jueves, 30 de marzo de 2017

El destino se disculpa (1945)


Su labor de censor cinematográfico durante la dictadura franquista y las diversas adaptaciones cinematográficas que de su obra literaria realizaron entre otros Edgar NevilleRafael GilAntonio Román o Fernando Fernán Gómez, confirman la estrecha vinculación que Wenceslao Fernández Flórez mantuvo con el cine, como también confirman la admiración y la influencia que su narrativa despertó entre los cineastas españoles antes y después de la Guerra Civil. Basada en su relato El fantasma, el escritor coruñés escribió los diálogos y el argumento que José Luis Sáenz de Heredia guionizó y dirigió dando forma a una ingeniosa y ágil comedia que se distanciaba de la propaganda ideológica —Raza (1941)— y de la seriedad melodramática —El escándalo (1943)— de los títulos que lo habían aupado a una posición de privilegio dentro de la cinematografía española de la época. Fantasiosa y moralista en su mensaje, como tantas comedias de aquel entonces El destino se disculpa también asume influencias del cine de Ernst Lubitsch y de René Clair para desarrollar su trama, que se abre en la oscuridad de un parque donde la cámara pilla infraganti a un caballero solitario que, tras ser descubierto, deja de pegar carteles en los árboles para presentarse al público. Es el Destino (Nicolás Perchicot), o eso asegura antes de exponer que él nada tiene que ver con el mal uso que los humanos hacen del libre albedrío.


Este personaje, a quien los hombres y las mujeres culpan de sus propias decisiones y de las diversas casualidades, se queja de expresiones del tipo <<maldito mi sino>> o <<qué negro destino>> antes de negar su falta de implicación en los hechos que afectan a los individuos. Para demostrar su inocencia relata la historia de Ramiro Arnal (Rafael Durán), un joven dramaturgo y poeta aficionado que triunfa en su pueblo natal con la obra teatral protagonizada por su inseparable Teófilo (impagable Fernán Gómez, tanto en su presencia como en su ausencia corpórea). Los aplausos y las adulaciones inflan su vanidad al tiempo que lo empujan a buscar fama y fortuna en Madrid, en compañía de su hermana Benita (Milagros Leal) y de su fiel amigo. Pero en la capital las casualidades le niegan el éxito literario y lo convencen de que cuanto le ocurre es obra de ese destino que interrumpe su relato para recalcar que ni la falta de sentido común ni la toma de decisiones son cosa suya. El sino asegura que no es responsable de los sucesos que marcan el devenir del poeta: su accidental empleo, su aparente enamoramiento de Elena (Mary Lamar), su ceguera —tanto en los negocios como en el amor— o la promesa que exige a su compañero de fatigas —el primero en fallecer regresará del más allá (si es que existe) para evitar los errores de quien sobreviva. Reacio a cuestiones esotéricas, el bueno de Teófilo acepta de mala gana, sin saber que su muerte es inminente y con ella el cumplimiento de lo pactado. Su regreso en forma de percha, para advertir a su amigo que Elena le hará infeliz, precede a su quijotesca figura para prevenir a quien no le escucha contra Quintana, el pícaro timador interpretado por el indispensable Manolo Morán —en un personaje que antecedente en verborrea al promotor que daría vida en ¡Bienvenido Mister Marshall! (Luis García Berlanga, 1952)—, pero ninguna de sus advertencias son escuchadas por Ramiro, cuya vanidad y la adulación de Quintana lo convierten en una marioneta, aunque no del destino. Como suele ser habitual en las comedias, son los secundarios quienes aportan las mayores dosis de humor a El destino se disculpan, una película que destaca por su fluidez y por los trucajes, obra del operador alemán Hans Scheb, que dan credibilidad y comicidad a las apariciones de ese amigo fallecido en quien recaen los momentos más delirantes y fantasiosos de este clásico del cine español.

miércoles, 29 de marzo de 2017

A diez segundos del infierno (1959)


Su despido del rodaje de Bestias de la ciudad (The Garment Jungle, 1957) provocó que el nombre de Robert Aldrich desapareciese de los títulos de crédito de la película en beneficio de Vincent Sherman, el realizador que lo sustituyó tras sus diferencias con Harry Cohn, el mandamás de Columbia Pictures. El enfrentamiento de intereses, habitual en Hollywood, nada tendría de especial de no ser porque dejó al cineasta sin proyectos que filmar. <<Me pagaron y me quedé en casa con los brazos cruzados. No conseguía trabajo. Pasó un año y seguía sin conseguir trabajo. Esto está relacionado con lo de seguir en la partida. Cualquiera que se quede fuera, voluntaria o involuntariamente, se arriesga a no volver nunca. Pero entonces alguien me trajo The Phoenix (Ten Second to Hell). Pensé que lo mejor sería que me largara de allí, de modo que lo reescribí, con gran perjuicio para la película, y me fui a Alemania>> (R.Aldrich a Alain Silver; entrevista recogida en Film Comment, vol. VIII, 1, primavera 1972). Su situación laboral dentro del sistema -que castigaba a quienes como Aldrich se rebelaban contra él- propició el paro forzoso del responsable de El beso de la muerte (Kiss Me Deadly, 1955). En estas circunstancias desfavorables, Michael Carreras, dueño de la Hammer Films, le propuso trasladarse a Europa y hacerse cargo del rodaje de una película con la que contó por tercera y última vez con el actor Jack Palance en un papel protagonista. Aldrich aceptó su aventura europea sin pensarlo dos veces, pero ni A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1958) ni Tración en Atenas (The Angry Hills, 1959) resultaron como esperaba, aunque la primera presentes aspectos más interesantes que la segunda. A diez segundos del infierno sufrió la intervención de Carreras, que por lo visto cortó unos cuarenta minutos del metraje original, pero, como el propio realizador reconoció en su entrevista con Alain Silver, uno de los mayores lastres residió en su guión. Como consecuencia, la película presenta una narrativa irregular, aún así, cuenta con un planteamiento atractivo, cuya trama se desarrolla en Alemania, en la inmediata posguerra. Las imágenes muestran un país destruido por la guerra y por las bombas, algunas de las cuales todavía amenazan entre los escombros. Se trata de un tiempo de reconstrucción, amargo y crudo, dominado por la destrucción y la carestía, similar al que Roberto Rossellini expuso con gran maestría en Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947). Pero el film de Aldrich no busca ser testigo del sufrimiento humano representado en el niño protagonista de la película del imprescindible realizador italiano, a quien admiraba a pesar de presentar dos maneras distintas de entender tanto el cine como la vida. Aldrich se decantó por emplear el tiempo de reconstrucción y el espacio sin hacer hincapié en el hambre, el mercado negro o la situación de las familias, sino como el escenario para desarrollar el duelo antagónico entre dos personajes y dos pensamientos muy distintos. Al inicio de la película una voz en off presentan a los seis hombres que aceptan el cometido de desactivar las bombas que no detonaron en su impacto contra el suelo. Son profesionales, no en vano fueron artificieros durante la guerra, aunque, al igual que entonces, lo hacen porque es la única alternativa para poder continuar con sus vidas, e igualmente son conscientes de que estas se encuentran amenazadas por el oficio que desempeñan. Como consecuencia de esta realidad, destinan la mitad de su sueldo en una apuesta que ganarán aquellos que sobrevivan tres meses. La escusa de la apuesta introduce una de las constantes aldrichianas: el enfrentamiento entre las dos posturas que representan Eric (Jack Palance), un romántico que no ha perdido su capacidad de implicarse, y Karl (Jeff Chandler), que solo piensa en divertirse y ganar el premio en el que se expone la certeza de que tarde o temprano la muerte llamará a sus puertas. Aunque imperfecta, A diez segundos del infierno resulta ejemplar en su exposición de la competición entre contrarios (al menos en apariencia) tan arraigada en el cine del realizador de Veracruz (Vera Cruz, 1954), individualidades que inevitablemente chocan dentro de un espacio que remarca aquello que anida en su interior: esperanza y supervivencia en el caso de los antagonistas del film. Como consecuencia ni Eric ni Karl actúan en términos de bueno o malo -esto sería impensable en una película de Aldrich-, lo hacen condicionados por su comprensión del espacio presente (y aquel que han dejado atrás), un espacio donde Eric pretende reconstruir y reconstruirse tras la experiencia bélica, mientras que Karl se aferra a su cinismo y al egoísmo -que le ha permitido sobrevivir- con el que espera ganar el juego macabro que enfatiza su desapego y su distanciamiento definitivo de la humanidad que define a su compañero y rival.

sábado, 25 de marzo de 2017

La locura del dolar (1932)

La economía marchaba viento en popa, las acciones de las compañías no paraban de incrementar su valor, nadie se preguntaba el por qué de esa aparente eterna alza, solo se frotaban las manos pensando en los dividendos que esta suponía. La gente vivía el espejismo de seguridad y opulencia, el optimismo reinaba en los mercados hasta que inesperadamente llegó la semana negra de octubre de 1929 y con ella la tragedia bursátil que nadie preveía y que muy pocos supieron explicar. El crack de la bolsa no tardó en dejarse notar en todos los sectores de la sociedad estadounidense (y de otros lugares) y con él la Gran Depresión relevó a los "felices veinte". Algunas entidades financieras quebraron, el cierre de empresas se hizo inminente y el despido de sus trabajadores puso en la calle a millones de ciudadanos que, sin oficio ni beneficio, buscaban aquí y allá una nueva ocupación laboral que les devolviese el bienestar perdido en ese pestañear de ojos que les despertó a la cruda realidad de patear las ciudades con los estómagos vacíos o recorrer un país a la deriva, ahogado en el peor momento económico de su historia. Los millones de parados hacían un alto en las salas cinematográficas, en cuyo interior podían guarecerse y descansar durante ese par de horas que les permitía alejar de sus mentes la precaria situación. El cine era el único medio de evasión al alcance de los bolsillos vacíos, salvo por esa moneda de diez centavos que empleaban para sentarse en asientos incómodos y hacer un paréntesis en su frustrante cotidianidad, en busca del sueño perdido. Esta realidad también acabó llamando a las puertas de Hollywood, donde las empresas se vieron obligadas a congelar o rebajar los salarios de sus trabajadores, pero la maquinaría continuaba trabajando para beneficio de unos pocos y para evasión de la multitud. Algunos directores como King Vidor o Frank Capra mostraron parte de la situación que afectaba al país de norte a sur y de este a oeste. El primero en El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), concediendo su protagonismo a un matrimonio de clase trabajadora que encuentra en la cooperación de sus iguales el acceso a la dignidad perdida. El segundo prefirió la comedia, al tono más realista expuesto por Vidor dos años después, para adentrarse en La locura del dolar (American Madness, 1932), en la que un banquero idealista, enfrentado a un entorno hostil, se descubre -ante el consejo del banco que dirige- defendiendo su fe en el individuo como base para reactivar la maltrecha situación económica. Este personaje interpretado por Walter Huston fue el primero de los honestos soñadores que protagonizarían la mayoría de las posteriores comedias de Capra, quien con La locura del dolar marcaba un punto de inflexión en su carrera de cineasta. A partir de ella, con destacadas excepciones como Dama por un día (Lady for a Day, 1933), Sucedió una noche (It Happened One Night; 1934) o Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944), sus fábulas enfrentarían los intereses económicos potenciados por un espacio inhumano y corrupto con el humanismo e idealismo representados por Thomas A. Dickson y por aquellos Juan Nadie, Señores Deeds o Smith y otros individuos corrientes como los miembros de la familia Vanderhof que priorizan a las personas por encima del dinero y del poder. A menudo se escucha que estas comedias de Capra pecan de ilusas, de un optimismo imposible y de finales felices que muestran al pequeño venciendo al grande, pero se omite su contexto histórico (la necesidad de un momento), el pensamiento humanista de su responsable y que el optimismo y el idealismo son dos fuentes que reavivan la esperanza marchita del ciudadano de a pie y la creencia en sí mismo, vital para salir airoso de la lucha diaria contra el desánimo y la precariedad. El país aún tendría que esperar años para recuperar su economía, pero parte de aquella esperanza perdida por los seres anónimos con nombre y apellido les fue devuelta a través de héroes que no lo son, porque, al igual que aquellas y aquellos, son hombres y mujeres que se aferran a esa mejora deseada y pocas veces acariciada. Aunque carece de superpoderes, de capa y traje ceñido, Dickson es un héroe, y lo es porque para él la gente no son números, son personas y, como tales, su valía se encuentra en cada individualidad, en cada carácter, y por ello asume y defiende que el mejor aval de sus clientes son ellos mismos. Su pensamiento, idealista, utópico o lo que se quiera, no se acomoda dentro de los márgenes establecidos y, como consecuencia, genera el malestar entre los miembros del consejo administrativo, anclados en la inamovilidad financiera que potencia más si cabe la precaria situación de crisis que ha generado el desempleo y el miedo que se dejará ver avanzado el metraje. Pero antes de que esto suceda, la actitud y las palabras de Dickson dejan claro que él no regala el dinero, solo lo pone en movimiento para reactivar la maltrecha economía y superar ese circulo vicioso que, imparable, extiende su radio de acción cerrando negocios y mandando a la calle a los trabajadores. A pesar de lo descabellada que parezcan sus ideas, sus directivos no tienen más remedio que aceptarlas, al menos hasta que el director resbale y puedan abalanzarse sobre él. Y esto es lo que sucede cuando uno de sus empleados (Gavin Gordon) se ve envuelto en un asunto turbio, del que solo puede salir si comete el robo que implica que el terror se extienda como un reguero de pólvora y estalle en las narices de ese individuo que ha creído en la gente, posicionándola por encima del sistema financiero que le niega su ayuda, porque ha visto en su comportamiento el desafío que amenaza los cimientos de la banca tradicional, que en parte ha sido responsable de la depresión que genera la desconfianza, el temor y ninguna solución.

viernes, 24 de marzo de 2017

Mercado de ladrones (1949)



La etapa más sobresaliente de
Jules Dassin dentro de la industria cinematográfica hollywoodiense tuvo lugar en la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck, para quien rodó cuatro destacadas muestras de cine negro, aunque la última fue filmada en Inglaterra, por lo que puede decirse que Mercado de ladrones (Thieves' Highway, 1949), supuso el punto y aparte forzoso en su carrera estadounidense. Debido a la caza de brujas, Dassin se vio obligado a abandonar su país e instalarse en Europa, sin embargo, antes de que el sinsentido se cebase con él, y con tantos otros, entre 1947 y 1949 realizó Fuerza bruta (Brute Force, 1947), La ciudad desnuda (The Naked City, 1948) y Mercado de ladrones, —Noche en la ciudad (The Night and the City, 1950), magistral, pesimista y nocturna crónica del fracaso e imposibilidad, la rodó en Reino Unido—, tres películas de innegable calidad, crudas y violentas en su exposición, en las que primaba el tono realista que en la última de las nombradas se hace visible y audible a lo largo de todo su metraje, salvo en su inicio, cuando la alegría y la esperanza, reflejadas en el rostro de Nick Garcos (Richard Conte) a su regreso al hogar, fantasean con una realidad distinta a la que el protagonista tiene acceso poco después.


Tras su larga ausencia, provocada por su estancia en el frente y por su posterior trabajo abordo de un barco mercante, escuchar la voz de su padre (
Morris Carnovsky) entonando una canción aumenta su dicha, le contagia y le invita a unirse a la melodía antes de cruzar el marco de la puerta. Como no podía ser de otra manera, sus primeros minutos en casa denotan el júbilo con el que reparte abrazos y los regalos que ha ido acumulando durante las escalas portuarias del buque donde ejerció de mecánico. En ese instante todavía no se plantea por qué su padre no se ha levantado de la silla para recibirlo. Nick continúa en su nube de ilusión, la cual aumenta de volumen ante la presencia de Polly (Barbara Lawrence), su novia (y un personaje impuesto por Zanuck). Sin embargo cuando desenvuelve las zapatillas que trae como presente para su padre, su felicidad desaparece para encontrarse con una realidad que no coincide con la imaginada minutos antes, cuando pagó al taxista que le acercó hasta la vivienda familiar. A partir de este descubrimiento, Mercado de ladrones transita por el pesimismo que comparte con otras producciones de cine negro, en las que el dinero y la falta de escrúpulos generan la insolidaridad y los abusos que se verán en el mercado donde se desarrolla la mayor parte del film.


<<Me encantaba el punto de partida de la película, pero la vida en los mercados se desarrolla muy pronto, por la mañana y por la noche, y el rodaje nocturno eran tan caro. Tenía tantas cosas en la cabeza de lo que quería hacer, y tan poco dinero y tiempo; tenía un programa ceñidísimo, así que fue algo frustrante, aunque realmente pudo haber sido una gran película, pudo haberlo sido>>. (1) Y lo es, a pesar de la falta de medios, de las intervenciones de Zanuck y de las palabras del realizador. Mercado de ladrones destaca por sus escenas en la carretera, donde los transportistas pisan el acelerador para vender antes y mejor, y en las desarrolladas en un mercado vivo y, como tal, también peligroso, una jungla humana donde Nick acude con un cargamento de manzanas —tan valioso como el oro en un banco— para ajustar cuentas con Mike Figlia (Lee J. Cobb), el hombre que provocó el accidente de su padre. La inocencia inicial del protagonista da paso al enfado perpetuo que se exterioriza a partir de su comprensión de que la pérdida de las piernas paternas fue fruto de las artimañas de Figlia para no pagar el cargamento de tomates que Yanko Garcos le vendió. De este modo se inicia una nueva guerra para Nick, obsesionado con saldar cuentas, de modo que no duda a la hora de mostrarse violento, pero también justo, como se muestra durante su relación con Ed (Millard Mitchell), a quien primero amenaza y con quien acaba asociándose para transportar las manzanas hasta San Francisco, setecientos kilómetros que harán por carretera, sin dormir y con problemas en sus desvencijados vehículos. Al igual que el resto de los personajes que deambulan por el film, también Ed se descubre insolidario, capaz de mentir por dinero —a sus antiguos socios, que también miran por su beneficio y lo acosan durante el trayecto a la espera de sacar tajada— o engañar a la familia de agricultores a quienes pretende estafar durante la compra de las cajas de fruta que Nick y él transportan en dos camiones que de milagro se mantienen de una pieza. Para Nick el dinero no es principio ni fin, su negocio es encontrar al culpable de la suerte paterna en ese mercado de ladrones donde el bullicio, la vida nocturna y el sonido de los vehículos siempre se encuentra presentes, ya sean en plena calle o en el interior de la habitación de Rica (Valentina Cortese), la prostituta que resulta ser el personaje más noble de la contundente despedida de Jules Dassin del Hollywood de las listas negras.



(1) Entrevista completa a Jules Dassin en Castro Antonio, Rubín de Celis, Andrés, Rubín de Celis, Santiago; Jules Dassin. Violencia y Justicia. T&B Editores, Festival Internacional de Cine Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2002.

miércoles, 22 de marzo de 2017

La hora de los hornos (1968)



<<Al comenzar esta carta me pregunto: ¿cómo hacer para contarles a quienes nacieron en la fabulosa década del 60 lo que fueron esos años épicos y violentos, liberadores y represivos y llenos de rupturas, sueños y utopías? ¿Cómo poder transmitirles lo que significó para nosotros esa época en que teníamos menos de treinta años y desafiando miedos y prohibiciones nos lanzamos a la más hermosa y difícil de nuestras "aventuras" como fue concebir y realizar LA HORA DE LOS HORNOS...?...¿Cómo narrarles la violencia institucionalizada y el desánimo imperante luego de más de una década de dictaduras o de gobiernos surgidos sobre la proscripción de las mayorías nacionales?...>>, se pregunta Fernando Ezequiel Solanas al inicio de la carta de presentación que escribió con motivo del reestreno en 1989 de su famoso ensayo cinematográfico.


Violencia, utopía y ruptura forman parte de la intención ofrecida por los autores de este film-acto, ajeno a cualquier tipo de cine realizado hasta entonces en latinoamérica, una película que implicó más de dos años de exhaustivas investigaciones, entrevistas y búsqueda de material de archivo, superando de largo las cien horas de metraje filmado, lo que deparó diversos montajes hasta encontrar su forma definitiva. Producida por el grupo Cine Liberación formado por Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo, La hora de los hornos se divide en tres partes —"Neocolonialismo y violencia", "Acto para la liberación" y "Violencia y liberación"— durante las cuales se hace un llamamiento a la acción sin esconder la postura de sus autores, quienes tampoco dudaron a la hora de señalar a los responsables de la precaria situación general latinoamericana y la particular argentina. Como consecuencia, la película se aleja del documental testimonial para erigirse en un discurso que busca agitar conciencias, exponiendo causas y consecuencias desde su perspectiva combativa, también maniquea, que al tiempo que explica exige la implicación del público a quien insta a abandonar la pasividad y posicionarse ante los hechos expuestos desde la parcialidad. Esta no resta cuando se trata de considerar a La hora de los hornos desde una perspectiva histórica y documentalista, puesto que se trata de un documento cinematográfico clave para comprender aspectos de su época, de su pasado y de cómo este afecta al hoy y al mañana. En las antípodas del cine comercial y del cine de autor, el manifiesto antiimperialista y peronista de Solanas y Getino, que dio pie al llamado "tercer cine", se inicia con la introducción histórica que explica como tras la independencia americana de la corona española se produjo una nueva dependencia, generada por los intereses económicos y comerciales de distintas potencias extranjeras —neocolonialismo— y de los grandes terratenientes e industriales que dieron forma a una oligarquía autóctona que, amparada por políticos y ejército, se protegió a sí misma agudizando las diferencias socio-económicas que la película muestra en su primera tercio. La segunda parte de La hora de los hornos continúa su recorrido mostrando el auge del peronismo, su decenio en el poder y su posterior caída en la clandestinidad, dando comienzo a la década violenta y a la lucha en las sombras que perseguía el regreso de Perón. Su tercera parte se centra en hechos concretos como los fusilamientos de la Patagonia en 1920 —expuestos por Héctor Olivera en La Patagonia rebelde (1974)— y la masacre de 1956 a la que alude el superviviente Julio Trexler, quien no tardaría en protagonizarse a sí mismo en Operación Masacre (Julio Cedrón, 1970-1972), que detalla la ejecución de varios peronistas entre quienes se contaba Trexler. Inicialmente, debido a su evidente carga política y a su llamamiento revolucionario, La hora de los hornos fue montada en Roma y posteriormente proyectada en círculos clandestinos, aunque su primera parte sería exhibida en el International Film Festival Mannheim-Heidelberg (IFFMH), en el Festival de Mérida (Venezuela) y en el Festival de Pésaro, obteniendo distintos premios, la reacción positiva de la crítica y un puesto de privilegio en la historia del cine argentino.

martes, 21 de marzo de 2017

El hombre cañón (1926)

El ascenso al estrellato de Harry Langdon fue tan meteórico como lo fue su caída, quizá porque en la cima del éxito perdió el rumbo que había encontrado en los estudios cinematográficos de Mack Sennett. El indiscutible rey del slapstick intuyó en aquel artista de variedades de cuarenta años de edad la vis cómica que Arthur RipleyFrank Capra y el realizador Harry Edwards supieron modelar creando un personaje acorde con el aspecto infantil, pausado y bonachón del actor, un personaje que, aunque resulte exagerado, no tardó en ser comparado con el vagabundo de Charles Chaplin, con el sufrido e inalterable chico interpretado por Buster Keaton y con aquel ágil muchacho encarnado por Harold Lloyd. Langdon ni era un creador como sí lo eran Chaplin y Keaton ni poseía la frescura de Lloyd, sin embargo, gracias a sus cortometrajes producidos por Sennett, se convirtió en uno de los rostros más populares de la comedia muda. Ante tal éxito, la First National llamó a su puerta con un contrato de un millón de dólares por tres películas, con opción a tres más, y con la posibilidad de aventurarse en la creación de su propia compañía cinematográfica. Por aquel entonces la fiebre del éxito -de emular el total control artístico-creativo que Chaplin ejercía sobre sus películas- aún no afectaba sus decisiones profesionales, por lo que el actor no dudó en contar con Edwards, Ripley y Capra para realizar su primera producción independiente. Tras Un sportman de ocasión (Tramp, Tramp, Tramp, 1926), Harry Edwards abandonó su silla de director posibilitando que fuese el futuro responsable de Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944) quien asumiera para Langdon el mando de El hombre cañón (The Strong Man, 1926). El primer largometraje de Frank Capra como realizador en solitario (había codirigido sin acreditar el anterior film) fue aclamado por la crítica -la Asociación de Críticos Cinematográficos la incluyó entre las diez mejores películas del año-, lo que deparó un paso adelante tanto para el cineasta como para la estrella que dio vida a Paul Bergot, un soldado belga que prefiere atacar al enemigo con su tirachinas que con la ametralladora que en sus manos se convierte en un objeto inútil -nunca da en el blanco-, mientras sueña con la joven estadounidense con quien mantiene correspondencia. Concluida la Gran Guerra Paul emigra a Estados Unidos en compañía de Zandow (Arthur Thalasso) el grande, su enemigo en el frente, que busca hacerse un hueco dentro del espectáculo de variedades. Mientras el forzudo intenta encontrar su sueño americano, el protagonista sueña con hallar a Mary Brown (Priscilla Bonner), su amor correspondido por correspondencia, pero a quien solo conoce por la foto en la que apenas puede distinguir su silueta. Durante su búsqueda se suceden los gags: su encuentro con Lily Broadway (Gertrude Astor), que se hace pasar por la pequeña Mary para recuperar el fajo de billetes que ocultó en la chaqueta del inocente; la confusión del alcanfor y el queso de untar en el transporte que lo conduce hasta la localidad de Cloverdale o, ya hacia la parte final del film, su inesperada actuación ante un público con el que acaba enfrentado en una batalla campal que no pretende, pero de la que sale triunfante. Las situaciones que se presentan ante el cómico reflejan, desde el humor pausado característico de sus películas, a un hombre despistado y sin malicia que supera las dificultades sin apenas dejar de ser un sujeto pasivo en manos del destino y de la suerte que cuidan de él, y que finalmente lo conducen hasta la verdadera Mary.

domingo, 19 de marzo de 2017

De repente, el último verano (1959)



La pasión por el teatro se hace visible a lo largo de la filmografía de Joseph L. Mankiewicz, ya sea en Eva al desnudo (All about Eve, 1950), que adapta un guion original que se desarrolla dentro del ámbito teatral, el inicio de Mujeres en Venecia (The Honey Pot, 1967) —en la puesta en escena de la obra Volpone del dramaturgo isabelino Ben Johnson— o en producciones como Murmullos en la ciudad (People Will Talk, 1951), Julio César (Julius Caesar; 1953) o La huella (The Sleuth; 1972), que tienen su origen en piezas teatrales de los autores Curt Goetz, William Shakespeare —para Mankiewicz el más grande— y Anthony Shaffer. Dentro de este conjunto de adaptaciones también se incluye De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, 1959), una película de fantasmas sin más espectros que los interiores que atormentan a sus dos protagonistas femeninas, espectros que nacen de la figura ausente de un personaje tan importante para la trama como el trío principal de esta adaptación de la obra homónima de Tennesse Williams
, a quien no le satisfizo el resultado del film. Aunque solo WilliamsGore Vidal aparecen acreditados en el guion, parece evidente la intervención del cineasta en la escritura del mismo, como apunta la importancia que el film concede a la psiquiatría —otro de los temas que interesaban al realizador de Operación Cicerón (Five Fingers, 1952)— y a la mentira, aunque esta forme parte de la defensa empleada por Catherine (Elizabeth Taylor) y Violet Vanable (Katharine Hepburn) para no sucumbir a la verdad que ocultan y que sin duda las desequilibra. Durante el opresivo metraje destaca el duelo que mantienen las antagonistas ante la mirada del psiquiatra interpretado por Montgomery Clift, quien se incorporó al reparto por deseo expreso de su amiga Elizabeth Taylor, y con las dudas del productor Sam Spiegel y Mankiewicz, que no veían con buenos ojos la participación del actor, inestable debido a las secuelas psíquicas que arrastraba desde su accidente de tráfico.


La trama se sitúa en 1937, en una pequeña localidad donde se ubica el centro psiquiátrico cuyos medios técnicos no cubren las necesidades ni de los pacientes ni de los profesionales entre quienes se cuenta el doctor Cukrowicz
, un prestigioso neurocirujano que se queja de las precarias condiciones en las que trabaja, carencias que podrían desaparecer si consigue una sustanciosa donación de la viuda millonaria local que requiere su presencia. El primer encuentro entre el Cukrowicz y Violet se produce desde la distancia de dos niveles que se acercan —aunque nunca se igualan— cuando ella desciende en su ascensor para darle la bienvenida. Durante su entrevista recorren el bochornoso y selvático jardín donde la millonaria alimenta a su planta carnívora (acto que simboliza su relación materno-filial) mientras habla de la muerte de su hijo el verano anterior y de su sobrina Catherine, que se encuentra ingresada en una institución donde no pueden practicarle una operación similar a la realizada por el médico al inicio del film. La primera parte de De repente, el último verano señala la obsesiva relación que Violet mantuvo con su hijo Sabastian, una relación que exterioriza —manteniendo oculta parte de la misma— idealizando la imagen filial y alterando circunstancias que no desea dar a conocer ni reconocer. Dichas circunstancias guardan relación con el rechazo que sintió cuando su hijo la sustituyó por esa mujer más joven, a quien Sebastian también pretendía utilizar como cebo para atraer a posibles conquistas (cuestión que Violet había aceptado para retenerlo a su lado).


A medida que avanza el metraje y el doctor evalúa a Catherine
, se descubren aspectos relacionados con ese fantasma que no abandona las mentes de ambas mujeres: la de una madre encerrada en su aislamiento —solo compartido con Sebastian— y la de esa joven que no recuerda nada de aquel día del verano anterior, durante el cual, y según el dictamen oficial, su primo falleció de un ataque al corazón. Esta sombra en su memoria nace de su necesidad de olvidar, cuestión que siembra las dudas del doctor respecto a su locura y a la conveniencia de realizar o no la intervención que todos, menos la paciente, parecen desear, ya sea por la neurótica necesidad de Violet por ocultar asuntos relacionados con su hijo, por la ambición y mezquindad de la madre (Mercedes MacCambridge) y del hermano (Gary Raymond) de Catherine o por la cuantiosa suma que la millonaria dona a la institución para la cual trabaja en neurocirujano. Pero el eje sobre el que se vertebra la película reside en el personaje de Hepburn, encerrada en su mundo de dos, construido para compartir con aquel a quien había idolatrado hasta la obsesión, de ahí su desequilibrio y su negativa a que alguien accediese o acceda al reino compartido con su retoño, y que se vio amenazado con la aparición de Catherine. En el presente, Violet orienta su desorden emocional hacia esa joven trastornada por el hecho que, borrado de su memoria, la antagonista desea que permanezca en el olvido. Quizá la explicación a su comportamiento se encuentre en las palabras de Mankiewicz en una de sus entrevistas con Michel Ciment: <<no hay nada de fantástico en De repente, el último verano. Hay algo de imaginación —no todos los días una madre interpreta a la proxeneta para su hijo homosexual—, pero ese es el universo fantasmal de Tennesse Williams>>. Lo dicho por el realizador apunta al comportamiento oculto del personaje de Katharine Hepburn, que alimentaba el apetito sexual de su hijo para retenerlo a su lado, del mismo modo que rechazaba la presencia de cualquiera que intentase sustituirla en la necesidades de saciar la voracidad de quien había idolatrado y de quien quiere conservar el recuerdo alterado por su desequilibrada percepción, cuestión que se observa en su encierro en la mansión donde se mantiene ajena a cuanto no sea la ficción tras la cual enmascara su trastorno emocional.

viernes, 17 de marzo de 2017

Sendas marcadas (1957)

Antes de debutar en la dirección de largometrajes con Sendas marcadasJuan Bosch había participado en cinco guiones dirigidos por Miguel Iglesias, entre ellos El fugitivo de Amberes (1954) y El cerco (1955), dos títulos fundamentales del denominado cine negro español. Su relación profesional también incluyó el cambio de roles en la ópera prima de Bosch, asumiendo Iglesias la colaboración en el guión de un film que en su apariencia inicial parece encuadrarse dentro del policíaco barcelonés al que ambos aportaron títulos tan destacados como los arriba aludidos o como A sangre fría (1959) y Regresa un desconocido (1961), realizados estos últimos por Bosch. Sin embargo, aunque comienza como una persecución policial, Sendas marcadas no tarda en desmarcarse del género para dar paso a un film de estructura episódica similar a la escogida por Alberto Cavalcanti, Basil Dearden, Charles Crichton y Robert Hamer para dar forma a la espléndida Al morir la noche (Death of Night; 1945). Las primeras imágenes sitúan la acción en un espacio montañoso donde se descubre al inspector Ojeda (Adriano Rimoldi) y a dos agentes persiguiendo a un fugitivo (Antonio Puga) a quien no tardan en herir. Arrestado el delincuente, la inaccesibilidad del medio provoca que pasen la noche en el refugio de montaña donde se desarrolla el presente del film. En ese espacio cerrado, la película se convierte en un híbrido que mezcla comedia, drama, fantástico, cine de montaña y cine religioso, sin dejar de lado su vertiente policíaca, aquella que le concede la segunda historia narrada por el policía y la amenazante presencia en la cabaña del peligroso criminal que, herido de levedad, el inspector esposa sin miramientos. Al igual que sucede en el citado clásico de la Ealing, las historias de Sendas marcadas se introducen desde la narración de varios de los presentes, quienes, a partir del relato de Javier (Ángel Jordán), intentan convencer a Ojeda de la existencia de hechos inexplicables, fruto de un destino escrito de antemano. Desde este punto de partida Bosch realizó un film atípico en el que se combina la situación en la cabaña con las seis historias que se suceden desde la llegada del policía. La primera corre a cargo de Javier, el alpinista que se culpa por haber cambiado la cuerda buena por la mala que provocó el accidente de Gonzalo (Miguel Palenzuela) mientras descendía una pared rocosa. La segunda expone como el destino se ceba con un recepcionista que, tras realizar un desfalco en su trabajo, se hace pasar por un respetado cliente del hotel, con quien guarda un parecido más que razonable, para escapar con el dinero robado. La tercera, no puede atribuirse a la casualidad a la que alude el policía, ya que el esquiador que la cuenta habla de su inexplicable extravío por una montaña que conocía y de su encuentro con una mujer (Anna Améndola) a quien rescató y con quien pasó una noche inolvidable, para poco después descubrir que la casa donde habían compartido la velada lleva abandonada el mismo tiempo que la extraña lleva fallecida. Para Ojeda la aparición tiene una explicación lógica y para demostrarlo relata la historia de un taxista (Paco Martínez Soria) que escucha la voz de una chica (María Dolores Gispert) antes de verla en el asiento trasero de su auto y comprobar que se trata de la misma joven que había atropellado dos años atrás. Para el inspector, hombre práctico y lógico, ambos sucesos son fruto de alucinaciones que, en la mente de quienes la sufren, resultan reales. En ese instante el prisionero intervine y responsabiliza a su captor de la muerte de la agente que lo acompañaba en la investigación. Esta circunstancia obliga al inspector a exponer los hechos que precedieron a la captura del herido, lo cual permite que Sendas marcadas regrese al género en el que su responsable destacaría durante los años siguientes. Tras esta quinta historia se produce el intento de fuga del traficante, dando pie a la escena más violenta del film y a un posible final que no se produce, ya que Bernardo (Carlos Ronda), el encargado del refugio, asume la palabra para decir que el mayor delito que se recuerda en la zona fue el robo de un niño Jesús. Su intervención origina la fábula que tiene como protagonista la inocencia de Pablo (Santiago Medrano) -un niño que pide a la virgen que interceda ante los reyes magos para que le traigan unos esquís- y que rompe con la tensión generada en el interior de la cabaña donde se produce el encuentro entre la lógica y el destino que se enfrentan a lo largo del film.

jueves, 16 de marzo de 2017

Europa'51 (1952)



En el prólogo que François Truffaut escribió para el libro de José Luis Guarner sobre Roberto Rossellini, el cineasta francés señalaba que <<Rossellini empezó su obra filmando unidades pequeñas: un barco de guerra (La nave bianca), una ciudad (Roma, città aperta), una pequeña isla (Stromboli); luego países (Germania, anno zero), luego continentes (Europa'51, India), luego eras de la humanidad (L'età del ferro, La lotta dell'uomo per la sua sopravvivenza). Esto nos demuestra perfectamente la increíble facultad de asimilación de Rossellini, su ansia de generalizar, su gusto por la información; como Jean-Paul Sartre, con quien muestra puntos de contacto, Rossellini detesta "la escritura artística": es un hombre que se dirige a sus contemporáneos>>. Las palabras del cineasta francés evidencian la evolución del cine del director italiano a lo largo de los años, pasando de películas propagandísticas —de tono documental— (La nave blanca o El hombre de la cruz) al neorrealismo (su trilogía bélica), para de este movimiento acceder a un tercer nivel evolutivo de su carrera, aquel que se produjo durante su relación profesional con Ingrid Bergman, tras la cual su obra viviría un nuevo punto de inflexión, más pronunciado en su intención didáctica, a partir de India (India: Matri Bhumi, 1958). Pero en cualquiera de estas etapas priman los aspectos humanos, la ausencia de adornos cinematográficos y la exposición de realidades que afectan al individuo de su época, a quien, como escribió Truffaut, el realizador se dirige sin ornamentos y sin intención de responder interrogantes, ya que sus películas buscan que sean los receptores quienes interpreten la información expuesta. Europa'51 es un buen ejemplo de esta intención: la de mostrar realidades e invitar al espectador a reflexionar sobre las mismas, sin ser manipulado por el juicio del cineasta.


Un detonante, la muerte de su hijo (Sandro Franchina), provoca el transito de Irene (Ingrid Bergman) por el dolor que le conduce a una realidad que antes le era ajena, una realidad donde su percepción del mundo va cambiando a medida que se produce su descubrimiento y con él la imposibilidad de regresar a su estado anterior. Como la Europa de 1951, Irene busca su lugar, concienciándose de las circunstancias que afectan a esa sociedad que sufre y que no tiene cabida en la alta burguesía a la que pertenece, pero en la que ya no se encuentra ni se encontrará. Esta situación conlleva su distanciamiento de las costumbres, de la indiferencia y de los valores que había compartido con su marido (Alexander Knox), adentrándose en su reflexión y en su acercamiento a la nueva verdad que provoca en los suyos el rechazo, también la sospecha de su desequilibrio, y en los marginados a quienes ayuda su santificación. Sin embargo ella ni está loca ni es una santa, solo una es mujer que, durante su deambular por la marginalidad —a la espera de descubrir y descubrirse—, accede a un estado de conocimiento que en parte la libera de su sufrimiento. Irene sueña con un mundo mejor, pero no se queda en el plano onírico, se implica y asume hacia los desfavorecidos la maternidad perdida tras el fallecimiento de su hijo Michele, pero su esfuerzo es más utópico que real, al chocar con los prejuicios, con la ignorancia y con las normas asumidas por los suyos (la clase dominante que la juzga). Su recorrido existencial muestra muerte, pobreza, sometimiento, pero también la generosidad y la vitalidad de la madre interpretada por Giulietta Masina o el agradecimiento de la familia a quien Irene ayuda. Los encuentros y las circunstancias que surgen por el camino van provocando su entrega, fruto de ese amor hacia el prójimo al que se refiere durante su encierro, un sentimiento que la aleja de la indiferencia que dominaba la comodidad a la que ya no desea regresar. Pero en el cine de Rossellini no hay lugar para finales felices ni para falsas esperanzas, aunque sí sobrevive un pequeño atisbo de liberación en la triste mirada de la protagonista, liberación que se opone a la negación de quienes, incapaces de comprender a la trágica heroína de Rossellini, asumen que la generosidad y la entrega son síntomas de la locura y no del amor hacia los necesitados que lloran el encierro de su bienhechora en la casa de reposo donde concluye la segunda colaboración entre una excepcional Ingrid Bergman y un cineasta que, a pesar de las críticas, nunca renegó de sus intenciones didácticas y humanistas.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Un hombre va por el camino (1949)


Dos años después de escribir para Antonio del Amo el guión de Cuatro mujeres (1947), su primer guión cinematográfico, Manuel Mur Oti debutó en la dirección con este melodrama rural en el que ya se observan las bases del estilo que iría perfeccionado en sus siguientes películas —un estilo en el que cobran importancia los simbolismos, el protagonismo femenino o el enfrentamiento del individuo con el conjunto que lo juzga—. Como su título apunta, Un hombre va por el camino se inicia con un vagabundo (Fernando Nogueras) que, tumbado sobre la hierba y bajo el azul celeste, lee a Shakespeare antes de proseguir su deambular sin rumbo ni metas, huyendo de las responsabilidades y de las ataduras que le obliguen a permanecer en cualquier parte. La vitalidad y sus ansias de libertad son las características que lo definen en ese primer instante, pero su destino lo conduce hasta Monte Oscuro, nombre que Mur Oti volvería a emplear en Orgullo (1955), un espacio inaccesible y simbólico donde el viajero descubre a una mujer que trabaja la tierra en soledad. La aparición de Julia (Ana Mariscal) en la pantalla esboza la que el cineasta emplearía en Condenados (1953), aunque, a diferencia de Aurelia, la protagonista de Un hombre va por el camino no emerge de la tierra que habita, trabaja y la condena. Julia, viuda y con una hija (Pacita de Landa) a su cuidado, desea poner fin al aislamiento de ambas, por ello ve en Luis la figura masculina que sustituya a la del hombre ausente (marido para ella y padre para Blanca) y, con su presencia, la posibilidad de hacer real el sueño que ha heredado del fallecido. A pesar de la evidente atracción que el viajero siente por la mujer y del bienestar que le producen las comodidades con las que madre e hija colman su estancia en Monte Oscuro, se resiste a convertirse en sedentario, consciente de que cualquier relación duradera implicaría su enfrentamiento con el pasado que ha arrinconado en su memoria.


Durante el breve contacto con su huésped, Julia lo maneja con sutileza (no comen para que él se sacie, le da tabaco para que fume, le presta ropas de su marido o le habla de sus ilusiones), de tal manera que consigue su ayuda para arar los campos y sembrar sus tierras, pero, también lo asusta, pues a él no se le escapa la intención de quien pretende retenerlo. De nuevo la llamada del camino hace eco en la mente del vagabundo y, sin despedirse (de hacerlo correría el riesgo de quedarse), emprende el vuelo para continuar su recorrido sin rumbo por espacios abiertos donde el esplendor del trigo que observa le devuelven la imagen de aquella mujer, de Blanca y de la tierra virgen que sembraron juntos. El tono cómico con el que se presenta al personaje masculino lo muestra culto y refinado —su lectura del bardo inglés sobre la hierba, su conocimiento de los libros que Julia guarda en su casa o su modo de expresarse—, pero ese tono va dejando paso a otro más sombrío y melodramático, aquel que permite intuir que la negativa a asentarse nace de un hecho pretérito que le impide establecer lazos afectivos en el presente, también asumir responsabilidades como las de formar parte de la vida de quienes en él despiertan las imágenes de aquel tiempo pretérito que lo persigue durante su recorrido actual. La huida perpetua de Luis lo opone al personaje de Ana Mariscal, quien, viviendo en el pasado, no huye —guarda las ropas del fallecido (como si algún día aquel pudiese regresar), sus libros o el retrato con el que habla el vagabundo— ya que desea revivirlo durante el tiempo que comparte con el desconocido. Pero si los recuerdos de la mujer quedan definidos en varias escenas en el interior de la casa, los de Luis no salen a la luz hasta el final del fin, como consecuencia de las circunstancias que provocan su enfrentamiento con la realidad que le afecta —cuando Blanca enferma— y con el dolor que guarda en su interior, un dolor que podría simbolizar el de un país que comparte la desorientación de quien camina por los remordimientos que le generan aquellos hechos pasados que, sin éxito, intenta dejar atrás.

martes, 14 de marzo de 2017

Una trompeta lejana (1964)




Más de un centenar de películas avalaban la excelsa trayectoria profesional de Raoul Walsh cuando puso fin a su carrera en la década de 1960. Pero más que por decisión propia, Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, 1964) significó la despedida forzosa de un cineasta indispensable en aquel Hollywood del que fue <<testigo de su nacimiento, su época dorada y su paulatina decadencia>>.* Como recordó en sus memorias, los pioneros cinematográficos aprendieron su oficio mientras <<t
rabajamos duro y en condiciones complicadas: soportando aguaceros o bajo un sol de justicia, helados y paralizados por la nieve o arrastrados por tempestades>>, superando imprevistos y cuantos obstáculos se presentaban durante los rodajes que realizaban para la factoría de historias y de sueños que desapareció con ellos. Con ellos también desapareció una manera de hacer películas, quizá <<porque además de conocer a fondo los entresijos del espectáculo, es necesario contar con la imaginación; ambos son la base de este raro producto de consumo que algunos creemos que es también un arte>>. Pero la década de 1960 transformó para siempre aquel Hollywood del sistema de estudios que, moribundo desde el decenio anterior, dejó de existir para dar paso a los actores convertidos en productores (que adquirían el control total de las producciones en las que participaban) o a ejecutivos que apenas conocían <<los entresijos del espectáculo>> y que faltos de ideas evitaban correr riesgos artísticos, priorizando más si cabe el aspecto económico de la producción en cadena iniciada por aquellos visionarios y hombres de negocios —Adolph Zukor, Jesse L. Lasky, los hermanos Warner, Carl Laemmle, Louis B. Mayer, Mack Sennett William Fox— que vieron en el cine su oportunidad para enriquecerse gracias a cineastas que, como Allan DwanCecil B. DeMilleCharles Chaplin, John Ford, King Vidor o Raoul Walsh, se encargaban de manufacturar el producto transformándolo en magníficas películas y en algunas obras de arte. La vieja escuela cinematográfica (situada en los set de rodajes, en las influencias mutuas o en los espacios abiertos) dio paso a escuelas universitarias donde se teorizaba lo que ellos habían vivido en su práctica diaria, observando las distintas posibilidades que se abrían ante ellos para aprender a desarrollar la creatividad y la inventiva que Walsh y otros grandes narradores de imágenes desplegaban en <<escenarios naturales que iban de Manhattan a una pradera del Oeste en Nuevo México, de la alta sierra a París o Londres, de los Alpes a un campo de naranjas en Los Ángeles>> porque <<todo formaba parte de la fábrica de sueños conocida como "Hollywood">>.


En esos <<escenarios naturales>>, el responsable de El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952) se sentía libre y aventurero, algo que siempre fue, y esas dos sensaciones, unidas a su magistral capacidad cinematográfica, se descubren en películas como Una trompeta lejana, la cual no desentona con el ritmo narrativo y la vitalidad de un cineasta que cerró su carrera transitando espacios abiertos de Arizona y México acompasado por la partitura de Max Steiner, de los grandes compositores de Hollywood, y en el interior del fuerte donde Matt Hazard (Troy Donahue) es destinado tras graduarse en West Point. Este teniente del sexto de caballería presenta una ambición igual de elevada que su idea de honor o que su empeño por transformar a los hombres bajo su mando en verdaderos soldados, aunque también se encuentra con su primer enfrentamiento con una realidad que escapa a su control. La pasión entre Kitty (Suzanne Pleshette) y Matt se desata antes del fallecimiento del teniente Mainwarring (William Reynolds), el marido de esta mujer insatisfecha y desencantada con su vida, una mujer que se casó sin amor y que vive con su ausencia hasta su encuentro con el joven oficial. Pero la relación entre la pareja se verá afectada por la llegada al fuerte de Laura (Diane McBain), la prometida de Matt y sobrina del general Quaint (James Gregory). Ambas mujeres muestran comportamientos e intereses opuestos, Laura satisface la ambición y Kitty el afecto del tercer vértice del triángulo amoroso que comparte entidad dramática con la evolución humana de su protagonista, una evolución que se produce a raíz de su contacto con la viuda y con el pueblo apache al que convence de la necesidad de abandonar las armas. De tal manera, su periplo implica la transformación de joven con aspiraciones de promoción al oficial consciente de la injusticia sufrida por los indios, lo cual implica su renuncia a la condecoración que el secretario de guerra (Kent Smith) le impone en un despacho de Washington donde Matt descubre que los intereses económicos se posicionan por encima de las necesidades de la orgullosa tribu a la que ofreció el pacto de regresar a sus tierras y vivir en paz.


*Entrecomillado de Raoul Walsh: El cine en sus manos (Each Man in His Time, 1974) (traducción de Francisco Delgado). Ediciones JC Clementine, Madrid, 1998.


domingo, 12 de marzo de 2017

La tregua (1973)


Desde su perspectiva mediática, La tregua (1973) significó para el cine argentino la primera nominación al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, aunque tenía complicado alzarse con el galardón, en una ceremonia en la que competía con Amarcord (Federico Fellini, 1973), y no sería hasta La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) cuando la cinematografía argentina consiguió su primera estatuilla al mejor film extranjero. Pero, dejando a un lado lo anecdótico y centrándonos en su vertiente humanista, el largometraje de Sergio Renán destaca por la reflexión que encierran sus imágenes, concediendo el protagonismo a un hombre de mediana edad a quien se presenta en la pantalla el día de su cuadragésimo noveno cumpleaños. Padre de tres hijos, viudo y contable de oficio, la vida de Martín Santomé (Hector Alterio) se encuentra en un momento en el cual la insatisfacción, la soledad y el desencanto hacen mella en su día a día. Quizá por ello denote el cansancio existencial que implica el ser consciente de que el tiempo ha pasado, y con él las oportunidades que se han ido escapado durante sus más de treinta años trabajando en la misma oficina, <<haciendo cálculos estúpidos que no le interesan ni a mí ni a nadie>>. Su despertar nace de su necesidad de un nuevo comienzo, como delata su intención de dejar su trabajo, sin embargo su momento de tregua no se materializa hasta que inicia su relación con Laura Avellaneda (Ana María Picchio), la joven que empieza a trabajar en la oficina el día del cumpleaños del protagonista.


Esta irrupción en la monotonía, unida a la llegada de Santini, delata que los tiempos han cambiado sin que apenas Martín haya reparado en ello, como tampoco ha reparado en las circunstancias que preocupan a sus tres hijos (y provocan el choque generacional): Esteban (Luis Brandoni), Blanca (Marilina Ross) y Jaime (Óscar Martínez), el menor de los tres, que abandona el hogar paterno porque no quiere que lo juzguen ni que lo traten como a un enfermo, asustado de la intolerancia e incomprensión que su homosexualidad genera en los sectores más conservadores de la sociedad, como confirma que su padre (en referencia a Santini) aluda a su nuevo compañero de trabajo como alguien anormal, etiqueta heredada de la costumbre de la que Martín se aleja para aferrarse a la vida y dar ese paso adelante que le posibilita transformar su gris monotonía en la luminosa experiencia que comparte con Laura. Este tiempo compartido muestra a un hombre feliz, que intenta hacer comprender a su hijo mayor que no tiene que sufrir la condena que él se autoimpuso, pues en su mano está el no resignarse a respirar y ser prisionero de momentos siempre iguales. En este aspecto, el de romper con la esclavitud existencial que implica su cotidianidad, el personaje de Martín guarda cierto parecido con el funcionario interpretado por Takashi Kimura en Vivir (Ikiru, 1952), el excepcional canto de Akira Kurosawa a la vida, a la toma de conciencia de la existencia y a la valentía de darle la forma que satisfaga la interioridad del individuo. Esta es la actitud escogida por el protagonista durante su momento de tregua, cuando asume <<¿qué me puede pasar peor que no pasar nada?>>, porque su despertar conlleva el volver a sentirse vivo, lo cual implica asumir riesgos como el de mantener una relación con una mujer mucho más joven que él, que le acerca a esa felicidad que, reflejada en su rostro, acaricia durante el breve suspiro durante el cual sustituye la amargura por la luminosidad de un nuevo amanecer, aunque este solo sea un paréntesis vital condenado a desaparecer, aunque no necesariamente, pues podría alargarse más allá del fin de su sueño, porque, como concluye Esteban ante el dolor de su padre tras su pérdida, <<no era ella solamente, vos tenías ganas de vivir otra vez>>.