2003), posiblemente su mejor aportación al género y un claro homenaje al mismo. Esta, hasta el momento, última incursión de Costner en el cine del oeste se presenta desde los espacios abiertos por donde deambulan cuatro vaqueros en busca de pastos libres. Dicha introducción describe al cuarteto como una familia errante cuya cabeza visible es Boss Spearman (Robert Duvall), un hombre de actitud paternal que se ha ganado el respeto, la admiración, el cariño y la confianza de sus compañeros de fatigas. Sin embargo, la armonía en la que viven los cuatro cowboys se interrumpe de modo fortuito a su llegada a Harmonville, una pequeña ciudad donde un cacique (Michael Gambon) manda acabar con ellos. La violenta muerte de Mose (Abraham Benrubi) y la herida de gravedad de Button (Diego Luna), el más joven del grupo, provocan que Boss y Charley Waite (Kevin Costner) asuman una postura que implica imponer justicia en una villa donde la ley se encuentra en manos de dicho ganadero (similar a lo que ocurre en Appaloosa (Ed Harris, 2008), otro destacado western realizado en una época en la que apenas se realizan). Antes de que se produzca el inevitable enfrentamiento, común a otros films del oeste, se detalla la sólida amistad que comparten Boss y Charley, así como sus diferentes perspectivas existenciales. Mientras el primero se muestra en paz consigo mismo, el segundo huye de un pasado en el que la muerte formaba parte del mismo, por ello, en ese instante presente, amenazado por el inminente brote de violencia, Charley se atormenta ante la posibilidad del regreso de ese "yo" de quien ha escapado durante los diez años compartidos con Spearman. No obstante, aquel pistolero ya no existe gracias a la asimilación de la sencilla y honesta filosofía vital de Boss, cuyo contacto ha conferido a su discípulo un pensamiento más reflexivo y sereno, una visión existencial que, en el pueblo, se ve confirmada y revitalizada por la presencia de Sue Barlow (Annette Bening), a quien, instantes antes de que se produzca el enfrentamiento final, Waite confiesa su temor a continuar siendo aquel tipo violento que le obligó a huir de sí mismo y de cuanto había conocido hasta entonces. La historia de Open Range fluye desde las relaciones de sus dos personajes principales, individuos ajenos a los tiempos que corren, condenados a desaparecer y obligados por los hechos a tomar una decisión que no desean, pero que resulta inevitable desde su sencillo punto de vista, que aboga por la libertad y que se ve entorpecido por la corrupción y la injusticia impuestas por el ganadero, una injusticia que les afecta y les obliga a asumir una postura beligerante que, para Charley, conlleva un enfrentamiento más doloroso, aquel que lo enfrenta a sí mismo.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El fantasma invisible (1941)


Se puede definir 
El Fantasma invisible (Invisible Ghost, 1941) como un producto típico de la serie B de los años cuarenta (rodada en pocos días, con escaso presupuesto y con protagonistas en el ocaso de sus carreras), pero también como la primera película a destacar dentro de la filmografía de Joseph H.Lewis, responsable de estupendas producciones de cine negro: Relato criminal (The Undercover Man, 1949), El demonio de las armas (Gun Crazy,1950) o Agente especial (The Big Combo, 1955) y de sólidos westerns como: El séptimo de caballería (7th Cavalry, 1956) o Terror en una ciudad de Texas (Terror in a Texas Town, 1958). Lewis arrancó esta intriga con el retrato de la señora Kesleer (Betty Compton), que se ha convertido en la obsesión de Charles Kesleer (Bela Lugosi), a quien se observa cenando en una espaciosa mesa donde comparte su soledad con el asiento vacío que tiempo atrás era ocupado por su mujer. Este arranque delata la influencia que la literatura de Edgar Allan Poe tiene en el film y confirma a la señora Kesleer como el primer espectro que asoma en la película, aunque el verdadero fantasma, aquel al que hace referencia el título, se esconde en la mente de ese hombre atormentado por la desaparición de su mujer años atrás. Sin embargo, ella ni ha muerto ni se ha ido con otro (como él siempre ha creído), se encuentra oculta, enferma, incapaz de recordar quién es y bajo los cuidados del jardinero de la mansión. Este fantasma femenino, que se pasea por la nocturnidad y las sombras del jardín, se presenta ante Charles a través del cristal de un ventanal, como si formase parte de un sueño o de una pesadilla. En estos instantes dominados por la oscuridad y las tinieblas, el personaje encarnado por Lugosi entra en trance, apoderándose de él la incontrolable necesidad de matar, como si con ello acabase con la vida de quien lo abandonó y causó el dolor y el odio que habita en su subconsciente. El inicio de El fantasma invisible es una excelente muestra de economía narrativa y un primer aviso de la capacidad de Lewis para ofrecer, en pocos minutos, la información precisa para comprender a sus personajes y los hechos que, en este caso, se desarrollan en su práctica totalidad en el hogar de los Kesleer, un espacio por donde deambulan fantasmas que no se encuentran alrededor del personaje principal, sino en su interior, pues los espectros nacen de su subjetividad y de pensamientos que desea mantener enterrados en lo más recóndito de su cerebro, pero que salen a la luz de modo inconsciente para trastornarlo y convertirlo en víctima de una obsesión que lo impulsa a cometer una serie de asesinatos que no recuerda haber cometido.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Sangre, sudor y lágrimas (1942)


En tiempo de guerra, la maquinaria bélica no se reduce a las armas de combate. Hay otras muchas. Una de ellas sería la propaganda con la que se pretende elevar la moral de tropas y de civiles. En este caso, el cine juega un papel de suma importancia, ya que se trata de un medio que alcanza a un amplio sector de la población. Un buen ejemplo del cine de propaganda bélica realizado en el Reino Unido durante los años de la Segunda Guerra Mundial podría ser el debut de David Lean tras las cámaras, pero, más allá de las imágenes de Sangre, sudor y lágrimas (In Which We Serve, 1942), el film
inicia la colaboración de Lean con Noël CowardRonald Neame y Anthony Havelock-Allan, una asociación que marcaría la primera etapa del futuro responsable de El puente sobre el río Kwai. Aunque Sangre, sudor y lágrimas fue codirigida, escrita, producida e interpretada por Coward (también compositor de la banda sonora), sí se puede decir que es obra de Lean, hasta entonces reputado montador, que sugirió al dramaturgo reducir el guion (que inicialmente daba para unas cinco horas de metraje) y empleó una narrativa que se desarrolla a partir de los flashbacks (como también sucede en Amigos apasionadosBreve encuentro, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago), que surgen de los recuerdos de los supervivientes del destructor británico que es alcanzado durante los primeros minutos de la película. A partir de estos marineros, que se encuentran flotando alrededor de una balsa, se observan sus relaciones familiares y sentimentales anteriores al conflicto armado y a su enrolamiento en el barco capitaneado por Kinross (Coward), un capitán paternal que busca la armonía y la eficiencia de los suyos. Este enfoque emotivo provoca que, más que un film bélico, Sangre, sudor y lágrimas se desarrolle como un drama que, por momentos, asume aspectos de melodrama para mostrar las emociones y las sensaciones que embargan a sus protagonistas mientras aguardan a un destino incierto. Sin embargo, en ocasiones, la intención emotiva lastra el ritmo del film, provocando que este resulte algo forzado y teatral, aunque esta irregularidad no impide que la película cumpla con su intención de loar a los miembros de la Marina Real Británica en un momento durante el cual el país se encontraba sumido en una guerra que afectaba a la vida tanto de militares como de civiles, por eso la película apenas muestra aspectos de la contienda y sí de la existencia de personas anónimas que ven como el estallido del conflicto rompe con una cotidianidad que echan en falta y a la que desean volver.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Mandy (1952)



De las tres películas que
Alexander Mackendrick realizó sobre la infancia, Mandy (1952) no presenta como protagonista a una víctima inocente que evoluciona hasta convertirse en manipuladora consciente de su entorno, ya que Mandy (Mandy Miller) vive rodeada de silencio y sin interactuar con el medio externo, condicionante de pensamientos y actos. Este alejamiento del entorno, consecuencia de su sordera de nacimiento y de la excesiva protección materna y paterna, la aleja de la forzosa transformación de los pequeños protagonistas de Viento en las velas y Sammy, huida hacia el sur, quienes, debido a las circunstancias que viven, pierden su inocencia inicial para defenderse en el mundo adulto al que acceden accidentalmente. Esta diferencia no impide que el personaje infantil del único melodrama de Mackendrick sea el detonante del comportamiento de la madre (Phyllis Calverty del padre (Terence Morgan), desbordados ante la ausencia auditiva que desequilibra sus personalidades y su relación matrimonial. Esta circunstancia no es consecuencia de la acción de la pequeña y sí del pensamiento que su discapacidad genera tanto en hombre como en la mujer, quienes, desde el mismo instante en el que descubren su sordera (a los dos años de edad), la apartan de todo contacto con el mundo exterior. Durante los cuatro años que siguen, los adultos consideran correcta su postura de proteccionismo extremo, sin caer en la cuenta de que esta impide la socialización de su hija, al tiempo que la condena a permanecer encerrada en su individualidad frustrada, donde no existe ni el sonido ni la posibilidad de comunicar o recibir emociones, sensaciones y sentimientos. De manera inconsciente los padres han perjudicado su desarrollo, y solo la madre acaba por comprender dicha realidad, por lo que decide romper las barreras que han levantado alrededor de la niña inscribiéndola, a pesar de la oposición paterna, en un centro especializado donde podría tener una posibilidad para evolucionar hasta convertirse en un ser social y autónomo. A partir de la acción materna, la postura de Mackendrick parece tomar a la joven como la excusa para acceder y estudiar el mundo adulto, tanto el de los padres como el de Searle (Jack Hawkins), el director de la escuela que se desvive por ayudar a superar las limitaciones y los miedos de sus alumnos, en particular los de Mandy. Sin embargo, el trabajo de Searle constantemente se ve torpedeado por los intereses de terceros, ya sean los económicos, uno de los administradores del centro le pone todo tipo de trabas por no seguir sus directrices, o los personales, el padre de Mandy, temeroso de perder el control que hasta entonces ha ejercido sobre su mujer y su hija, se comporta de un modo que puede ser calificado de aberrante. De tal manera, este melodrama, reflexivo, en ocasiones crítico, pero en ningún momento sensiblero, intenta mostrar, a partir de la figura infantil, un entorno de adultos que, consciente o inconscientemente, se descubre egoísta, a ratos cruel y en ocasiones (según los personajes) reacio a un proceso educativo que conlleva sufrimiento, pero también pequeñas satisfacciones como la de observar la evolución de una niña que poco a poco despierta a la vida, transformando su aislada perspectiva para encontrar su lugar entre los niños y niñas de su edad.

viernes, 12 de diciembre de 2014

El sol del membrillo (1992)


Cortometrajes y participaciones en proyectos colectivos aparte, 
entre los que se cuenta Correspondencia (Víctor Erice y Abbas Kiarostami, 2005-2006), la filmografía de Víctor Erice se reduce a tres largometrajes —El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol del membrillo (1992)— que lo sitúan entre los cineastas más destacados y originales de la cinematografía española. Entre los rodajes de su primera y segunda película transcurrieron diez años, los mismos que pasaron desde el estreno de El sur hasta el de El sol del membrillo. Durante esas dos décadas el realizador vizcaíno trabajó en varios proyectos que, por un motivo u otro, quedaron en nada, entre ellos un cortometraje televisivo sobre una obra inacabada del pintor Antonio López. Aquel corto no llegó a materializarse, pero sirvió de embrión para este film atípico, complejo e inclasificable (desde un punto de vista genérico), que presenta una perspectiva narrativa que deambula intencionadamente entre el estilo documental y la poética que surge de las imágenes que muestran la experiencia de López ante el lienzo. A lo largo del otoño de 1990 se descubre al artista inmerso el proceso creativo que se desarrolla entre pequeños avances e importantes inconvenientes, los mismos que, con el paso de los días, provocan que cambie su idea inicial de pintar al oleo el sol reflejado en los membrillos por un dibujo que no alcanza a expresar su intención primigenia. Dicha circunstancia confirma la diferencia entre la captura del momento y la realidad en constante transformación, cuestión que invita a reflexionar sobre la imposibilidad del pintor a la hora de atrapar esa realidad condicionada por el paso del tiempo que la cambia, un tiempo que en El sol del membrillo se simboliza en el proceso pictórico, pero también en el cielo otoñal, dominado por las nubes que impiden el paso de la luz, y en la cotidianidad en la que se descubre a quien observa y pinta, consciente de que el arte es un "ser" cambiante que cobra vida a partir de la combinación externa-interna que la cámara recoge desde la estática asumida por Erice como parte de la mirada y de las sensaciones de su amigo. A medida que se desarrollan los movimientos, las pinceladas, las palabras o los silencios de Antonio López, su intención cobra forma en una obra en la que ha puesto su empeño y parte de sus sentimientos. Esta mezcla de aspectos humanos y artísticos se observan desde el primer momento, cuando el pintor delimita y crea el espacio donde se acomoda para dar forma sobre la tela a la esencia del árbol que se convierte durante días en su compañero y en su inspiración. El membrillero y sus frutos le retraen a tiempos pasados, momentos que comparte con su amigo y colega de profesión Enrique Gran, cuando aquel lo visita para observar el avance de un proyecto que evoca anécdotas e intenciones que no llegaron a concretarse, como tampoco se concreta la realidad cambiante que trastoca la pintura al natural. Durante estos instantes la serena nostalgia que mana de su conversación se combina con un entorno en descomposición (frutos caídos, el suelo mojado o la casa en reformas) y con aspectos ajenos al artista y a su idea, circunstancias que no afectan al pintor, pero que muestran la realidad externa que se descubre en el sonido ambiente, en la emisión radiofónica, que anuncia la reunificación alemana (1989-1990) y los conflictivos momentos que preceden al ataque aliado en la Guerra del Golfo (1990-1991), o en las personas que lo rodean: los obreros que rehabilitan la vivienda, su mujer o las hijas del matrimonio, parte humana de una cotidianidad de la que, por momentos, el artista parece abstraerse, inmerso en su empeño por materializar un pensamiento artístico que, como la vida, se encuentra condicionado por circunstancias que escapan a los conceptos humanos de realidad y tiempo.

jueves, 11 de diciembre de 2014

El gabinete del doctor Caligari (1919)



El estatus del que goza en la actualidad El gabinete del doctor Caligari (Das cabinet des Dr. Caligari, 1919) se debe más a su estética, obra de Hermann Warm, Walter Röhrig y Walter Reimann, que a la narrativa cinematográfica (por momentos irregular y teatral) de Robert Wiene, que adaptaba a la pantalla el guion que Carl Mayer y Hans Janowitz, guionistas fundamentales en el esplendor del cine alemán de la década de 1920, desarrollaron en común tras haber asistido a un espectáculo. Dicha estética, marcada por la exageración y las formas imposibles, es característica del expresionismo alemán, un movimiento artístico que llegó al cine tiempo después de desarrollarse en otros ámbitos del arte, y que alcanzó su máxima expresión cinematográfica en este film que inicialmente iba a dirigir Fritz Lang, pero el futuro responsable de M (1931) tuvo que abandonar el proyecto para filmar la segunda parte de Die Spinnen (1920). De ese modo, la dirección de este proyecto producido por Erich Pommer recayó en Robert Wiene, quien, como pretendía hacer Lang, introdujo un cambio fundamental en el guion, uno que no contentó a los autores.


Desde la distorsión, Wiene desarrolla El gabinete del doctor Caligari como el recuerdo de un hombre que narra a un oyente su extraña experiencia con el doctor Caligari (Werner Krauss). Y como todo recuerdo, no es más que una alteración subjetiva de la realidad, de ahí que cuanto se observa podría ser el delirio de un individuo que, hacia el final del film, asegura que el tal Caligari es el director de un centro psiquiátrico que se ha vuelto loco en su obsesión por inducir a un durmiente a cometer acciones que jamás realizaría estando despierto. La película se divide en un prólogo y un epílogo, sugeridos por Lang, en los que no se percibe la alucinación expresionista que domina el resto del relato, y un nudo en el que se muestra la historia que Francis (Friedrich Feher) ubica en una ciudad deformada, posiblemente por la propia deformación con la que percibe el entorno. Este hombre narra su presencia en el espectáculo de Caligari, que presenta como atracción a Cesare (Conrad Veidt), el sonámbulo que despierta para contestar a las preguntas que le realiza el público. Sin embargo, detrás de este número se esconde la mente criminal del psiquiatra, que emplea al durmiente para comprobar hasta dónde puede manipular la voluntad humana sin que esta sea consciente de ello. Pero la importancia del film de Wiene no se encuentra en la intriga, sino en la ruptura visual que se descubre en sus imágenes de calles torcidas y casas inclinadas que crean la subjetividad que se reafirma al descubrir a los personajes, exagerados en sus movimientos y maquillados en exceso, que deambulan por una atmósfera sombría, irreal y pictórica que podría ser el reflejo deforme de una sociedad compuesta por individuos inconscientes de la manipulación de la que son víctimas y aquellos que los manipulan para lograr sus objetivos.



lunes, 1 de diciembre de 2014

Jardines de piedra (1987)

En la cima de su popularidad como cineasta, Francis Ford Coppola presentó en Cannes su demoledora visión del conflicto vietnamita en la soberbia Apocalypse Now (1979). Ocho años después, su situación dentro de la industria era totalmente distinta, de modo que hubo de aceptar participar en films ajenos a sus intereses artísticos. Entre estas producciones, realizadas por encargo, se encuentra Jardines de piedra (Gardens of Stone), un drama que también guarda relación con la guerra de Vietnam, aunque esta se descubre desde la distancia, como si no afectase de forma explícita a los personajes, aunque sí a las ideas que marcan sus inquietudes; mientras, en el film que enfrenta al capitán Willard y al coronel Kurtz la guerra se muestra como una realidad dual, onírica y tangible, que forma parte misma de los personajes, pues los envuelve, la respiran y, en definitiva, habita en sus interioridades. La sensación de lejanía y desconocimiento del conflicto que se ofrece en Jardines de piedra se descubre a través de muchos de sus personajes, aunque mayoritariamente desde el punto de vista del inexperto soldado Willow (D.B.Sweeney) en su contacto con el sargento de la Vieja Guardia Clell Hazard (James Caan), a quien siempre se observa desencantado ante su convencimiento de que la mayoría de los soldados enviados a Vietnam regresarán en ataúdes que él mismo tendrá que dar sepultura. Como consecuencia, resulta lógico que Jardines de piedra se abra en el cementerio militar de Arlington durante el funeral del propio Willow, cuya última carta, leída en off, confirma la pérdida definitiva de la inocencia, la suya y la de tantos otros enterrados en ese campo de hierba y piedra que se convierte en la última morada de la ingenuidad y el sacrificio de los caídos en combate. Inmediatamente, las imágenes retroceden en el tiempo para mostrar a ese mismo soldado a su llegada a Washington, destino donde no desea permanecer (quiere entrar en acción) y donde se convierte en el protegido de un sargento en permanente conflicto con su entorno, debido a su postura ante la participación de su país en una guerra que, para él, solo puede proporcionar la muerte de una generación de jóvenes estadounidenses. A partir de este encuentro se suceden los momentos íntimos, centrados en relaciones afectivas como la amistad entre Hazard y el sargento mayor Nelson (James Earl Jones), la paterno-filial que se desarrolla entre Willow y el primero o las amorosas, por un lado la que une al suboficial y a Samantha Davis (Anjelica Huston), una periodista que se declara pacifista, y por otro la de Willow y Rachel (Mary Stuart Masterson), quien en un primer instante se muestra reticente a aceptar una vida en común con un militar de carrera que, una vez enviado a combatir, quizá nunca regrese al hogar, temor que queda confirmado al inicio de la película. Como consecuencia de la introducción realizada por Coppola, la idea de la muerte se encuentra presente a lo largo de todo el metraje, del mismo modo que también lo está la pérdida de la ilusión que se confirma mediante la lectura de la carta escrita desde el campo de batalla, que nunca se observa en pantalla y del que solo se tienen conocimientos a través de los comentarios de veteranos como Hazard y de las letras escritas por un muchacho que pagó un alto precio por descubrir que la realidad del frente nada tenía que ver con la imaginada.