miércoles, 29 de noviembre de 2017

Las aguas bajan turbias (1951)



Su protagonismo en los musicales Madreselva (Luis César Amadori, 1938), La vida es un tango (Manuel Romero, 1939) o La vida de Carlos Gardel (Alberto de Zavalía, 1939) convirtieron a Hugo del Carril en uno de los rostros más populares de la pantalla argentina, aunque su mayor aporte a la cinematografía de su país se produjo en la dirección de largometrajes. Del Carril debutó en la realización con el musical Historia del 900 (1949), pero sus mejores títulos están ligados a su colaboración con el dramaturgo y periodista barcelonés Eduardo Borrás, quien sería su guionista en once de sus quince largometrajes tras las cámaras, lo cual no hace sino remarcar la complicidad existente entre ambos, una complicidad que se inició en Surcos de sangre (1950) y que alcanzó una de sus cimas cinematográficas un año después, en la adaptación de la famosa novela Río oscuro, de Alfredo Varela, quien también pudo participar en la escritura del guion gracias a la intercesión de del Carril ante Perón, pues, por aquel entonces, el escritor bonaerense estaba preso debido a su filiación política. Las aguas bajan turbias (1951) se abren al Paraná y a los barcos que lo navegan río arriba, pero, como apunta el narrador que introduce la historia, <<...hace unos años, unos pocos años, estás tierras eran tierras de maldición y de castigo. Las aguas bajaban turbias de sangre. El Paraná traía en su amplio regazo la terrible carga que vomitaba el infierno verde. Río abajo solían venir los cadáveres boyando, cadáveres sin rostro, sin nombre, sin familia...>>. Entre la poética de las imágenes y las palabras que anuncian la crueldad, la película se introduce en un espacio de miseria humana, de esclavitud y de vidas trágicas, que enlaza con el expuesto doce años atrás por Mario Soffici en Prisioneros de la tierra (1939). Del Carril reconoció la influencia directa de la película de Soffici en la suya, aunque tampoco hubiese hecho falta, pues los contactos entre ambas producciones son evidentes en su discurso social y de denuncia. En Las aguas bajan turbias se denuncian las precarias condiciones laborales y los abusos sufridos por los trabajadores que llegan a Posadas empujados por la necesidad de dinero, inconscientes de que lo único que encontrarán río arriba será sufrimiento, dolor e incluso la muerte.


Santos Peralta (
Hugo del Carril) y su hermano Rufino (Pedro Laxalt) son dos entre tantos mensúes que firman su contrato sin comprender que están firmando la pérdida de su libertad. Pronto lo descubren, en un espacio donde el patrón Aguilera (Raúl del Valle) abusa de los trabajadores y de las mujeres, mientras impone sus condiciones a golpe de látigo y sin derecho a reproche. Descubierto el Infierno verde donde sufren la desesperanza, los trabajadores de la preciada yerba mate se parten la espalda sin recibir nada a cambio, salvo latigazos y otras injusticias que corroboran la intención social del filme. Nunca ven sus pagas, sea porque ya deben dinero antes de llegar o porque sus jornales apenas alcanzan para abonar los alimentos y las chabolas suministradas por la administración de la empresa. Pero en ese espacio infrahumano también puede surgir el amor, un amor como el de Santos y Amelia (Adriana Benette), quienes se unen después de que está sea violada por uno de los capangas de Aguilera. Hasta la llegada del combativo manifiesto realizado por Fernando Solanas y Octavio Getino en La hora de los hornos (1968), cuya denuncia social abarca desde el pasado hasta el presente de su complejo rodaje, Prisioneros de la tierraLas aguas bajan turbias y la comedia de apariencia neorrealista Los inundados (Fernado Birri, 1961) fueron las películas con mayor carga social del cine argentino, pero, a diferencia del filme-documento de Solanas y Getino, en el que predomina el tono político, las propuestas de Soffici y de Hugo del Carril funcionan como espléndidos melodramas humanos que combinan el espacio físico con el intimismo y la necesidad de sus protagonistas de liberarse del yugo de la esclavitud que sufren, un yugo que en Las aguas bajan turbias se quiebra cuando los mensúes comprenden que <<un hombre solo no puede nada, todos juntos sí>>, de modo que, para liberarse y convertirse en trabajadores con derechos, se revelan contra aquel que asume que tanto la tierra como los peones son suyos.



lunes, 27 de noviembre de 2017

Zavattini. Conciencia de la realidad


El 20 o el 29 de septiembre de 1092, nacía en la localidad italiana de Luzzara (Reggio Emilia), un bebé a quien pusieron de nombre Cesare. Como bebé, Cesare no era consciente de este hecho, ni de otro cualquiera. Tampoco era una cuestión que preocupase a sus padres, y menos a él, pues, como cualquier otro recién nacido, aquel bebé tenía mejores cosas que hacer que pensar quién era, dónde había nacido, cuál era su natalicio, si le gustaba su nombre, quiénes eran aquellas sombras que, sin ser consciente, lo observaban emocionados o qué le depararía el presente y el futuro. En su mente virgen no había lugar para antropónimos ni topónimos, tampoco para conceptos temporales, ni de otro tipo. Lo suyo era alimentarse, dormir, llorar, dejar que su aparato excretor funcionase a capricho y observar su entorno, abriendo sus diminutos ojos infantiles a la realidad que le descubría su amanecer a un mundo de sonidos, formas y colores. Aquella novedosa, luminosa y en ocasiones dolorosa verdad se presentaba ante él para convertirse en su cotidianidad, en la sensación de seguridad en la que iría creciendo y modelando su mente, asimilando las palabras que otros le repetían y que él acabaría por repetir hasta conceder al significante su correspondiente significado. Adquirida su capacidad para desarrollar pensamientos complejos, pudo imaginar y también discernir, aunque, de ahí a fantasear con ser una figura clave del cine italiano mediaba un abismo. Primero porque el cine no llamaba la atención de aquel niño y segundo porque había cuestiones que no interesaban a un muchacho que empezó a socializarse, a ir a la escuela, a tener dudas, a amar su ciudad, a buscar respuestas y a crecer hasta convertirse en un joven que ingresó en un instituto de Bérgamo. Años después, a las puertas de la edad adulta, se matriculó en la facultad de Derecho en la Universidad de Parma, pero resultó que las leyes como oficio no llamaron su atención. Así que, buscando su lugar, en 1923 empezó a dar clases en un instituto parmesano, aunque lo suyo tampoco iba a ser la docencia, ya que prefería los dibujos y las letras, escribirlas, primero en forma de artículos y de cuentos que fueron publicados en la Gazzeta di Parma, también de críticas teatrales y, más adelante, en libros y guiones cinematográficos. El cine tardó en entrar dentro de sus planes, lo hizo cuando La quimera del oro (The Gold Rush; Charles Chaplin, 1925) despertó su interés, mostrándole nuevas posibilidades narrativas. Aunque el momento crucial, aquel que iniciaría su idilio con la pantalla, se produjo tiempo después. A medida que desarrollaba sus intereses artísticos, también lo hacía su conciencia social y su rechazo al régimen fascista, pero ¿cómo expresarse en un país sin libertad de expresión ni libertades individuales? En clave de humor. 



En 1935 el camino de Zavattini se cruzó con el de Vittorio de Sica (y viceversa). Por aquel entonces, Za era un escritor reconocido por el estilo humorístico de sus artículos y de su novela Parliamo tanto di me (1931) y De Sica una prometedora estrella de la gran pantalla que iba a protagonizar Daré un millón (Darò a milione; Mario Camerini, 1936), el primer guión escrito por nuestro Cesare y un éxito rotundo en Italia. Como el resto de películas producidas en aquel país bajo dominio fascista, Daré un millón estaba condicionada por la censura, que imposibilitaba cualquier intención de mostrar en la pantalla las distintas realidades que afectaban a sus gentes, sin embargo, en el film de Camerini asoma una ironía que no esconde su crítica social. Zavattini había llegado al cine no para expresarse y ni siquiera la censura se lo iba a impedir, como tampoco pudo impedir la amistad entre el escritor y el actor, ni que dos años después empezasen a trabajar en un proyecto común, basado en un guión titulado Demos a todos un caballito de madera, que milagrosamente vería la luz doce años más tarde en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951). Antes de producirse este feliz alumbramiento, estalló la guerra, la más sangrienta y aberrante, Italia fue ocupada por los alemanes, los aliados desembarcaron en Sicilia con la intención de cruzar el estrecho de Mesina o navegar hasta Salerno y avanzar por la "bota", de sur a norte, liberando Nápoles, Roma, Florencia,.., y otras localidades donde intercambiaban saludos y costumbres con lugareñas y lugareños mientras recuperaban el aliento o curaban sus heridas. La campaña contra las fuerzas del eje, que se replegaban ofreciendo resistencia, proseguía, al tiempo, los partisanos italianos se enfrentaban en una lucha sin cuartel a los soldados germanos y a los fascistas, también italianos. Así, pues, durante la Segunda Guerra Mundial en Italia se combatía en las sombras, en el campo, en las ciudades, en Montecasino o en el valle del Po, hasta que un buen día la paz llegó y con ella se inicio el tiempo de posguerra, el momento de reconstruir, de modernizar, de soñar, de curar las heridas sufridas, de hablar con libertad, de aprovechar la promesa del cambio político-social y de salir a las calles. Este instante histórico trajo consigo la modernización de la cinematografía italiana, cuya industria y su Cinecittà habían sido destruidas durante el conflicto armado. De tal manera, de los escombros floreció un breve periodo de inusitada libertad ideológica y creativa, un periodo que fue aprovechado por cineastas o futuros cineastas, intelectuales o no, escritores o aspirantes a serlo, y otras gentes que habían tomado conciencia, personas que se lanzaron sin paracaídas a la realidad para dar testimonio del momento y de las personas que lo vivían. En esta situación, apurados por la necesidad humana de expresar inquietudes, de dar a conocer los hechos de su tiempo, por la inexistencia de una industria que marcase los límites a los cineastas, surgió, sin planteamiento teórico previo, lo que alguien solo supo calificar de neorrealismo. Y allí estaban, De Sica y ZavattiniViscontiRossellini, Sergio Amidei, Giuseppe De Santis, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, entre otros muchos protagonistas de un suspiro que es Historia e historia del cine. De todos ellos surgieron películas inolvidables y de la colaboración de los dos primeros inapreciables documentos humanos como El limpiabotasLadrón de bicicletas, Milagro en Milán o Umberto D., aunque también realizaron otros grandes títulos lejos del verismo que les dio fama internacional, cuando el segundo de los nombrados fue premiado con el Oscar a la mejor producción de habla no inglesa. Cesare y su amigo Vittorio, una de las parejas más homogéneas que ha dado el cine mundial, habían colaborado antes del nacimiento y continuarían haciéndolo después de la defunción de aquel paréntesis cinematográfico que, inconsciente en su origen, transformó y modernizó el modo de hacer películas, influyendo en la futura comedia a la italiana, en el free-cinema inglés, en la nouvelle vague francesa o en los nuevos cines del este de Europa, surgidos en los albores de la década de 1960. Pero el guionista no solo trabajó al lado de De Sica. Su ironía, su humorismo, su mirada a la realizad y su conciencia social, que no rehuye mostrar la crueldad y la miseria que también proliferan en los espacios humanos, ya hacen acto de presencia en Cuatro pasos por las nubes (Quattro passi fra le nuvole; Alessandro Blassetti, 1942), un filme que, junto a Obsesión (Obssessione; Luchino Visconti, 1942), anuncia el neorrealismo italiano de la posguerra. El escritor italiano también ideó la historia que daría como resultado Bellísima (Bellissima; Luchino Visconti, 1951), una lúcida e irónica mirada hacia la nueva industrialización del cine italiano, participó en el guión de las espléndidas Caza trágica (Caccia tragica, 1947) y Roma, a las once (Roma ore 11, 1951), ambas dirigidas por De Santis, en la adaptación de Golgol en El alcalde, el escribano y su abrigo (Il cappotte; Alberto Lattuada, 1952) y fue el responsable del noticiario Documento mensile y L'amore in città (1953), que contó con la participación de Antonioni, Fellini, Lattuada, Dino Risi, Tullio Pinelli o Marco Ferreri, entre otros participantes de aquel momento cinematográfico que sería teorizado, estudiado, imitado y admirado.




Filmografía (parcial)

Daré un millón (Darò un milione; Mario Camerini, 1935)
La danza delle lancette (Mario Baffico, 1936)
I'll Give a Million (Walter Lang, 1938) (basado en su argumento)
Bionda sotto chiave (Camillo Mastrocinque, 1939)
Senza cielo (Alfredo Guarini, 1940)
Una familia imposible (Una famiglia impossibile; Carlo Ludovico Bragaglia, 1940)
San Giovanni decollato (Amleto Palermi, 1940)
Nacida en viernes (Teresa Venerdi; Vittorio de Sica, 1941)
È caduta una donna (Alfredo Guarini, 1941)
La scuola dei timidi (Carlo Ludovico Bragaglia, 1941)
Avanti c'è posto (Mario Bonnard, 1942)
I sette peccati (Ladislao Kish, 1942)
Don Cesare di Bazan (Riccardo Freda, 1942)
Quarta pagina (Nicola Manzari, 1942)
Cuatro pasos por las nubes (Quattro passi fra le nuvole; Alessandro Blasseti, 1942)
C'è sempre un ma! (Luigi Zampa, 1942)
Il birichino di papà (Raffaello Matarazzo, 1943)
Gian Burrasca (Sergio Toffano, 1943)
I nostri sogni (Vittorio Cottafavi, 1943)
Silenzo, si gira! (Carlo Campogalliani, 1943)
Piruetas juveniles (Giancarlo Capelli, Salvio Valenti, 1943)
Los niños nos miran (I bambini ci guardano; Vittorio de Sica, 1943)
L'ippocampo (Gian Paolo Rosmino, 1945)
La puerta del cielo (La porta del cielo; Vittorio de Sica, 1945)
La freccia nel fianco (Alberto Lattuada,1945)
Il testimone (Pietro Germi, 1946)
Un giorno nella vitta (Alessandro Blasetti, 1946)
El limpiabotas (Sciuscià; Vittorio de Sica, 1946)
Canto, ma sottovoce (Guido Brignone, 1946)
Il marito povero (Gaetano Amata, 1946)
L'angelo e il diavolo (Mario Camerini, 1946)
Roma città libera (Marcello Pagliero, 1946)
Biraghin (Carmine Gallone, 1946)
Sperduti nel buoi (Camillo Mastrocinque, 1947)
Cronaca nera (Giorgio Bianchi, 1947)
La grande aurora (Giuseppe Maria Scotese, 1947)
Il passatore (Duilio Coletti, 1947) (sin acreditar)
Caccia tragica (Giuseppe de Santis, 1947)
Lo sconosciuto di San Marino (Michal Waszynski, 1948)
Guerra alla guerra (Romolo Marcellini, 1948)
Ladrón de bicicletas (Ladri di bicilette; Vittorio de Sica, 1948)
Fabiola (Alessandro Blasetti, 1949)
Il mundo vuole così (Giorgio Bianchi, 1949)
Demasiado tarde (Le mura di Malapaga, René Clément, 1949)
La sposa non può attendere (Gianni Franciolini, 1949) (historia original)
Vent'anni (Giorgio Bianchi, 1949)
La roccia incantata (Giulio Morelli, 1949)
È primavera... (Renato Castellani, 1950)
Domenica d'agosto (Luciano Emmer, 1950)
Il cielo è rosso (Claudio Gora, 1950)
Una hora en su vida (Prima comunione; Alessandro Blasseti, 1950)
En el último segundo (È più facile che un cammello...; Luigi Zampa,1950) (historia)
Milagro en Milán (Miracolo a Milano; Vittorio de Sica, 1951)
Bellísima (Bellissima; Luchino Visconti, 1951) (argumento)
Mamma mia, che impressione! (Roberto Savarese, 1951)
Umberto D. (Vittorio de Sica; 1952)
Buenos días, señor elefante (Gianni Franciolini, 1952)
Roma ore 11 (Giuseppe de Santis, 1952)
El alcalde, el escribano y su abrigo (Il Cappotto; Alberto Lattuada, 1952)
5 poveri in automobile (Mario Mattoli, 1952)
Piovuto dal cielo (Leonardo de Mitri, 1953)
Estación Termini (Stazione Termini; Vittorio de Sica, 1952)
Un marito per Anna Zaccheo; Giuseppe de Santis, 1953)
Nosotras las mujeres (Siamo donne; 1953) (idea y guión del episodio de Alfredo Guerini)
L'amore in città (1953)
La passeggiata (Renato Rascel, 1953)
La cavallina storna (Giulio Morelli, 1953)
Alí Babá y los cuarenta ladrones (Ali Baba et les 40 voleurs; Jacques Becker; 1954) (historia)
El oro de Nápoles (L'oro di Napoli; Vittorio de Sica, 1954)
El techo (Il Tetto; Vittorio de Sica, 1956)
Hombres y lobos (Uomini e lupi; Giuseppe de Santis, 1957)
Hablemos de amor (Amore e chiacchiere; Alesandro Blasetti; 1958)
En el cielo pintado de azul (Volare) (Nel blu dipinto di blu; Piero Tellini, 1959)
El rosseto (Il rossetto; Damiano Damiani, 1960)
Dos mujeres (La ciociara; Vittorio de Sica, 1960)
El joven rebelde (Julio García Espinosa; 1961)
El sicario (Il Sicario; Damiano Damiani, 1961)
El juicio universal (Il giudizio universale; Vittorio de Sica, 1961)
Los condenados de Altona (I sequestrati di Altona; Vittorio de Sica,1962)
El especulador (Il Boom; Vittorio de Sica; 1963)
Ayer, hoy y mañana (Ieri, oggi e domani; Vittorio de Sica, 1963)
Iremos a la ciudad (Andremo in città; Nelo Risi, 1966)
Tras la pista del zorro (After the Fox; Vittorio de Sica, 1966) (sin acreditar)
Siete veces mujer (Woman Times Seven; Vittorio de Sica, 1967)
Amantes (Amanti; Vittorio de Sica, 1968)
Los girasoles (Il girasoli; Vittorio de Sica, 1969)
El jardín de los Finzi Contini (Il giardino dei Finzi Contini; Vittorio de Sica, 1970) (sin acreditar)
El viaje (Il viaggio; Vittorio de Sica, 1974)

sábado, 25 de noviembre de 2017

Roma (1972)


Hay quien dice que el cine es un arte colectivo, hay quien defiende que es el arte de un solo individuo, incluso hay quien no lo considera Arte. Pero quizá habría que distinguir entre qué es Arte y qué no lo es, qué entiende cada uno por Arte o si la perspectiva que domina un momento histórico es capaz de valorar el Arte que tiene ante sí. Una obra de arte no es algo que nazca como tal en la mente de quien la lleva a cabo, a lo largo del proceso que dará forma a ese “algo” que podrá o no resultar artístico. Partiendo de esto, no todo el cine es Arte, ni mucho menos, como tampoco lo es toda la arquitectura, escultura, literatura, música, pintura,... ni que todos los que escriben, pintan, bailan, cocinan, aman o hacen una película son o se consideren artistas, tengan consciencia de serlo o pretendan serlo. Los más, son personas que necesitan expresarse y sus expresiones puede dar como fruto obras de arte en forma de plato elaborado, de vino mimado, de novelas como
Crimen y castigo, lienzos como El cristo de San Juan de la Cruz o sinfonías como las de Beethoven. Como la mayoría de las cosas que consideramos artísticas, un filme puede nacer de un proceso industrial y, por un motivo u otro, acabar siendo arte, como Casablanca (Michael Curtiz, 1942), o puede surgir de la intención individual de expresar las inquietudes, intereses, interpretaciones, circunstancias o fantasías de quien se encuentra al frente del rodaje, y no lo sea; aunque esto sería más extraño que en el primer caso. El buen cine suele ser fruto de un solo hombre o mujer, y es el que sobrevive al paso del tiempo para convertirse en algo más que en una película. Digo esto, porque, si bien una película surge de un proceso que reúne a un colectivo (y del dinero que a menudo condiciona a los directores), se trata de un arte individual, si no ¿por qué un largometraje de HitchcockFord, Ozu, Chaplin, Stroheim, LangBergman, Renoir, Rossellini, Buñuel, Tarkovski, Berlanga, Pasolini, Bresson, Mizoguchi o Fellini, entre otros, es al tiempo reconocible e inimitable? Nadie pudo ni puede hacer películas como las suyas, porque simplemente sus filmes cobraban forma en ellos, desde que los ideaban o asumían el mando de una nave que sí precisa colaboración de otros artistas (operadores, compositores, decoradores,...), pero supeditada a la creatividad individual defendida por King Vidor o Frank Capra. Cineastas con personalidades e intenciones diferentes y capacidades creativas inimitables crearon películas irrepetibles (que contentasen o contenten a todos es otra cuestión, y quizá un imposible porque el Arte también es controversia) porque ellos también fueron únicos y son irrepetibles. Nadie, salvo Jean Renoir, podría dotar a sus películas de su humanismo, tampoco nadie que no fuese el propio Yasujiro Ozu podría extraer su poética de los silencios que abundan en su filmografía, lo mismo que nadie ha sido capaz de imitar la narrativa única y exclusiva de John Ford y ¿quién podría emplear la lluvia como Kurosawa en Rashomon (1950) o Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954)?


El cine de
Federico Fellini es otro ejemplo de individualidad y de exclusividad artística. Puede resultar una estupidez decir que Fellini es Fellini, y es cierto, es una estupidez, pero también podría no serlo, si pensamos que sus largometrajes son él. De modo que solo Fellini podría haber realizado un filme Fellini, porque las películas del cineasta de Rimini están repletas de alteraciones, de recuerdos, sueños, fantasías, personajes grotescos, de su amor por el cine y por las mujeres, y del humor que desprenden personajes-caricaturas como los mostrados al inicio de Roma (1972). Solo él, repito, podría haberlas hecho, porque solo él vivió su infancia, su adolescencia, su madurez o sus crisis creativas y existenciales. Fellini es principio y fin de sus obras, sean estas Los inútiles (I vitelloni, 1953), La dolce vita (1960), Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), Roma (1972) o Amarcord (1973), piezas de un todo que sería el propio artista, el director de películas que inicia con su voz Roma, para dar paso a la fabulación de su infancia en Rimini (un momento que ampliará y exagerará en Amarcord). Los primeros minutos del filme se desarrollan durante el periodo fascista, aunque centrándose en la idea de Roma que el cineasta proyecta en su mente infantil, a partir de recuerdos de una piedra, de la escuela, de los religiosos que muestran la capital en diapositivas (entre las que se cuela la foto de otro tipo de monumento). Este prólogo, si así puede llamarse a un paréntesis de ensoñación dentro de su conjunto onírico felliniesco, da paso a la llegada del joven Fellini a Roma, donde por primera vez vive la ciudad real, que difiere de aquella alabada por los maestros y los libros de texto. Su Roma vive en sus recuerdos, por eso es onírica y exagerada, y es la ciudad que hace suya, la misma que treinta años después aparece en la pantalla, al tiempo que lo hace el propio Fellini hablando de su película sobre esa caótica localidad de contrastes, viva, ruidosa, a pesar de las piedras silenciosas que al realizador poco le interesan. A él le interesa su Roma, aquella que se deja ver a lo largo de este espléndido film que combina presente y pasado desde la irrealidad y la ironía de un cineasta, niño y adulto inclasificable y transgresor que juega con la nostalgia, con la picaresca y con el documental, que nada tiene de documento, para descubrirnos parte de su pensamiento, bromas, realidad y recuerdos o, mejor escribir, la alteración de estos.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El último pistolero (1976)


Cincuenta años de profesión dedicados a protagonizar más de un centenar de películas, de las cuales cerca de la mitad fueron westerns, parecen años más que suficientes para convertir a cualquier actor o actriz en una leyenda cinematográfica, sin embargo, sin su participación en La diligencia (The Stagecoach; John Ford, 1939), la historia de John Wayne habría sido otra distinta. FordHoward HawksHenry Hathaway o Raoul Walsh encontraron en John Wayne al rostro perfecto para varios de sus westerns, los más, títulos imprescindibles del género y del cine, que convirtieron al actor en un icono del celuloide. Su colaboración cinematográfica con estos irrepetibles e inimitables cineastas benefició su carrera profesional, la cual concluyó con el homenaje que Don Siegel le rindió en El último pistolero (The Shootist; 1976). Wayne fallecía víctima de un cáncer de estómago tres años después de protagonizar esta película, la última en la que participó y su testamento interpretativo. Su personaje, el crepuscular J.B. Books, rinde homenaje a muchos otros que encarnó para la gran la pantalla —de ahí las imágenes iniciales extraídas de Río Rojo (Red River, 1948) o Río Bravo (1959). Pero no voy a escribir un panegírico sobre el actor; voy a resumir que la película de Siegel es un western mortuorio que nos traslada a una época, 1901, en la cual los caballos empiezan a ser sustituidos por vehículos motorizados, las diligencias o los carros brillan por su ausencia, y los tranvías, los postes telefónicos y el agua corriente en las casas se dejan notar.


El viejo oeste ha muerto, así se intuye en ese Carson City moderno donde se desarrollan los siete días que avanzan a lo largo del filme. Sin embargo, aún quedan restos del pasado, restos en forma humana como J. B. Books, el doctor Hostetler, interpretado por James Stewart —también historia del cine y, por descontado del western, sobre todo gracias a los dirigidos por Anthony Mann y John Ford, quien había reunido a ambos actores en una de las cumbres del cine: El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962)—, o los tres hombres a quien el primero busca para ajustar viejas cuentas y poner fin a un recorrido vital durante el cual su arma de fuego acabó con la vida de más de una treintena de hombres. A pesar de esto, él tiene la conciencia tranquila: <<yo solo pienso en hacer justicia. No creo haber matado a un hombre que no lo merecía>>, al menos eso dice, sin poder evitar la posterior réplica de Bond Rogers (Lauren Bacall): <<eso solo la ley puede decirlo>>. Lo que esta mujer no comprende todavía es que Books nació, se crió y ha vivido toda su vida bajo la ley del viejo oeste, la ley de la fuerza y del revólver, una ley aceptada como única en los territorios del far west, previo a su transformación en Estados. Ahora todo aquello es historia, compuesta de pequeñas historias como la de Books, pues el ahora es un tiempo supuestamente más civilizado, donde nada de aquello tiene cabida. No obstante, el hoy presenta aspectos que generan la nostalgia del tiempo pretérito que agoniza en la entereza y en la ética del último de su especie. Un adolescente (Ron Howard) que ve en Books la leyenda que ha mitificado en su mente, un periodista (Rick Lenz) que quiere medrar a costa de contar las historias del pistolero, sean o no ciertas, un comisario (Harry Morgan) que prefiere que los tiempos pasados se maten entre ellos, en lugar de ser él quien resuelva los problemas locales, o el enterrador (John Carradine) que no ha olvidado que, independientemente del momento histórico, su negocio es la muerte. Estos son algunos personajes que provocan la añoranza de un tiempo salvaje, al menos en apariencia, aunque quizá más humanizado, como también resulta más humano el pistolero vencido por el cáncer, consciente de la inmediatez de su muerte y, con ella, del fin de cuanto él representa.

jueves, 23 de noviembre de 2017

El seductor (1970)


El encuentro entre Clint Eastwood y Donald Siegel se produjo cuando el segundo tuvo que sustituir a Alex Segal en la dirección de La jungla humana (Coogan's Bluff, 1968). Fue la primera de las seis películas que conforman la espléndida relación profesional que concluyó en Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, 1979), uno de los mejores títulos del dúo, como también lo es El seductor (The Beguiled, 1970), el cual supuso un papel diferente para Eastwood, que recordaba en una entrevista haber disfrutado mucho: <<Disfruté mucho con esa película. En algunas partes del mundo fue muy bien recibida. Era una de las favoritas de Don, creo. Y una de las mías también, en aquella época>>, comentó la estrella en una entrevista, publicada en España en el monográfico que la Filmoteca Española y el Festival de San Sebastián dedicaron al responsable de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of Body Snatchers, 1955). Diferente porque la tercera colaboración entre Siegel e Eastwood es una isla dentro de la filmografía de ambos; también fue un riesgo para sus carreras, un fracaso comercial en Estados Unidos y una de las cumbres cinematográficas del primero e interpretativas del segundo. Pero es algo más. Desconozco la novela de Thomas Cullinan en la que se basa el guion de Albert Maltz. Conozco la versión realizada por Sofia Coppola, de la cual nada tengo que decir, porque nada me ha aportado. Y, evidentemente, conozco y aprecio la de Siegel, un cineasta ajeno a la pedantería y a las innecesarias pretensiones intelectuales y artísticas que puedan desequilibrar lo que quiere decir y él como lo expresa. Siegel supo equilibrar la dualidad forma y contenido, que debería ser indisociable en toda obra expresiva. Lograrlo no resulta sencillo, pero él logra crear una atmósfera claustrofóbica para introducir en ella una historia de miedos, cadenas y mentiras.


La película tiene material suficiente para un ensayo sobre la liberación y las mentiras que la impiden, pues, más allá del deseo carnal de sus protagonistas, la mentira es el centro de la trama de El seductor. La mentira social en forma de guerra abre la película en una sucesión de instantáneas del campo de batalla (de destrucción, muerte y crueldad) que no aporta soluciones. Le sigue aquella simbolizada en el letrero y en los hierros de la entrada a la escuela de señoritas a donde Amy (Pamelyn Ferdin), una de las alumnas, lleva al cabo John McBurney (Clint Eastwood), herido en su pierna. Después de comprender que en esa institución se inculcan modelos de conducta, social y moral, aceptadas por la sociedad que fomenta las cadenas y el autoengaño de los personajes, salvo en Hallie (Mae Mercer), cobra importancia la mentira individual. Allí, John tergiversa su actuación en el frente para ganarse la simpatía y la confianza de las mujeres sureñas que, si bien lo cuidan, lo encierran bajo llave porque en sus mentes él es un prisionero y un enemigo, pero ¿qué es un enemigo? ¿Alguien con rabo como dice una de las alumnas, alguien que somete o alguien que no se presta al juego de otro alguien? Lo que sí tienen claro es que se trata de un hombre y que, independientemente de la edad o de la etnia, ellas son mujeres que ocultan deseos e insatisfacciones, lo cual no hace más que recalcar la represión que silencian tras la máscara de decoro exaltada por la institución de la señorita Martha —interpretada por una excelente Geraldine Page—. Sin embargo, ni el protocolo ni las costumbres aceptadas como correctas impiden la contradicción de palabras, pensamientos y actos de esas mujeres que se arreglan ante la presencia del desconocido. Quieren llamar su atención, pues, es su objeto de deseo, aquel que florece tras el puritanismo de Edwina (Elizabeth Hartman), de la autoridad matriarcal y moral de Martha, cuyas fantasías sexuales reviven cobrando el rostro y cuerpo del herido (y también los de Edwina) para fundirse con La piedad pictórica de Botticelli, o de la aparente inocencia de adolescentes como Carol (John Ann Harris), e incluso la pequeña Amy, en su despertar a la sexualidad, muchachas a quienes se pretende condicionar para que acaten las normas y encajen dentro del orden establecido que no tardará en controlar sus instintos, sus pensamientos y sus conductas. De tal manera, el colegio se convierte en prisión de anhelos y frustraciones, en un espacio proclive para el terror que implica el vivir atrapados en medio de la guerra, de una posición social que les niega y en medio de silencios que ocultan necesidades e impiden la liberación de mujeres moralizadas que ven en el soldado, desposeído de condicionamientos morales, a un agente liberador, pero también perturbador de su cotidianidad. El filme de Siegel es a un tiempo carnal y psicológico, de modo que funciona hacia fuera, mostrando una imagen, aquella aceptada —en la que no tiene cabida Hallie debido a su condición de esclava, la cual la esclaviza físicamente pero le permite expresarse sin las ataduras de las demás—, y hacia dentro, interiorizando aquella que los personajes ocultan, su lado oscuro, pero también su lado más humano, sea el caso de John en su rol de seductor-seducido, la aparente fragilidad (impasibilidad aceptada) de Edwina o el por qué Martha amputa la pierna del cabo, sin plantearse ninguna otra opción. Quizá no la tenga o quizá se deje arrastrar por su deseo de venganza o por el anhelo de retenerlo, dominarlo y poseerlo, siendo una especie de reverso femenino de don Lope en Tristana (Luis Buñuel, 1970).

miércoles, 22 de noviembre de 2017

La pasajera (1961)


El 20 de septiembre de 1961 fallecía en un accidente de tráfico Andrzej Munk, uno de los grandes cineastas que formaron parte de la "escuela polaca" que surgió en la segunda mitad de la década de 1950. Como miembro destacado de aquel grupo, entre quienes también se encontraban Andrzej WajdaJerzy Kawalerowicz o Jan Rybkowski, Munk fue fundamental en el auge, desarrollo y renovación de la cinematografía de su país, por aquel entonces dominada por el realismo socialista impuesto por el partido comunista. Pero su enorme talento y la progresión de su cine se vieron interrumpidos para siempre aquel fatídico día de finales de verano, cuando Munk tenía cuarenta años y trabajaba en el rodaje de La pasajera (Pasazerka, 1961), una película que dos años después sería estrenada con el material filmado, con fotos fijas, siguiendo las anotaciones del realizador y con el vacío dejado por este. Aunque las imágenes que conforman el filme que conocemos no pueden reflejar con exactitud lo pretendido por Munk, sin duda, se trata de una obra de incuestionable valor artístico y humano, no solo por abordar el holocausto, sino por la reflexión que encierran los recuerdos de Liza (Aleksandra Slaska). Supervisora de la SS en Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial, Liza regresa a Europa años después del final de la guerra y se ve sorprendida por su reencuentro con la realidad que dejó tras de sí. Dicha realidad vuelve a ella en el transatlántico que el narrador compara con <<una isla en el tiempo>>, sin pasado y sin futuro, solo con ese instante presente en el que ella viaja al lado de Walter, su marido. Pero la <<isla en el tiempo>> hace escala en Inglaterra, donde ella cree ver la visión de un fantasma pretérito que le devuelve las imágenes de los hechos de los que fue testigo y partícipe. Mediante las analepsis introducidas por las dos confesiones de Liza, una a Walter y otra a sí misma, La pasajera juega con la memoria, con el deseo de autojustificación y con la necesidad de tergiversar de la protagonista, que oculta a su marido los hechos que no puede oscurecer en su pensamiento. Las imágenes retraen la historia de Liza y de Marta (Anna Ciepielewska), la mujer que ha creído ver desembarcar en suelo británico. El recuerdo de aquella la devuelve al pasado que narra a su marido desde una perspectiva más amable de la realidad que, poco después, se contará a sí misma. Liza le dice que <<cuando podía facilitar la vida a esas mujeres, lo hacía sin dudar>>, pero su estancia en el campo de exterminio resulta distinta, más cruda e inhumana, como posteriormente se reconoce, cuando habla de su obsesión hacia Marta, de la necesidad de someterla y de la ambigua relación que mantuvieron. A través de su confesión descubrimos como telón de fondo los barracones, las alambradas, la ropas y los enseres de presos y presas hacinados en montones, cuerpos ahorcados, a un soldado que vierte gas Ziclón B por las chimeneas que conectan con las duchas, a oficiales, burócratas o a vigilantes como la propia Liza, que se muestran en una cotidianidad que no parece afectar sus conciencias. Sin embargo, en el presente, ella se justifica, incluso necesita o llega a creerse la víctima de Marta. Esta es la película que ha llegado hasta nosotros, dejando un amplio espacio para llenar y para llegar a conclusiones, pues Munk no da respuestas, tampoco juzga a Liza, quizá porque su intención fuera la de hurgar en los hechos y el tiempo, en cómo este altera las perspectivas. Por ello, y por no saber a ciencia cierta lo pretendido por el realizador, tampoco existen conclusiones más allá de interrogantes que me llevan a preguntar si Liza vive consciente de la realidad pasada o debe adulterarla para vivir su presente, en su isla en el tiempo.

martes, 21 de noviembre de 2017

Dillinger ha muerto (1969)


Descontando la inapreciable presencia de 
Rafael Azcona como guionista de muchas de sus películas, el cine de Marco Ferreri guarda ciertos paralelismos (quizá por influencia de esa presencia anteriormente descontada) con el de Luis García Berlanga, con aquellas producciones en las que cobra protagonismo el hombre atrapado en la insatisfacción personal y social, víctima consciente de la burocracia, de la familia, del sistema o de su monotonía conyugal. Ese hombre atrapado puede ser el inquilino de El pisito (1958), en FerreriEl verdugo (1963), en Berlanga, el joven que aguarda La audiencia (L'audienza,1972), de nuevo en el cineasta milanés, o el prometido de ¡Vivan los novios! (1968), de regreso al realizador valenciano. Pero, quizá, los personajes que llevan al límite al hombre alienado y autodestructivo de estos dos grandes y diferentes cineastas son los interpretados por Michel Piccoli en Dillinger ha muerto (Dillinger e' morto, 1969), en la que no colaboró Azcona, y Tamaño natural (Grandeur nature, 1973). El primero se obsesiona con la vieja pistola que encuentra envuelta en su cocina mientras que en el segundo lo hace con la muñeca de plástico que sustituye a la mujer de carne y hueso, aunque, como sucede en su matrimonio, se encuentra atrapado en una relación de sometimiento que inevitablemente le conduce hacia su final en el Sena. Como el odontólogo de la película de Berlanga, Glauco (Michel Piccoli) es un hombre de clase media, insatisfecho, conformista y alienado por la sociedad de bienestar y consumo a la que pertenece, y para la cual trabaja como diseñador en una fábrica donde ya al inicio de la película se muestra ausente. Allí observamos su desidia y el aislamiento que se confirma cuando llega a casa y observa a su mujer (Anita Pallenberg) en la cama, de donde apenas se mueve o le presta atención, salvo para pedirle el bote de somníferos. Esa es su relación, una relación dormida en el tiempo sin posibilidad de despertar. El resto de la acción de Dillinger ha muerto, filme que rompe definitivamente con las formas empleadas con anterioridad por Ferreri, se desarrolla durante las horas que siguen, en una noche indefinida, abstracta y exagerada que podría ser todas las noches de su deteriorada vida marital u otra cualquiera en la que se ahoga en la alienante rutina de la que intenta evadirse excediéndose con la comida, exceso culinario presente en algunas películas de Ferreri y que alcanzará su máxima expresión, grotesca, satírica y destructiva, en La gran comilona (La grande bouffe, 1973). Glauco cocina, come, bebe vino, espía la intimidad de Sabine (Annie Girardot), la mujer que vive con ellos y que, si bien le concede un supuesto escape a su soledad (en un instante de intimidad, sexo y miel), no le reporta la felicidad que él tampoco puede ofrecer. La noche avanza, la música suena en la radio, un crítico de cine habla en un programa de televisión, aunque parece decir nada, y Glauco aprovecha parte de la velada (la apatía de días, semanas o meses) para proyectar la película de sus vacaciones en España y el norte de África, quizá la ensoñación de un tiempo más activo y feliz que ese presente que dedica a continuar engullendo y a escapar de su asfixia vital, desmotando y limpiando el revólver que, por casualidad, encuentra en un armario de la cocina. Por la herrumbre y el modelo, bien podría haber pertenecido al enemigo público John Dillinger, como apuntan los artículos de las páginas de los diarios que lo envuelven, aunque esto carece de relevancia, salvo por la circunstancia de que el arma tiene una finalidad que no es la de limpiarla, engrasarla, pintarla o colgarla cual adorno, como hace el protagonista durante buena parte de su insomnio-condena. En su mente, la de un suicida, esa pistola tiene la función para la que fue fabricada, de ahí que apunte a las pinturas de su habitación, a su sien frente al espejo y finalmente a la cabeza de quien continúa durmiendo sobre el lecho conyugal.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Excelentísimos cadáveres (1975)


Su primer contacto con el cine se produjo como ayudante de Luchino Visconti en La terra trema (1948), una de las cimas del neorrealismo, pero su debut en la dirección de largometrajes se produjo diez años después, cuando estrenó El desafío (La sfida, 1958). Desde aquel primer momento, hasta el final de su carrera, el cine de Francesco Rosi priorizó la realidad social indagando en hechos que la afectan, exponiéndolos a modo de crónica que analiza, profundiza y reflexiona sobre los mismos. En su quinta colaboración con el guionista Tonino Guerra, la intención de Rosi parte de la intriga generada por los asesinatos de tres magistrados para adentrarse en la situación política de la Italia de la época, intención que enlaza a Excelentísimos cadáveres (Cadaveri eccellenti, 1975) con Salvatore Giuliano (1961), Las manos sobre la ciudad (Le mani sulla città, 1963), El caso Mattei (Il caso Mattei, 1971) y otras complejas y exhaustivas investigaciones cinematográficas del cineasta que permiten al público descubrir relaciones de poder ocultas que invitan a una reflexión propia, ya que el cine testimonio y denuncia de Rosi no pretende dar respuestas, ni imponer su verdad, así como tampoco ofrece soluciones, se limita a narrar los hechos desde su interpretación, también desde su posicionamiento como cronista del tiempo que le tocó vivir, aunque consciente de que su criterio no es el único válido.


Tres jueces asesinados, un inspector (Lino Ventura) que se traslada a Sicilia, para investigar las muertes y a reconstruir las vida de los fallecidos y del farmacéutico sospechoso, porque descubriendo quién es el hombre, la historia dejará de ser un proceso vacío y podrá encontrar las respuestas que le darán sentido. Su modo de llevar el caso contraría a su jefe (Tino Carraro), que le apremia para que encuentre a <<ese loco>>, pues <<solo un loco furioso puede ir por ahí matando jueces>>. De estas líneas argumentales parte la crónica cinematográfica que nos acerca a la Italia de la década de 1970, una Italia que observamos a través de la investigación del protagonista, quien responde a su superior que <<si en realidad es locura, es la locura de un inocente>> que pretende vengar su injusto encarcelamiento, pues sospecha, no sin motivo, que el responsable de las muertes es uno de los tres inocentes que fueron enviados a presidio por los magistrados fallecidos, y por un cuarto a quien visita antes de que también sea asesinado. A medida que Amerigo Rogas indaga sobre los crímenes se observa una nación al borde del desorden civil, cuyas calles se llenan de manifestantes y de las fuerzas del orden que intentan reprimir las protestas que tienen como fondo el acercamiento entre los comunistas y los demócratas-cristianos que llevan treinta años gobernando la República. Es un momento histórico de caos y de conflicto político-social, una época que esconde realidades más oscuras, aquellas que se oculta a la opinión pública, y que apuntan hacia las altas esferas políticas, donde se guardan las formas, al menos así lo observa el personaje interpretado por Ventura en la fiesta donde conversa con el ministro de seguridad (Fernando Rey), se silencian las escuchas ilegales o se lleva a cabo la conspiración que el inspector descubre y lo convierte en
 una molestia para un sistema que, en su afán de prevalecer, sobrepasa límites éticos y democráticos.

sábado, 18 de noviembre de 2017

James Dean. El rebelde atormentado

No hay duda de que James Dean se convirtió en uno de los grandes iconos de siglo XX, pero, cuando escucho o leo que fue un gran actor, sí dudo, que no niego al respecto, porque, como consecuencia de su desgraciado accidente, su bagaje cinematográfico me resulta insuficiente para valorar sus capacidades artísticas. Sus rebeldes en Al este del Edén (East of Eden; Elia Kazan, 1955), Rebelde sin causa (Rebel without Cause; Nicholas Ray, 1955) y Gigante (Giant; George Stevens, 1956) fluyen entre naturales y los tics del actor, gestos que quizá el tiempo, el trabajo y la experiencia hubieran corregido. Por ello, solo puedo especular cómo habría sido su carrera, si esta no se hubiera visto truncada el 30 de septiembre de 1955. Sin apenas poder disfrutar del éxito que había alcanzado ese mismo año, James Dean fallecía en un accidente automovilístico, cuando solo contaba con veinticuatro años de edad. Su imagen del rebelde atormentado, por aquel entonces la del rebelde duro y viril estaba en posesión de Marlon Brando, gracias a su motero en ¡Salvaje! (The Wild One, Lázsló Benedek, 1953), le sobrevivió para convertirlo en uno de los mitos inmortales del cine. Pero, el James Byron Dean de carne y hueso, el nacido en Marion (en el estado de Indiana) en 1931, fue uno de tantos jóvenes aspirantes a actor que superó las pruebas de ingreso del Actor's Studio que Cheryl Crawford, Elia Kazan y Robert Lewis habían fundado en 1947. Allí estudió "el método" que buscaba <<el desarrollo de las sensaciones, de la imaginación, de la espontaneidad, de la fuerza del actor y, por encima de todo, la estimulación de sus posibilidades emocionales>> (Elia Kazan por Elia Kazan) y, sospecho, se convirtió en un actor mejor preparado para papeles dramáticos que para roles cómicos. Aquí hago un inciso que, aunque innecesario, considero interesante. Hubo alguna excepción como Marilyn Monroe, pero la comedia no es el género en el que mejor se han desenvuelto las alumnas y los alumnos del Studio, quienes en sus papeles cómicos tienden a la exageración, y no sería descabellado pensar que, de haber tenido su oportunidad, a Dean le sucediese lo mismo, de ahí mi sospecha anterior. Una fuerza dramática como lo era Brando se descubre irregular, puede que desinteresado, en sus intervenciones cómicas, y de Montgomery Clift no recuerdo ninguna comedia, quizá porque no participó en ninguna. Karl Malden, Rod Steiger, Shelley WintersGeraldine PageEllen BurstynLee J. Cobb, Jane Fonda o Al Pacino, al igual que a Robert De Niro o Jack Nicholson, propenso a un histrionismo excesivo, son otros ejemplos de grandes actores y actrices del método que no llegan a encajar en el género de la risa. Pero apartándome de esta coincidencia, puede que fallo del método o de su asimilación, regreso a Dean después de sus primeras oportunidades en televisión y, sin acreditar, de su participación en varias películas en las que pasa desapercibido para el público. Regreso a él cuando Kazan le da su papel protagonista en la adaptación cinematográfica de la novela de John Steinbeck. <<Pienso que él tenía una cara muy poética, un rostro bello y doloroso. En los primeros planos se percibía todo ese dolor>>. El dolor al que se refiere Kazan (en Elia Kazan por Elia Kazan) es el dolor que anida en Cal Trask, un adolescente desorientado, tanto en la relación con un padre intolerante como aquella que mantiene con una madre a quien descubre regentando un burdel. Este muchacho antecede a Jim Stark de Rebelde sin causa, la película que lo mitificó. Mientras que, a las órdenes de George Stevens, en Gigante encarnó a Jett Rink en varias etapas, en su juventud y en la madurez durante la cual se descubre como un exitoso hombre de negocios, aunque igual de martirizado que sus anteriores personajes. Si con Kazan se dio a conocer y con Ray se convirtió en mito del rebelde adolescente, con Stevens maduró como actor dramático, aunque no pudo continuar su progresión, quizá imparable, quizá inexistente, pues su amor por la velocidad y la mala fortuna no le permitieron desarrollar su vida ni al gran actor que apuntaba ser.



Filmografía

A bayoneta calada (Fixed Bayonets; Samuel Fuller, 1951)
¡Vaya par de marinos! (Sailor Beware; Hal Walker, 1952)
¿Alguien ha visto a mi chica? (Has Anybody Seen My Gal?; Douglas Sirk, 1952)
Un conflicto en cada esquina (Trouble Along the Way; Michael Curtiz, 1953)
Al este del Edén (East of Eden, Elia Kazan, 1955)
Rebelde sin causa (Rebel without Cause, Nicholas Ray, 1955)
Gigante (Giant, George Stevens, 1956)